La curiosa experiencia de la muerte
"Yo, que soy el que ahora está cantando / seré mañana el misterioso, el muerto...". Como toda su obra portentosa fue efernésides de la muerte, apenas queda otro remedio al afrontar la muerte propia de Borges que repetir sus palabras. No es que ahora lo impersonal se haya hecho personal, sino que, por fin, lo embarazosamente personal se doblega -con sincero alivio- a la generosidad impersonal, es decir, a lo poético. El poeta canta y cuenta lo que le pasa a él, a nadie más que a él, a nadie antes ni después que a él, y por eso acierta en el meollo mismo del padecimiento de cada uno, de todos. Sólo una voz se ocupa sin deshonra de lo colectivo: la que menciona lo irrepetible y único de cualquiera.Vivir es la única forma a nuestro alcance de experimentar la muerte. Literalmente, se trata de una preocupación, de un afán anticipatorio que comparten las dos ramas mayores de la invención humana, la poesía y la metafislea. Se diferencian en que la metafisica habla del sujeto como si éste nunca hubiera estado del todo o ya hubiera dejado de estar, mientras que la poesía precísalos detalles del tránsito del sujeto entre no estar del todo y dejar de estar. Por ello la gran poesía es siempre metafísica y por ello la mejor metafísica tiene a veces vislumbres poéticos. Lo que hace insuperable a Borges no es su condición de poeta metafisico o sus momentos de metafisica poética, sino su conciencia netamente lúcida de la vinculación entre esos dos ámbitos mayores.
Su muerte elegida -involuntariamente elegida, claro está- ejemplifica también este nexo. Porque la muerte, lo más intransferiblemente personal de la vida de cada uno, es también nuestro trance más abstracto. Borges ha muerto desterrado, desvinculado fácticamente de todas las obligaciones gremiales que las circunstancias vitales nos imponen y a la vez reteniéndolas todas en la trama poética del recuerdo. El fin de la aventura ha llegado en Ginebra, la ciudad más fronteriza y abstracta de Europa, la ciudad-concepto que para él fue también la ciudad de la educación cosmopolita y la nostalgia. En Ginebra, Borges se ha muerto de memoria.
En una de sus inquisiciones, nos deja dicho que la historia de la filosofía es la de unas cuantas metáforas: la inalcanzable tortuga perseguida por Aquiles, la paloma kantiana, que sueña erróneamente con la Ilusoria autonomía del vacío, la rosa crucificada del presente, cuya pasión no ignoró Hegel. Otra de sus prosas condensa la infinidad de narraciones posibles en variaciones sobre unos pocos argumentos arquetípicos: la travesía de peligros y amores que lleva a cierto héroe a reconquistar lo que siempre fue suyo, la batalla en torno a la ciudad inexpugnable que reúne a hombres y dioses, el dios que descubre la verdad de lo humano al sufrir martirio por amor a los hombres... Pero hay otra metáfora que es tarribién un argumento esencialmente literario, en torno a la cual giró Borges sin cesar: el solitario que, en el retiro de la biblioteca, redescubre y reinventa las pasadas fábulas, todos los mitos, amores y nostalgias de un desamparo inacabable que él sabe definitivamente suyo. Este emblema pertenece por igual a la historia de la filosofia y a la tradición poética.
Al levantar inventario de los símbolos más recurrentes en la obra borgiana no se olvidarán los laberintos, los espejos, los tigres, las espadas, la luna, la lengua arcaica de los sajones. Pero quizá no se resalten con la misma nitidez los grandes temas de su preocupación filosófica, es decir, mortal: el doble que cada hombre encierra en sí mismo o contra sí mismo; el punto en el que se reúnen la infinitud de la pluralidad pasada, presente y futura en la unidad de un presente eterno (la conciencia); las cosas que muestran ya su indiferencia ante nuestra transitoriedad y después "no sabrán nunca que nos hemos ido"; la vocación de coraje, que busca la invulnerabilidad por medio de la renuncia a cualquier forma de cauta parsimonia. Aunque Borges siempre insistió en que su preferencia por determinados sistemas filosóficos era ante todo estética, su propia estética estuvo marcada en profundidad por la interrogación metafísica.
De Schopenhauer, al que veneraba, dijo Borges que quizá logró dar con el verdadero mapa del mundo. En El mundo como voluntad y como representación hallamos la desvalorización especulativa de la preocupación por la experiencia de la muerte: el hombre no teme tanto morir como caerse del presente, lo cual es imposible. En su doble vertiente de poeta y metafisico, Borges expresó esta zozobra y también su invalidación. Así escribió: "Sé que en la eternidad perdura y arde / lo mucho y lo precioso que he perdido: / esa fragua, esa luna y esa tarde". Para alcanzar la condensación última en un endecasílabo cuya profundidad derrota a la tediosa prolijidad de tantos tratados: "Ser para siempre; pero no haber sido". Borges el frágil, el eterno, el niño, el humorista, el pensador y el poeta, Borges el mago, nuestro Borges.
Babelia
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