Montserrat Caballé, gran capítulo de la historia
Montserrat Caballé clausuró el martes en el teatro Real el ciclo de grandes recitales líricos. Hace honor a su nombre la cantante catalana en cuanto se alza como una cima impresionante y lírica, como una gran altura en la que parecen confluir la naturaleza y la cultura., Pero, con frecuencia, más que Montserrat debería llamarse la Caballé Montdolç, pues no ha habido hasta ella ni después de ella una, emoción más intensa y de línea más suavizada y penetrante; de formas melódicas más esbeltas y de incursiones más efectivas por mundos que dejan de ser físicos para tornarse misteriosamente aéreos.Cuando Montserrat Caballé cantó La canción del sauce y el Ave María de Otelo, de Verdi, se produjo uno de: esos raros fenómenos de emoción colectiva, de ensimismamiento común de más de 2.000 personas. Este Verdi maravilloso, este inmenso "viejo prodigio" que en la ancianidad desafió desde el Mediterráneo al Wagner de Tristán, cobró en el arte, la voz, la inteligencia, la interiorización y la persuasión de Caballé expresiones literalmente inolvidables. Habría que bruñir ciertos términos, herrumbrosos por el uso y el abuso, para hablar de Montserrat. Así, el de cautivar, que en la segunda acepción de la Real Academia significa atraer, ganar, cautivar la atención y la voluntad".
Ciclo de grandes recitales líricos
Montserrat Caballé, soprano. Orquesta Nacional de España. Director: J. López Cobos. Obras de Rossini , Donizzeti, Verdi, Puccíni y Boito.Teatro Real. Madrid, 10 de junio.
Cuando el artista triunfa de verdad es justamente cuando en su batalla hace tantos prisioneros como auditores. Cuando triunfa en grado superlativo los convierte a todos en un solo, enorme, unánime y multánime cautivo.
Otro dato: la singularidad. Desde ella se define el artista grande. Por mucho que se intente, la única comparación posible con Montserrat Caballé es Montserrat Caballé. Y en esa singularidad, en ese hacerse "clásica de sí misma" reconocemos también el hecho Caballé. Singularidad para el Verdi de Otelo, para el Donizzetti de Sancha de Castilla y Adelia o La hija del arquero, para el Puccini de Manon Lescaut y Giani Schicchi, para el Rossini de Tancredo, para el Boito de Mefistófeles y para el Cilea de Adriana Lecoubreur.
El teatro Real sonaba en esta ocasión a gran teatro de ópera esto es, sonaba a ese futuro que nos anuncia el bellísimo folleto que distribuye estos días el Instituto de las Artes Escénicas y de la Música. Sonaba por la voz protagonista de Montserrat Caballé y por el cálido bien hacer de la Orquesta Nacional, con un López Cobos que parece reencontrarse en el género operístico.
No sé cómo pueden contarse las ovaciones. Acaso anotando la duración total de los aplausos y bravos. Si la minutásemos, ocuparía una tercera parte del programa. Los hubo, muy especialmente, para la Sonata a cuatro en Re mayor, de Rossini, tocada por la ONE con buen estilo camerístico, y no faltaron para la obertura de Semíramis, en versión no totalmente conseguida, y para un intermedio de Manon quizá excesivamente dramatizado, con olvido del origen cuartetístico de esta página. No cabía mejor clausura que esta actuación de Montserrat Caballé, todo un capítulo en la mejor historia universal del canto.
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