La caída del caballo en política exterior
BAJO el impulso inicial de la ambigüedad calculada, que trajo locos a los analistas, los cuatro años de gobierno socialista han supuesto serias novedades en la política exterior, si bien se mantuvo la línea de continuidad con los Gobiernos precedentes del centro-derecha. España se incorporó a la Comunidad Europea, ratificó su presencia en la OTAN a través de un referéndum y abrió relaciones con el Estado de Israel. Tres cuestiones éstas que entran en el sumario de los hitos históricos. Naturalmente, los méritos no son atribuibles en exclusiva al Gobierno, pero sí a la voluntad política que ha permitido su realización dentro de estos cuatro años.Se han producido también algunos giros en el trato con nuestros vecinos y aliados más próximos. Las relaciones con Francia han experimentado una mejora sustancial que facilita la colaboración en la lucha antiterrorista, y se dieron tímidos pasos, aunque significativos, para discutir en un futuro sobre la soberanía de Gibraltar. Este fue uno de los puntos anunciados por Felipe González la misma noche de su victoria electoral en 1982, y no cabe duda de que él esperaba apuntarse un éxito más notable en este punto que la precariedad de la situación con la que llega a estos nuevos comicios. Las relaciones con Marruecos han venido marcadas por el contencioso sobre Ceuta y Melilla, pero también por el giro copernicano que supuso el abandono por parte del Gobierno de las posiciones socialistas favorables al Frente Polisario. Este ha sido uno de los cambios más notables -mucho más que la cuestión OTAN- protagonizados por la política exterior de González una vez que se encaramó al poder. Desdice de la trayectoria previa del PSOE, de los acuerdos firmados por el partido y de todas las tesis mantenidas y defendidas por escrito por el primer ministro de Asuntos Exteriores socialista, Fernando Morán. Con respecto a nuestro otro vecino, Portugal, nada ha cambiado, si se exceptúa el hecho de que ambos países tengamos ahora un nuevo terreno de encuentro en la CE.
Las relaciones con los países árabes no se resintieron fundamentalmente por el reconocimiento del Estado de Israel. Por lo que respecta a Latinoamérica, el protagonismo español al principio de la legislatura, con grandes expectativas respecto al papel a jugar por el propio presidente del Gobierno en la pacificación de Centroamérica, ha terminado convirtiéndose en un entendimiento dificil con muchos de los líderes del subcontinente. La suspensión, hace 11 meses, de una gira presidencial por Cuba, Ecuador y Perú -que González aplazó para probar el placer de navegar en el Azor- agravó más aún el diálogo con dichos tres países. El diálogo con Argentina y Uruguay ha resultado, en este terreno, el más fructífero en lo político, mientras ha empeorado el posicionamiento español en el Caribe, y para nada se ha progresado en las relaciones con México.
En la práctica totalidad de la política exterior puede distinguirse claramente entre el impulso inicial, realizado desde las posiciones más propiamente doctrinarias expresadas por el PSOE en la oposición, y la política que el Gobierno desplegó, decantada hacia el atlantismo y el alineamiento, bastante incondicional, con Estados Unidos. Poco tiene que ver el Felipe González que se entrevista con Gaddafi y Arafat, que tiene buenas relaciones con los polisarios, sostiene posiciones de protagonismo en la pacificación de Latinoamérica, y el que doblega casi personalmente la voluntad popular en la cuestión de la OTAN, expulsa a polisarios y libios y apoya las armas químicas, en una culminación del alineamiento con Washington. El impulso al protagonismo europeo que cabía esperar del Gobierno del PSOE, en el propio seno de la alianza con Estados Unidos, se ha desvanecido. Puede parecer paradoja que sea también este segundo Felipe González quien, a mitad de la carrera electoral, abra la discusión sobre el desmantelamiento de algunas bases y la disminución del contingente de tropas norteamericanas; pero esta negociación no se opone a los mismos intereses de Washington.
En resumen, ahora es más importante el lugar de España en el mundo, pero ello no se debe sólo a una elección soberana, como enseña la experiencia de pertenecer al bloque de defensa occidental y al grupo de intereses económicos a los que nos hallamos adscritos. El PSOE entró en el Gobierno con un alto nivel de indefinición en política exterior, que se llenaba con inercias del pasado y con nebulosas posibilidades, más retóricas que reales, sobre el papel de una España puente entre el mundo árabe y Occidente y entre Latinoamérica y Europa, e incluso como cuña de posiciones favorables a la paz y al desarme entre los dos bloques, a pesar de su alineación geoestratégica con Occidente desde el tratado de las bases de 1953. El dibujo que ha ido trazando el Gobierno socialista, lejos de ser original, como prometían los programas, responde fielmente a las necesidades de la realpolitik. Esta es una de las grandes lecciones de humildad o una de las caídas del caballo más espectaculares que ha protagonizado Felipe González.
Por lo demás, la reforma del servicio exterior sigue durmiendo el sueño de los justos. Con honrosas excepciones, que confirman la regla, el PSOE se ha distinguido por mantener un elenco de pésimos embajadores de España, en el que no han brillado ni los de carrera ni los políticos. Ese ha sido pasto abonado para el amiguismo de unos y otros, predio de nepotismos y compromisos personales, en el que agoniza el prestigio de nuestra diplomacia.
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