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Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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El orden de lo accesorio

Ya se han ido. Ya no están. La sucesión se ha abierto y aquí nadie: se decide a pasar de delfín a soberano, aunque como tontos, sí que se arriesgan a convertirse en mendigos después de haber sido príncipes. ¿No se deciden o no pueden? El caso es que la falta de esos maestros en los que siempre confiar nos lleva al centro más denso de nuestra diaria tragedia: o conformarse con la honradez o esperar sin esperanza, o probar el gusto justo, el sabor correcto de la buena lidia, o estar dispuesto a participar en la borrachera del genio.Para ello deberemos saber de antemano si vamos a conformar nos con adjetivos tales como valiente, honesto, esforzado, digno y hasta simpático -qué horror esos toreros que se ríen en la plaza y salpican de sonrisas impulsivas su discurrir por el ruedo-, o si, por contra, nada de esto nos sacará de nuestro intento por ir más allá.

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Decía Paquiro que muchas de las críticas que se hacen a las fiestas de toros lo son a lo accesorio a ellas, y por eso trató también de ello en su Tauromaquia. No habló, que yo recuerde, de las risas en el ruedo, pero no hubiera estado mal que dictara también la norma al respecto, que al valor, la ligereza, y un perfecto conocimiento de su profesión uniera el diestro un saber estar que, emanando de su condición superior respecto del que ve los toros desde la barrera, irradiara sobre lo que acontece desde ésta hasta los medios.

A partir de ese saber estar, muestra inequívoca de que también sabe quién es, el diestro podrá imponer ese orden de lo accesorio que en él se centra al fin y al cabo, y que confluyendo en su figura, como todas las miradas, como todos los afanes, se hace esencial. Si, comenzando por su propia hechura, se sabe vestir, se coloca bien el capote de paseo e inicia el paseíllo con el garbo justo, el tendido podrá decir ya desde el principio que ahí va un torero. Si, por el contrario, la figura crispada, el exceso de buen humor o lo retorcido del tipo caracterizan al que sale al ruedo, quien le vea anticipará los desastres de una fiesta que cuando pierde la compostura se convierte en otra cosa.

Qué sensación, por eso, la sufrida por tantos al oír que El Cordobés volvía. Retirados para siempre Manolo Vázquez y Antoñete, remisos aún a tomar el mando Esplá o Curro Vázquez, no nos faltaba más que semejante terremoto para acabar con nuestra escasa esperanza. No ya risas en el ruedo, sino presencia de compadres en el callejón, hijos naturales esperando el momento de saltar como espontáneos, nostálgicos de toda laya, panegiristas del Plan de Desarrollo. Y sobre todo, plaga de seguidores del fenómeno, maletillas a la conquista de Madrid, por Dio, señor presidente, déme una oportuniá... Tampoco se trata de defender a ultranza una elegancia que, por otra parte, no conoce cánones. Muchos toreros ignoran de lo que entendemos por cultura casi todo. Y otros, como Belmonte -ya lo recordaba Bergamín-, llevaban en el alma un espíritu celeste del que nada traslucía un porte más bien triste y de escasísima elegancia. Y ahí está la cuestión, en trascender, cuando la genialidad llega a tanto, limitaciones tales. También es verdad que don Pepe decía que el sevillano se llevó lo que de espiritual, invisible y profundo él mismo trajo. Pero no nos engañemos, con lo que hay habrá que conformarse y, por eso mismo, ni quedarse en la alharaca del reidor a porta gayola ni buscar a todo trance la pericia sin más de quien no habrá de marrar ni uno sólo de sus intentos.

Parece, en fin, que, hoy por hoy, más vale ser antipático, cobardón y frío, dejarse mecer en la desgana propia esperando el brillo repentino de una inspiración que sólo aparece una vez al año. Uno de los pocos espadas que lo ha hecho bien en este San Isidro es, cuando escribo estas líneas, Pepín Jiménez, un torero que sabe que para jugar a cómo se lidia un toro hay que ponerse serio. Quizá él se ponga también un algo envarado, un poquito tenso, pero debe de ser porque aún no acaba de verse a sí mismo, de saberse dominador siquiera cuando la ocasión lo requiere. Todo se andará.

Entre la alegría irresponsable y la profesionalidad a ultranza hay un espacio para el arte verdadero, ése que requiere de todos los condimentos de lo accesorio, pero que cuando se produce hace olvidar lo que no sea el milagro del instante. A eso seguimos esperando, aunque nos hayamos quedado huérfanos de padre.

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