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Templo de Debod

Amón, padre de los dioses del antiguo Egipto y señor del Nilo, ha sido el último extranjero incorporado al hospitalario panteón madrileño que acoge con generosidad a los huéspedes foráneos y les rinde culto a su manera.Pesados, marcados y numerados, los milenarios sillares del Templo de Debod viajaron en 1970 de las riberas del río sagrado a los alrededores del profano Manzanares, como regalo del Gobierno egipcio a los arqueólogos españoles que, al servicio de la Unesco, contribuyeron a salvar del encharcamiento de la presa de Assuán, las majestuosas huellas del esplendor faraónico.

Se trata de un templo modesto, inacabado y ya en ruinas en su primitivo asentamiento, según la breve descripción del viajero suizo E. V. Gonzenbach, que lo visitó a finales del pasado siglo. La obra data del siglo IV antes de Jesucristo y fue iniciada por el faraón Azbakeramón y terminada por restauradores del siglo XX que sustituyeron algunos de sus bloques destruidos y maquillaron las viejas piedras con afeites sintéticos. Hoy, el conjunto, rodeado de palmeras y bajo la luz del crepúsculo, proporciona una de las imágenes más pintorescas de una ciudad que oculta el cartón piedra de su escenario con la incomparable brillantez del ciclorama, horizonte habitado por una luminosidad no por tópica menos hermosa.

Sobre estos terrenos, que utilizó para su recreo el príncipe Pío de Saboya, se levantó en 1860 el cuartel de la Montaña, recio paralelogramo de granito y ladrillo con capacidad para albergar en su seno hasta 3.000 soldados de infantería; el edificio, de hermosas proporciones y severa arquitectura, fue tomado y destruido por el pueblo de Madrid, que sometió a su guarnición, involucrada en el alzamiento del 18 de julio. Las autoridades del felizmente periclitado régimen surgido de aquella fecha de oprobioso recuerdo, quisieron conmemorar la efemérides y rendir culto a los facciosos caídos en su defensa; y lo hicieron con un sencillo monumento cuartelero, una parodia de trinchera de pétreos sacos terreros sobre los que destaca la silueta mutilada de un esperpéntico ángel de tinieblas.

No era la primera vez que las arenas de la montaña del Príncipe se cubrían de sangre; en 1808 y en estos mismos lugares fusilaron los franceses a los sublevados del 2 de mayo y enterraron sus cuerpos, otro monumento cercano lo recuerda. El más expresivo homenaje a la paz está representado por los ancianos supervivientes de la última contienda, que utilizaban, y quizá utilizan todavía, estos jardines para jugar a la petanca, apasionante, deporte que a veces propicia el exaltamiento de sus provectos practicantes, enfrentados por una dudosa posición de la bola.

Superada la escalinata que bordea el monumento a la trinchera, aparece la gran explanada de Debod, oasis inesperado. Una humilde parodia del dignísimo Nilo rodea los pilones que restan del viejo muelle. Una apacible asamblea de fieles: niños y niñeras, jubilados, lectores de periódico, paseantes con y sin perro, y adoradores del Sol exponen a la benevolencia de Amón Ra lo que la decencia pública les permite exhibir de sus cuerpos, y se nutren con los rayos del dios ígneo. Junto a la plaza de España relucen las cobrizas cúpulas del convento de Santa Teresa, como minaretes de una mezquita, y hasta los rascacielos de la plaza de España juegan entre la contaminación y la calima a desdibujarse como espejismos de una ciudad, fantasma.

Irreales visiones de un Madrid oriental en las laderas del parque del Oeste, pastiche egipciaco que no pudieron contemplar los mamelucos de Murat, que en siniestra actitud posaron para los pinceles horrorizados de Goya.

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Nadie diría que en esta apacible meseta haya jugado la historia tan sangrientos avatares, pero los visitantes nocturnos del parque afirman haber visto perderse entre sus setos a los más auténticos espectros de Madrid. Bajo la luz de la Luna, el templo de Debod empalidece y recobra algo de su hermética magia, aunque nadie transite sus corredores secretos.

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