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Tribuna:CLANDESTINO EN CHILE / 9
Tribuna
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Ni mi madre me reconoce

En realidad había motivos de sobra para temer que la policía tuviera noticias de mi presencia en Chile, y de la clase de trabajo que estábamos haciendo. Llevábamos casi un mes en Santiago, los equipos habían sido visto! en público más de lo que convenía, habíamos hecho contacto con gentes muy diversas, y muchas personas sabían que era yo quien dirigía la película. Estaba tan familiarizado con mi nueva identidad, que se me olvidaba hablar en uruguayo, y en la vida real ya no me comportaba como un clandestino demasiado riguroso.Al principio, las reuniones se hacían en automóviles sin rumbo que solíamos cambiar cada cuatro o cinco cuadras, por toda la ciudad, y era un método tan complicado que a veces incurríamos en riesgos peores que los que tratábamos de evitar. Una noche, en efecto, descendí de un automóvil en la esquina de Providencia y Los Leones, donde debía recogerme cinco minutos después un Renault.12 de color azul, y con un cartón de la Sociedad Protectora de Animales en el parabrisas. Llegó tan puntual, tan Renault- 12 y tan azul brillante, que ni siquiera me fijé si llevaba el letrero, sino que subí en la parte posterior, donde iba una mujer bañada en joyas, de edad madura, pero todavía muy bella, con un perfume provocador y un abrigo de visón rosado que debía costar dos o tres veces más que el automóvil. Un ejemplar inconfundible, aunque no muy común, del barrio alto de Santiago. Al verme entrar se quedó con la boca abierta de espanto, pero yo me apresuré a calmarla con el santo y seña:

-¿Dónde puedo comprar un paraguas a esta hora?

El chófer de uniforme se volvió hacia mí y soltó un ladrido:

-Bájese, o llamo a la policía.

Me di cuenta con un golpe de vista que el cartón con el letrero no estaba en el parabrisas, y sentí en el estómago el dolor del ridículo. "Perdón", dije, "me equivoqué de automóvil". Pero ya la mujer había recobrado el ánimo. Me retuvo por el brazo, y apaciguó al chófer con una dulce voz de soprano. "¿Estarán abiertos todavía los almacenes París?", le preguntó.

El chófer pensaba que sí, de modo que ella se empecinó en llevarme para que comprara el paraguas. Además de bella era graciosa y cálida, y daban ganas de olvidarse por una noche de la represión, de la política, del arte, para quedarse con ella en aquel ámbito saturado de su intimidad. Me dejó en la puerta de los almacenes París, y todavía se excusó de no acompañarme a buscar el paraguas, porque llevaba casi media hora de retraso para recoger a su esposo y asistir al concierto de un pianista de fama mundial cuyo nombre he olvidado.

Eran los riesgos de la costumbre. Cada vez usábamos menos frases crípticas de identificación en los encuentros clandestinos. Nos hacíamos amigos de los emisarios desde el primer saludo, y no íbamos directos al asunto, sino que nos demorábamos comentando la situación política, hablábamos de novedades de cine y literatura, de amigos comunes a quienes yo quería ver a pesar de las advertencias que me habían hecho contra esa tentación. Tal vez para subrayar su inocencia, un emisario llegó a la cita con uno de sus niños, y éste me preguntó, atragantándose de emoción: "¿Tú eres el que está haciendo una película sobre Supermán?". Así empecé a entender que se pudiera vivir escondido en Chile, como tantos centenares de exiliados que habían vuelto de incógnito y vivían su vida cotidiana, sin la tensión que yo sentía al principio. Tanto, que de no haber sido por el compromiso de la película, que no era sólo con mi país y mis amigos, sino también conmigo mismo, habría cambiado de oficio y de medio social, y me habría quedado viviendo en, Santiago con mi cara de siempre.

Pero un mínimo de prudencia obligaba a actuar de otro modo, ante la sospecha de que la policía nos seguía los pasos. Todavía nos quedaba pendiente la filmación dentro del Palacio de la Moneda, cuya autorización sufría aplazamientos sucesivos e incomprensibles; nos quedaban pendientes las filmaciones de Puerto Montt y el Valle Central, y la posibilidad inimaginable de entrevistar al general Electric. Por otra parte, la filmación en el Valle Central quería hacerla yo mismo, por ser la región donde nací y viví hasta la adolescencia. Mi madre seguía viviendo allí, en la pobre aldea de Palmilla, pero me habían hecho la advertencia terminante de no tratar de verla en este viaje por razones primarias de seguridad.

Lo primero que hice fue reorganizar el trabajo de los equipos extranjeros, de modo que pudieran terminar con el mínimo de riesgos lo más pronto posible para volver de inmediato a sus países. Sólo los italianos permanecerían en Santiago, para acompañarnos en la filmación de la Moneda. El francés volvería a París tan pronto como se filmara la marcha del hambre, anunciada para los próximos días. El equipo holandés me esperaba en Puerto Montt, para filmar juntos hasta muy cerca del Círculo Polar, y abandonar después el país hacia Argentina por el paso fronterizo de Bariloche. En el momento en que salieran los tres equipos, el 80%. de la película estaría hecho, y el material a buen recaudo revelándose en Madrid. La Ely había estado cumpliendo una tarea tan eficaz, que cuando llegué a España encontré la película lista para el montaje.

Littín vino, filmó y se fue

Ante las circunstancias inciertas de aquellos días, lo más aconsejable parecía ser que Franquie y yo hiciéramos una salida falsa del país, para después entrar de nuevo con mayores precauciones. El viaje a Puerto Montt me daba una oportunidad preciosa, pues era tan fácil hacerlo por Argentina como por Chile. Así fue. Le pedí al equipo holandés que me esperara allí, cité a uno de los equipos chilenos para tres días después en el valle de Colchagua, al centro del país, y me fui con Franquie por avión a Buenos Aires. Pocas horas antes llamé a la revista Análisis, sin identificarme de antemano, y le concedí a la periodista Patricia Collier una extensa entrevista sobre mi paso clandestino por Santiago. Dos días después de mi salida, en efecto, la entrevista se publicó con mi foto en la portada y con un título que tenía una gotita de burla romana: Litán vino, filmó y se fue.

Para que todo fuera aún más realista, Clemencia Isaura nos llevó a Franquie y a mi al aeropuerto de Pudahuel, manejando su propio coche, y nos despidió con besos y lágrimas de buen teatro. Fue así como salimos de la manera más ostensible, pero vigilados de cerca por los servicios de seguridad de la resistencia, que darían la voz de alarma si fuéramos detenidos. Esto nos permitió saber, en primer término, que no estábamos fichados en el aeropuerto, y también nos permitió dejar un registro de salida para que, en caso de una investigación tardía, la policía creyera que habíamos abandonado el país.

En Buenos Aires me identifiqué con mi pasaporte legítimo, para no cometer un acto ilegal en un país amigo. Sin embargo, en el momento de presentarlo en la ventanilla de inmigración, me di cuenta de un problema imprevisto: la foto de mi documento auténtico, tomada. antes de mi transformación, se parecía muy poco a mí. Era difícil reconocerme con las' cejas depiladas, la calvicie más amplia, los lentes de aumento. Me habían advertido a tiempo, además, de que era tan difícil asumir una personalidad distinta como recuperar después la propia, pero cuando más necesitaba tenerlo en cuenta lo olvidé por completo. Por fortuna, el controlador de Buenos Aires no me miró a la cara, y así sobreviví al drama silencioso de no poder ser yo ni siquiera cuando en realidad lo era.

Franquie, desde Buenos Aires, debía coordinar con la Ely por teléfono muchos pormenores del trabajo restante, de acuerdo con mis instrucciones, y recoger un dinero que ella había enviado desde Madrid para los gastos finales. De modo que nos separamos allí para encontrarnos de nuevo en Santiago. Yo volé a Mendoza, siempre en territorio argentino, para hacer algunas tomas previstas de la cordillera chilena. Fue muy fácil, pues desde Mendoza se pasa a Chile por un túnel sin controles demasiado severos. Yo pasé a pie, solo y con una cámara ligera de 16 milímetros, hice del otro lado lo que tenía que hacer, y volví a salir. en un carro de la policía chilena, cuyo conductor se compadeció de un pobre periodista uruguayo que no tenía cómo regresar a Argentina.

De Mendoza seguí a Bariloche, otra localidad fronteriza más al Sur. Un barco decrépito abarrotado de turistas argentinos, uruguayos, brasileños y de chilenos que regresaban nos llevó desde allí hasta la frontera de Chile, a través de un paisaje polar deslumbrante, con inmensos precipicios de hielo y mares tormentosos. El último tramo hasta Puerto Montt fue en un transbordador de vidrios rotos por donde se metía con aullidos de lobo el viento polar, y no había dónde guarecerse del frío horroroso, ni nada que comer ni beber: ni un café, ni un vaso de vino, nada. Pero mis cálculos fueron correctos. Si mi salida de Chile había sido registrada por la policía del aeropuerto, a ésta no le era fácil imaginarse que había entrado de nuevo al día siguiente por un punto remoto a 1.000 kilómetros de Santiago.

Poco antes de llegar al puesto de control fronterizo, un empleado del barco recogió no menos de 300 pasaportes, que apenas fueron mirados por encima, deprisa y sin sellarlos. Salvo los chilenos, que fueron confrontados con la extensa lista de los exiliados que no podían entrar, y que estaba pegada en la pared frente a los ojos de los controladores. Para los otros, y yo entre ellos, el paso de la frontera transcurría sin tropiezos, hasta que dos oficiales, a los que no reconocí como carabineros chilenos por su atuendo polar, ordenaron abrir las maletas. Me di cuenta de que era una requisa meticulosa, pero no me preocupé, porque estaba seguro de no llevar nada que no correspondiera a mi falsa identidad. Sin embargo, cuando abrí mi maleta saltaron fuera y rodaron por el suelo las numerosas cajetillas vacías de cigarrillos Gitane, en muchas de las cuáles estaban escritas mis notas de filmación.

Yo había llegado al país con una buena provisión de Gitane para dos meses, y no me había atrevido a tirar las cajetillas, que son grandes, de cartón duro y demasiado notorias en Chile, por temor de dejar un rastro fácil para la policía. Las que desocupaba durante el trabajo las guardaba en el bolsillo, y luego las escondía por todas partes, con mayor razón si tenían notas de filmación. Hubo un momento en que aquello parecía una suerte de ilusionismo, pues tenía cajetillas vacías en todos los bolsillos de la ropa colgada en el ropero, debajo del colchón de la cama, en los bolsos de viaje, mientras se me ocurría una forma segura de deshacerme de ellas. Así caí en la angustia tantálica de los presos que cavan un túnel para escapar y no saben dónde esconder la tierra.

Cada vez que arreglaba la male

Mañana, último capítulo: Final fefiz con la ayuda de la portada.

Ni mi madre me reconoce

ta para cambiar de hotel, me preguntaba qué iba a hacer con tantas cajetillas vacías. Por último no se me ocurrió una solución más fácil que llevármelas en la maleta, pues si me sorprendían destruyéndolas podía parecer un acto más sospechoso que la verdad. Pensaba botarlas en Argentina, pero allí las cosas ocurrieron con tanta rapidez, que ni siquiera abrí la maleta. Hasta que tuve que hacerlo en la frontera del Sur, y vi con pavor el asombro y la desconfianza de los carabineros cuando me apresuré a recoger del suelo el reguero de cajetillas.-Están vacías

No me creyeron, por supuesto. Mientras el más joven se ocupaba de otros pasajeros, el mayor abrió las cajetillas una por una, las examinó al derecho y al revés, y trató de descifrar algunas de mis notas. Yo tuve entonces un relámpago de inspiración.

-Son versitos que se me ocurren a veces -dije.

Él siguió escudriñando en silencio, y al final me miró a la cara, para ver si descifraba por mi expresión el misterio insondable de las cajetillas vacías.

-Si quiere, quédese con ellas -le dije.

-¿Ya mí para qué me sirven?. -dijo él.

Entonces me ayudó a ponerlas otra vez en la maleta y atendió al pasajero siguiente. Yo quedé tan ofuscado, que no se me ocurrió tirar las cajetillas en la basura allí mismo, delante de los carabineros, sino que seguí arrastrándolas conmigo por el resto del viaje. De regreso a Madrid, no dejé que la Ely las destruyera. Me sentía tan ligado a ellas, que resolví guardarlas por el resto de mi vida, como una reliquia de tantas experiencias duras que la memoria pondría a hervir a fuego lento en. las cocinas de la nostalgia.

"Hágase una foto con el futuro del país",

En Puerto Mona me esperaba el equipo holandés. La filmación allí no fue sólo por la belleza de los paisajes indescriptibles, sino por la significación de aquella zona en nuestra historia reciente. Había sido el escenario de una lucha constante. Durante el Gobierno de Eduardo Frey hubo allí una represión tan brutal, que los últimos sectores progresistas se separaron del Gobierno. La izquierda democrática tomó conciencia de que no sólo su porvenir, sino el de todo el país, estaba en la unidad, y ése fue el principio de un proceso rápido e incontenible que culminó con la elección de Salvador Allende.

Terminada la filmación en Puerto Montt, y con ella todo el programa del Sur, el equipo holandés salió por Bariloche hacia Buenos Aires con una buena cantidad de material filmado, para dejárselo a la Ely en Madrid. Yo me fui solo a Talca en una buena noche de tren, en la que no ocurrió nada digno de recordar, a excepción de un pollo asado que regresó sano y salvo a la cocina, pues no me fue posible trinchar ;¡quiera su caparazón blindado. En Talca, alquilé un automóvil y me fui a San Fernando, en el corazón del. valle de Colchagua.

En la plaza de Armas no había un sitio, un árbol, una piedra de los muros que no me remitiera a la infancia. Más que todos, desde luego, el vetusto edifico del Liceo, donde hice mis primeras letras. Me senté en un escaño a tomar fotos que luego me sirvieran para la película. La plaza se iba llenando poco a poco con la algarabía de los niños que entraban en la escuela. Algunos posaban frente a la cámara, otros trataban de poner frente al objetivo la palma de la mano, una niña hizo un paso de baile. tan profesional, que le pedí repetirlo para tomar la foto con un fondo más adecuado; de pronto, varios niños se sentaron a mi lado, y me dijeron:

-Sáquese una foto con el futuro del país.

La frase me sorprendió, porque respondía a una que había anotado en alguna de tantas cajetillas de Gitane: Yo diría que es casi imposible encontrar a alguien en Chile que no tenga una idea del futuro. Sobre todo, los niños de una generación que no había conocido un país diferente, y sin embargo tenían ya una convicción propia de su destino.

Estaba acordado con el equipo chileno que nos encontraríamos a las once y media de la mañana en el puente de los Maquis. Llegué en punto por el lado derecho, y vi las cámaras instaladas en la orilla opuesta. Era una mañana limpia, perfumada por el vaho del tomillo en las frondas, y yo me sentía seguro y menos exiliado que nunca en mi tierra natal, pues me había quitado la corbata y el traje inglés de mi otro yo, y volví a ser yo mismo, con chamarra y pantalones de vaquero. La sombra de la barba de los dos días de viaje desde Buenos Aires, que yo había tenido el placer de no afeitarme, era un dato más de la identidad recuperada.

Cuando me di cuenta de que el camarógrafo me había visto a través del visor, descendí del automóvil, atravesé el puente muy despacio para darle tiempo de filmarme, y luego saludé a todos, uno por uno, estimulado por su entusiasmo y su madurez precóz. Eran de edades inverosímiles: 15, 17, 19 años. A Ricardo, el mayor, que dirigía el equipo y tenía 21, los otros le llamaban El Viejo. Nada me alentó tanto en esos días como haberme ganado su complicidad.

Allí mismo, sobre la baranda del puente, hicimos el programa de filmación, y lo iniciamos de inmediato. Debo reconocer que mis motivos de ese día se apartaban un poco del propósito inicial, y más bien iban a rastras de los recuerdos de mi niñez. Por eso comencé con las imágenes de aquel puente de mis nostalgias, donde una partida de primas alborotadas me empujaron al agua, a los 12 año, para que aprendiera a nadar a la fuerza.

Pero en el curso de la jornada, la razón original del viaje volvió a imponerse. El valle de San Fernando es una vasta zona agrícola en la cual, durante el Gobierno de Unidad Popular, los campesinos reducidos a la condición secular de siervos se convirtieron por primera vez en sujetos de derecho. Antes fue una fortaleza de la oligarquía feudal, que decidía las elecciones con los votos cautivos de sus vasallos. Durante el Gobierno demócrata cristiano de Eduardo Frei, se organizó allí la primera huelga campesina en grande, con la participación de Salvador Allende en persona. Después fue él, ya en el Gobierno, quien despojó de sus privilegios desmedidos a los señores de la tierra y organizó a los campesinos en comunidades activas y solidarias. Ahora, como un símbolo del retroceso, en el Valle Central está la casa de verano de Pinochet.

No podía irme del lugar sin llevarme la imagen de la estatua de don Nicolás Palacio, autor de La raza chilena, un libro insólito en el que se plantea que los chilenos auténticos, anteriores a las grandes emigraciones -la vasca, la italiana, la árabe, la francesa, la alemana-, son descendientes directos de los helenos de la Grecia clásica y están, por tanto, determinados y señalados por el destino para ser la fuerza hegemónica de América Latina, y para mostrar el camino de la verdad y la salvación del mundo. Yo nací muy cerca de allí, y durante toda la infancia me acostumbré a ver la estatua varias veces al día cuando pasaba para la escuela, pero nadie supo explicarme nunca de quién era. Pinochet, admirador máximo de don Nicolás Palacio, lo ha`rescatado ahora de su.limbo histórico con otro monumento erigido en el corazón de Santiago.

Terminamos la jornada al anochecher, apenas con tiempo para recorrer los 140 kilómetros y llegar a Santiago antes del toque de queda. El equipo, menos Ricardo, se fue en línea recta. Ricardo se quedó conmigo al volante del automóvil, e hicimos un largo rodeo hasta el mar, señalando los sitios para filmar al día siguiente, y tan embebidos en nuestro trabajo que pasamos cuatro controles policiales sin el menor sobresalto. Después del primero, sin embargo, tuve la precaución de quitarme mi ropa informal de Miguel Littín, director de cine, y volví a ponerme mi identidad de uruguayo. No nos dimos cuenta en qué momento fueron las doce de la noche. Lo descubrimos de pronto -media hora después del toque de queda-, y vivimos un instante de zozobra. Entonces le dije a Ricardo que se salicira de la carretera principal, y nos rnetimos por un sendero de tierra que yo recordaba como si lo hubiera recorrido ayer, y le dije que doblara a la izquierda, que pasara el puente, que doblara a la derecha por un callejón invisible donde se oía el rumor de los animales despiertos en la oscuridad, que apagara las luces y siguiera por un sendero sin asfalto, de curvas profundas y descensos abruptos, y al. final del laberinto atravesamos una aldea dormida cuyos perros alborotados alborotaron a todos los animales en los patios, y al otro lado de la aldea nos detuvimos frente a la casa de mi madre.

Ricardo no creyó, ni cree todavía, que aquello no fuera un plan premeditado. Juro que no lo fue. La verdad es que cuando comprendí que estábamos violando el toque de queda lo único que se me ocurrió fue escondemos en un atajo hasta el amanecer, pues aún faltaban cuatro controles de carabineros antes de Santiago. Sólo cuando abandonamos la carretera reconocí el camino de tierra de mi infancia, los ladridos de los perros al otro lado del puente, el olor de ceniza de las cocinas apagadas, y no pude reprimir el impulso irreflexivo de darle la sorpresa a mi madre.

"Debes ser un amigo de mis hijos"

La aldea de Palmilla, con sus 400 habitantes, sigue siendo igual a cuando yo era niño. Mi abuelo paterno -un palestino nacido en Beith Sagur- y mi abuelo materno -el griego Cristos Cocumides- llegaron entre los primeros de una oleada migratoria que se instaló desde principios de siglo alrededor de la estación del ferrocarril. La única importancia que tenía Palmilla en aquel tiempo era que allí terminaba la línea del tren que ahora comunica a Santiago con la costa. De modo que allí transbordaban los pasajeros y se descargaban los productos que venían del mar o iban para el mar, y esto había fomentado un comercio de paso que le infundió al lugar una prosperidad momentánea. Después, cuando se prolongó el ferrocarril hasta el mar, la estación se mantuvo como una parada obligatoria para echarle agua a las locomotoras durante 10 minutos que muchas veces se prolongaban hasta un día entero, y los trenes pasaban pitando por la casa de Matilde -mi abuela árabe- para anunciar la llegada. Pero la aldea no fue nunca nada más de lo que es ahora: una calle larga con algunas casas dispersas y un camino con menos casas que la calle. Más abajo hay un lugar que se llama La Calera, famosa porque cada familia fabrica un vino excelente que le dan a probar a todo el que pasa, para que diga cuál es el mejor. Fue así como La Calera se convirtió en una época en el paraíso de los borrachos de todo el país.

Matilde llevó a Palmilla las primeras revistas ilustradas, por las cuales tuvo siempre una afición insaciable, y prestaba el huerto de enfrente para los circos, los teatros ambulantes y los titiriteros. Fue allí donde se proyectaban también las pocas películas que pasaban de cuando en cuando por aquellos andurriales, y donde se me reveló la vocación desde que vi la primera, a los cinco años, sentado en las rodillas de la abuela. Era Genoveva de Bravante, y el recuerdo que conservo de ella es más bien de pavor, pues habían de pasar muchos años antes de que entendiera cómo era que galopaban los caballos y se asomaban aquellas caras enormes en una sábana en médio de los árboles.

La casa donde llegamos Ricardo y yo aquella noche era la del abuelo griego, donde ahora vive mi madre, Cristina Cucumides, y donde viví hasta la adolescencia. Fue construida en el año cero, y conserva aún el estilo tradicional del campo chileno, con corredores largos, pasadizos sombríos, habitaciones laberínticas, cocinas enormes, y más allá el establo y los potreros. El lugar donde está se llama Loa Naranjos, y se siente de veras un olor inmóvil de naranjas agrias, y hay una fronda de bugambilias y toda clase de flores luminosas.

La emoción de encontrarme allí fue tan intensa, que me bajé del carro antes de que frenara. Entré por los pasillo desiertos, crucé el patio en tinieblas, y el único que salió a recibirme fue un perro bobalicón que se me enredó entre las piernas, pero seguí caminando sin percibir el menor vestigio humano. A cada paso rescataba un recuerdo, una hora de la tarde, un olor olvidado. Al final de un largo pasillo me asomé a la puerta de la sala alumbrada apenas por una luz pálida, y allí estaba mi madre.

Pasa a la página 34

Ni mi madre me reconoce

Viene de la página 33Fue una visión extraña. La sala es muy grande, de techos altos y paredes lisas, y no había más muebles que un sillón donde estaba sentada mi madre, de espaldas a la puerta y con un brasero a su lado, y otro sillón igual donde estaba sentado su hermano, mi tío Pablo. Permanecían en silencio, ambos mirando un mismo punto con la candidez complacida con que hubieran mirado la televisión, pero en realidad no miraban nada más que la pared desnuda. Caminé hacia ellos sin tratar de no hacer ruido, y en vista de que no se movían, dije:

-Bueno, pero aquí no saluda nadie, caray.

Entonces mi madre se levantó.

-Debes ser un amigo de mis hijos -dijo-. Te doy un abrazo.

El tío Pablo no me veía delde que me fui de Chile 12 años antes, y no se movió siquiera en el sillón. Mi madre me había visto en septiembre del año anterior en Madrid, pero aún cuando se levantó para abrazarme seguía sin reconocerme. Así que la agarré, por los brazos y la sacudí tratando de sacarla del estupor.

-Pero mírame bien, Cristina -le dije, mirándola a los ejos-, soy yo.

Ella volvió a mirarme con otros ojos, pero no pudo identificarme.

-No -dijo-, no sé quién eres.

-Pero cómo no vas a conocerme -dije, muerto de risa-. Soy tu hijo Miguel.

Entonces volvió a mirarme y el rostro se le descompuso con una palidez mortal.

-Ay -dijo-, voy a desmayarme.

Tuve que sostenerla para que no se cayera, mientras el tío Pablo se incorporaba en el mismo estado de conmoción.

-Esto es lo último que esperaba ver -dijo-, ya puedo morirme en paz ahora mismo.

Me precipité a abrazarlo. Parecía un pajarito, con la cabeza muy blanca y envuelto en una manta de viejo, a pesar de que sólo es mayor que yo cinco años. Se casé y se separé una vez, y desde entonces se fue a vivir en casa: de mi madre. Siempre fue. muy solitario y ya parecía viejo desde niño.

-No joda tío -le dije-, no me vaya a hacer la huevada de morirse ahora. Traiga una botella de, vino para celebrar el regreso.

Mi. madre nos interrumpió, como.siempre, con una revelación sobrenatural.

-Yo tengo listo el mastul -dijo.

No lo creí hasta que no lo vi en la cocina. Y no era para menos. El mastul sólo se prepara en las casas griegas para celebrar las grandes ocasiones, pues su elaboración es muy dispendiosa. Es un guiso de cordero, con garbanzos y bolitas de sémola, semejante al cuscús árabe, y era el primero que mi madre preparaba aquel añó sin ningún motivo. Por pura inspiración. Ricardo comió con nosotros y luego se retiró a dormir, sin duda para dejarnos en completa intimidad. Poco después se retiró mi tío, y mi madre y yo seguimos conversando hasta el amanecer. Siempre hemos hablado mucho ella y yo, mas bien como amigos, porque nuestras edades no son muy diferentes. Se casé con mi padre a los 16 años y me tuvo un año después, de modo que recuerdo muy bien cómo era cuando tenía 20 años, muy bonita y tierna, y jugaba conmigo como si yo no fuera un hijo, sino una más de sus muñecas de trapo.

Estaba radiante con mi regreso, pero un poco descorazonada con mi nuevo modo de vestir, pues siempre le gustó verme con mis atuendos de estibador. "Pareces un cura", me dijo. No le revelé la razón del cambio, ni las condiciones y el motivo de mi entrada en Chile, que ella suponía legal. Preferí mantenerla al margen de mi aventura, para no inquietarla, desde luego, pero sobre todo para no comprometerla.

Antes de que empezara a clarear me llevó de la mano a través del patio sin decirme para qué, alumbrándose con una vela en su palmatoria como en las novelas de Dickens, y me dio la gran sorpresa del viaje. En el fondo del patio estaba el estudio que yo tenía en mi casa de Santiago cuando escapé al exilio, tal como lo dejé, y con todo lo que tenía dentro.

Después que los militares allanaron la casa por última vez y tuve que irme para México con la Ely y los niños, mi madre contrató un arquitecto amigo que desarmó el estudio tabla por tabla, y lo reconstruyó idéntico en la vieja casa familiar de Palmilla. Adentro era como si no me hubiera ido nunca. En el mismo lugar en que yo los había dejado, aun en el mismo desorden, estaban mis papeles de toda la vida, obras juveniles de teatro, proyectos de guiones, esquemas de escenarios. El aire tenía el mismo color, el mismo olor, y hasta pensé que era la misma fecha y la misma hora en que había visto el estudio por última vez. Me sacudió un estremecimiento muy hondo, porque en aquel instante no pude precisar si mi madre había hecho aquella reconstrucción meticulosa para que yo no extrañara mi casa de antes si alguna vez regresaba, o para recordarme mejor si me moría en el exilio.

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