Un maestro

Antonio González fue uno de los primeros españoles que se atrevió a dimitir, por motivos políticos, en tiempos de la dictadura. Había llegado al poder a tecnocracia del Opus, había sido defenestrado su maestro Lora Tamayo del cargo de ministro de Educación y Ciencia y a él se le hizo insostenible proseguir en su puesto de rector de la universidad de La Laguna. La declaración pública de que Antonio González dimitía cayó como una bomba en el Consejo de Ministros franquista, que se apresuró a destituirle, como era lógico. Antonio González respiró hondo: él era rector por su relación amistosa, personal, con Lora Tamayo; no tenía ninguna vinculación con aquel régimen que despreciaba lo que para él siempre fue más preciado, la libertad. En nombre de esa pasión suya por ser libre fue nombrado senador real cuando renació la democracia. Una anécdota ilustra su carácter de tinerfeño humilde al que le gustaría ser transparente, pasar inadvertido: cuando le llamó Juan Carlos I para comunicarle la designación, el profesor González estuvo a punto de colgar porque ese día no estaba para bromas.
Con ese espíritu gobernó la universidad de La Laguna en aquellos años difíciles en que tuvo que mantener a flote una institución acosada. Su vocación, sin embargo, estaba a algunos pasos del rectorado, en los laboratorios y en el instituto que él creó y potenció hasta niveles que no siempre le han sido reconocidos. Con la paciencia del maestro, reunió en su torno a jóvenes investigadores canarios, abrió las puertas de aquel centro al mundo científico extranjero y llegó a ser un ejemplo de lo que muchas veces pasa: en sus islas se le apreciaba, en el resto de España se le reconocía y en el mundo se le necesitaba. La fama, en realidad, le vino del extranjero. Su aire siempre fue generoso, y su capacidad de trabajo, propia de su alto grado de responsabilidad social. El ambiente del instituto que él fabricó era consecuencia de esos rasgos: quizá ha sido el lugar de trabajo más anglosajón de la Universidad española. A veces le negaron el pan y la sal. A este paisano del enciclopedista Viera y Clavijo nunca le pudieron negar, sin embargo, el orgullo de la soledad del investigador de fondo.
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