La izquierda: ¿de parte de quién?
Querido L.:Tu llamada telefónica del otro día me dejó juntamente agradecido e inquieto. Agradecido, porque aún creas que mi opinión puede orientarte en la búsqueda -junto con otros amigos de consideración y aprecio- de un nuevo perfil para la opción política de izquierdas que consideras indispensable tiras la catarsis política del pasado referéndum; inquieto, porque preveo que voy a poder resultarte de bien poca utilidad. Me preguntabas acerca de qué requisitos señalaría yo hoy corno definitorios para una alternativa de izquierdas que fuese a la vez auténtica y factible. Varias cautelas se me ocurren ante tu pregunta. Primera de todas, que yo no sabría hablarte de la izquierda, en términos absolutos, porque ya me he convencido de que bajo esa palabra pueda ocultarse casi cualquier cosa, de lo atroz a lo banal, por lo que sólo soy capaz de referirme a mi izquierda, una suerte de ideal práctico que me solicita y al que tiendo, pero al, cual ni siquiera yo estoy seguro de pertenecer : más bien es él, quien me pertenece a mí... A mayor abundamiento, mi izquierda sólo la entiendo como algo adecuado para el momento presente y el país en que vivimos, no como paradigma universal y eternamente válido.
En cuanto a los requisitos solicitados, el primero y principal lo declaro ya de antemano inalcanzable: otros políticos. Francamente, con las caras que se ofrecen para liderar in pectore la alternativa de izquierdas -y ya ves que hablo de las caras y no los caras, pues no quiero incurrir en prejuicio- no acierto a ver qué alternativa puede darse. Si tales novilleros van a recibir la alternativa, más vale suspender la feria. Cierto que los del escalafón establecido no son mucho mejores, a estas alturas ya resulta inocultable, pero recuerda que hablamos de alternativas y no de cambio de parejas en el baile de capitanía. Aunque, como tú mismo me dices, "debe de haber gente". Eso es, debe haberla, y el debe no se refiere tanto a la probabilidad estadística como a una reclamación desesperada de la esperanza. Por algunas señales deberemos reconocerlos. De modo que los dos únicos requisitos que voy a proponerte -y aun éstos, un poco a modo de juego y no de preceptiva- han de servir más para definir a los políticos en quienes habremos razonablemente de confiar que para caracterizar ninguna nueva panacea ideológica. Y digo que estas sefías han de ser dos: quiero que mi izquierda sea política y sincera.
a) Que sea política: rechácense, pues, con vigorosa desconfianza las propuestas barnizadas de ética o de utopía. Desde luego, creo que la ética se ocupa de la legitimación final de las acciones humanas, e incluso soy capaz de un -moderadísimo- movimiento de simpatía hacia ciertas formas del impulso utópico, tales como las que Ernst Bloch nos describe en sus mejores momentos. Pero actualmente reclamarse públicamente de la ética viene a ser solicitar el reconocimiento de una integridad personal y una insobornable buena intención allí precisamente donde lo que cuentan son los resultados: y, francamente, yo no quiero que los políticos me aseguren que son buenos, sino que me demuestren que son buenos políticos. La reivindicación del reino de los fines se convierte en cómplice -por impotencia o hipocresía- de la efectiva instramentalización total. De la utopía, para qué hablar: es patente de corso de la ineficacia, la inanidad y hasta del proyecto totalitario. Lo peor en ambos casos es la tendencia a desdeñar o pervertir los valores propios de la racionalidad política. Por lo visto, si se dejan de lado los principios morales y las ensoñaciones utópicas ya no hay razón política válida para preferir una sociedad justa a un consorcio de explotadores, ni hay argumentos políticos contra el militarismo, ni contra la tortura, ni contra las prosopopeyas patrióticas, ni contra la tenebrosidad terrorista. Si no es por respeto al imperativo categórico, ¿qué motivos inteligibles pueden aducirse a la lucha contra el paro y contra el hambre o al intento de una reforma profunda del sistema represivo, en sus vertientes judiciales, policiales y penitenciarias? Si uno no pertenece a la cofradía de Santo Tomás Moro, ¿a santo de qué buscar un nuevo concepto del trabajo no meramente productivo o negarse a la lógica aniquiladora del ajedrez nuclear? Quienes se llenan la boca de ética y utopía aceptan sin rechistar el interesado sofisma de que_el mejor político es el maniobrero sin escrúpulos, que no sabe sino reproducir lo mismo que ya hay con métodos de ganzúa y cachiporra; también aceptan, por lo visto, que el realismo político no es aspirar al inteligente cumplimiento de lo posible, sino apresurarse a decretar sin remedio la inevitabilidad de lo probable. Pues bien, me niego a aceptar que en el terreno del Gobierno no haya más remedio que, ser un desaprensivo o un iluminado. Quiero una izquierda política y políticamente razonada, gestionada, y dirigida. Lo demás son sucedáneos de la misa de los domingos o del derecho al pataleo, cuando no fumisterías hipócritas para evitar la mordacidad crítica.
b) Que sea sincera: por tanto, que reconozca sus preferencias relativas y sus rechazos absolutos. No es lo mismo comprender por qué se produce cierto fenómeino que justificarlo o hasta entusiasmarse ante él: comprendo que un palestino criado en un campo de concentración pueda ser inducido a poner una bomba en un avión de pasajeros o que el país más poderoso del mundo intervenga militarmente contra una nación menor que contraríe sus intereses, pero no acepto corno inevitables ni mucho menos legítimos ante la razón política ninguno de ambos procedimientos. Comprendo las raíces traumáticas del independentismo vasco y comprendo que ETA no quiera renunciar a su protagonismo militar en él, pero no por ello se me ocurre considerar esta situación bélica como una cruzada de liberación. Francamente, si el remedio contra las insuficiencias de la socialdemocracia va a ser uno u otro tipo de leninismo, virgencilta mía, que me quede como estaba... La izquierda, que ve tan claros los males de la democracia parlamentaria como para sobreentender que cualquier camino es bueno para erradicarlos o que deja traslucir que tenemos, mucho que aprender de las revoluciones a lo soviético- _aunque sea insinuando ciertas correcciones- no me interesa lo más mínimo, y no me interesa precisamente por estrictas razones políticas de izquierda. Aspiro a una izquierda cuya sinceridad le lleve a denunciar la falta de libertades fundamentales en el mundo árabe, al menos con tanta energía como condena justificadamente la intervención americana en Libia; una izquierda dispuesta a apoyar lo mejor de la revolución nicaragüense contra la agresión imperialista sin cerrar los ojos ante los atropellos y corrupciones del sandinismo; una izquierda curada de violentos populismos a lo Fanon, que se empeñe en remediar las desigualdades insoportables brotadas de la industrialización salvaje del mundo y no en aumentar viciosamente el caos en espera de la llegada improbable e indeseable del ángel exterminador que liquidará a los primogénitos.
Ya ves que aún creo que la posibilidad de una izquierda, es decir, en motivaciones a la vez razonadas y colectivas de acción política. Rechazo por igual la desesperación del terror que ya no confía más que en la fuerza (la cual no deja de ser bruta por sofisticados que sean sus medios) y el ensimismamiento banal en lo privado propio de una posmodemidad más o menos telemática para laique Karl Otto Apel encontró la mención etimológica justa: "La privacidad radical de la motivación del comportamiento, es decir, la idiotez en el sentido griego de la palabra, sólo puede producirse con la pérdida total de la competencia comunicativa". Me dirás que, puestas así las cosas y mis recelos, pocas posibilidades tengo de formar grupo: pero es que, francamente, querido amigo, a estas alturas ya no tengo prisa en llegar a ser muchos...
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