De la prohibición al silencio
Hacia ya exactamente un cuarto de siglo que Jean Genet guardaba silencio, literariamente hablando. Su última obra, polémica y brutal como todas las suyas, pero lujosa y deslumbradora también, fue esa pieza que hizo furor en 1961, en las postrimerías de la guerra de Argelia, Los biombos. Ahora el silencio ha recaído definitivamente sobre una de las obras más insólitas, personales y malditas de la literatura contemporánea. Otros acontecimientos y vivencias reclamaron su atención: la lucha de los argelinos, en primer lugar, pero también después la de los negros americanos, la de los terroristas alemanes, para desembocar finalmente en la de los palestinos por poseer una patria. Cuando Genet, hijo de la asistencia pública, homosexual, ladrón y presidiario, empezó a escribir, allá a mediados de los años cuarenta, lo hizo como poeta. Su poesía -El condenado a muerte, Un canto de amor, Marcha fúnebre- era de una perfección clásica, formalmente perfecta, barroca y brillante, donde chisporroteaba un extraño, marginal y heterodoxo genio verbal indiscutible. Algunos escritores ya famosos, como Jean Cocteau, Georges Bataille y final mente Jean Paul Sartre recogieron sus textos, solicitaron clemencia, y combatieron para devolverle la libertad perdida. Aquellos textos empezaron por ser prohibidos, circularon bajo manga en ediciones cortas y clandestinas que hoy hacen las delicias de los bibliófilos. La sociedad establecida, que además restañaba las terribles heridas de la segunda guerra mundial, no admitía de buenas a primeras la presencia de un artista delincuente, o, más aún, de un delincuente dominador de un arte asombroso cuyo tema era precisamente el delito y la heterodoxia.
Feroz
Sartre le llamó San Genet, comediante y mártir, en un grueso volumen de 600 páginas, que en principio iba a ser un prólogo a la edición de obras completas del escritor, pero que se convirtió en un grueso libro dentro ya de la bibliografía del filósofo. Las prohibiciones iban siendo inexorablemente rotas unas detrás de otras, dada la fuerza, la potencia y la densidad de aquella literatura asombrosa. Después llegaron las novelas, donde se ampliaba ya el mundo inicial, y aparecía ese microcosmos marginal, maldito, feroz, donde se acumulaban prostitutas, asesinos, homosexuales, negros, en narraciones y relatos que constituían lentos y majestuosos ritos barrocos repletos de sangre, sexo, semen y una rebeldía y amor a la marginalidad verdaderamente explosivas. Novelas que se fueron publicando primero a trozos, en revistas más o menos minoritarias, pero que acabaron inexorablemente en los grandes catálogos de Gallimard. Tras Nuestra Señora de las Flores -de ésta extraería Lindsay Kempf su magistral espectáculo Flowers-, Milagro de la rosa y Querelle de Brest, aparecería su último relato que en realidad era un ajuste de cuentas consigo mismo: el Diario de un ladrón.
Luego vino la batalla del teatro, de la que hemos visto en España una mínima parte -Las criadas es su texto más conocido entre nuestros espectadores, pero habría que hablar de Severa vigilancia, El balcón o Los negros, aparte de la ya citada, Los biombos- a través de lo cual se hizo patente el final del camino maldito y marginal de este gran escritor: la política. Una política a la que acaso llegó por amor, pero ¿acaso no fue el amor, ese amor distinto, perverso, herético y terrible, el que animó toda su obra literaria? La obra de Jean Genet es como un enorme y magistral rito amoroso, a través del cual el arte literario desemboca en la maldición, en la rebeldía, en la valoracíón de lo marginal como centro inexcusable de nuestra época. Luego vino el silencio de un cuarto de siglo, pues esta obra magistral y que no tiene ninguna otra parecida en las letras universales nos vino de la prohibición para desembocar en el silencio. Las palabras que surgieron, en medio de este camino y en alguno de sus momentos, ya no morirán jamás.
Babelia
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