Prehistoria de Sherlock
El secreto de la pirámide
Director: Barry Levinson. Guión:
Chris Columbus. Fotografia: Stephen Goldblatt. Música: Bruce
Broughton. Producción: Mark Johnson, para Amblin Entertainment y Steven
Spielberg. Norteameriicana, 1986. Intérpretes: Nicholas Rowe, Alan Cox, Sophie Ward, Anthony Higgins, Susan Fleetwood, Freddie Jones,
Nigel Stock. Estreno en Madrid: cines Bulevar, Narváez.
El secreto de la pirámide -como casi todas las películas de la ola que firma como productor Steven Spielberg, que se limita probablemente a dar unas cuantas ideas, supervisar el asunto, poner el dedo de convertir el celuloide en oro y dar a quienes hacen la película el número de su cuenta corriente- está cortada por el mismo patrón que media docena de filmes taquilleros norteamericanos estrenados en los últimos meses. Es parte de una epidemia: la epidemia, con ribetes de peste, Spielberg.El patrón igualitario y adocenado de estos filmes parásitos depende de una misma argucia repetida una y otra vez: un hallazgo argumental que permita desarrollar un guión entretenido y bien construido, mezcla de aventura de trepidación y de aventura de efectos plásticos, que recuerde con colorines, decorados y trucos algo más afinados y espectaculares que los de antaño, a viejas películas de viejos géneros. El secreto de la pirámide sigue al pie de la letra este patrón epidémico que ya comienza a agotarse y a fatigar incluso a sus propios autores.
Hipótesis detectivesca
En el caso de esta película lo más original es el hallazgo argumental, en verdad muy curioso. Hipótesis: los dos grandes personajes de Arthur Conan Doyle, el legendario detective victoriano Sherlock Holinnes y su flemático ayudante el doctor John Watson, en vez de encontrarse por primera vez siendo ya adultos, como imaginó su creador, se conocieron en realidad mucho antes, en un colegio británico de alta clase social donde, todavía en edad adolescente, fueron protagonistas de una aventura detectivesca a imagen y semejanza de las universalmente conocidas a través de la literatura y el cine.
Descubierto el filón, un hábil equipo de guionistas y productores desarrolló la idea y de ella extrajo una película que sintetiza las clásicas intrigas de Conan Doyle, el nuevo estilo espectacularista -que permite atrapar la complicidad del público joven- creado por la serie de Indiana Jones, que a su vez es deudor de las grandes series de aventuras exóticas del Hollywood de los años treinta, y todo ello adobado con la iconografía de la infinidad de películas realizadas sobre historias de Sherlock Holmes, jugando con ellas abiertamente a atrapar la complicidad del público adulto. De esta manera, tanto jóvenes como maduros quedan servidos, sin que en realidad se les haya dado nada nuevo.
La fórmula -Sherlock, más Indiana, más Goonies, más sucedáneos- es seguida en El secreto de la pirámide al pie de la letra, y el resultado es de ordenador: el que se esperaba sin apenas margen de error. El cálculo supera a la inventiva en esta serie de arquetípicos productos, lo que los hace un poco tediosos por su falta de riesgo.
De ahí que la visión del filme se atenga milimétricamente a lo que uno esperaba de él: el efecto sorpresa es neutralizado por el de ratificación.
El filme divierte, se sigue atentamente, sin estridencias ni necesidad de algún ¡oh! admirativo. Pero una vez visto se olvida para siempre. Nadie se arrepentirá de acudir al cine para verlo ni nadie saldrá del cine, una vez visto, con la sensación de haber visto realmente algo. Es un montaje sobre un bien arnañado e hilvanado conjunto de nadas, o, si se quiere, de naderías.
Babelia
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