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LA GRAN NOCHE DE HOLLYWOOD

Paul Newman, sabio y profesional

Ángel S. Harguindey

Quizá lo más sorprendente de la celebración de los oscars de este año sea el haberle concedido uno especial a Paul Newman, y no tanto porque no se lo merezca como por la trayectoria geriátrica de los premios especiales.La mayor parte de los mismos se ha concedido casi a título póstumo y para premiar el conjunto de una vida. Newman, salvo que los allegados sepan otras noticias, parece gozar de buena salud y sus años, 61 ó 62, no indican un final próximo. Cabe también la posibilidad de que el premio sea fruto de una mala conciencia colectiva, la de los miembros de la Academia, a quienes no parece afectar la constancia en las nominaciones. Seis candidaturas sin haberlo conseguido jamás, puede ser un revulsivo moral de primer orden. No parece Hollywood, en cualquier caso, lugar propicio para los remordimientos de conciencia y, sin embargo, Newman debe su oscar a motivaciones, cuando menos, curiosas.

Las enciclopedias al uso difieren en el año del nacimiento de la estrella. Dudan entre 1924 y 1925, pero todas coinciden en que, tras su brillante y fugaz paso por Broadway (Picnic y The desperate hours, en 1953), Hollywood ficha a un joven actor, formado en el ya mítico Actor's Studio, con gestos violentos, mirada arrolladora y un semblante radicalmente distinto al del galán tradicional.

En alguna medida, su cara venía a sumarse a las de Brando y Clift, entre otros, rostros en los que la perfección plástica deja paso al talento interpretativo, o, dicho con otras palabras, en las que la belleza surge como reflejo de unos sentimientos y no de unas proporciones.

La fuerza interpretativa del novel actor, su rigor, profesionalidad y el paso de los años, convirtieron a aquel joven con aspecto de rebelde urbano en uno de los pilares de la cinematografía, en su doble condición de actor y director. Quizá su único defecto haya sido el de la escrupulosa fidelidad a Joan Woodward, admirada y odiada indistintamente por buena parte de la población mundial.

Cuentan quienes le conocen que Newman es un maniático de la higiene y el deporte. Se conocen sus aficiones a las carreras de coches, se conocen menos las tres o cuatro duchas diarias que se da cuando rueda, las saunas y toda la parafernalia tan querida por los actores de Malibú, capaces de hacer footing y flexiones con la constancia y cotidianeidad de los espartanos. Desde El cáliz de plata, rodada en 1954 y de la que habla pestes, hasta Veredicto final, en 1982, la carrera de Newman ha tenido cotas tan absolutamente geniales como las de Eddie Felson en esa espléndida película de Robert Rossen, El buscavidas; El juez de la horca, de Huston; Hud; La leyenda del indomable; la perfecta interpretación de Harper, investigador privado; El hombre de Mackintosh; El golpe, Dos hombres y un destino, hasta llegar al abogado borracho de Veredicto final, y todo ello sin contar las adaptaciones cinematográficas de Tennessee Williams, por ejemplo, o su trabajo con Hitchcock en, Cortina rasgada. Son muchos títulos, muchos y buenos momentos en la oscuridad de la sala para pretender premiarlos con una simple estatuilla.

La labor de Newman como director es también encomiable, y sobre todas sus películas la espléndida El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas, con la omnipresente: Joan Woodward. Newman, como Redford, Reynolds, Eastwood y Beatty pertenece a esa casta elegida en la que no sólo son guapos y ricos, sino que, además, demuestran su inteligencia, su habilidad para mantenerse en la brecha durante años y años.

Una jungla tan agresiva como la del celuloide no ha conseguido acabar con este grupo de brillantes supervivientes. Entre todos destaca por edad y sabiduría Paul Newman. Esa sería la única explicación digna y generosa para justificar cualquier premio.

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