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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un sueño mágico

Leí por primera vez El despertar de la primavera hace 12 años, en la traducción francesa de François Regnault. La traducción de Regnault iba precedida de un texto de Lacan, y al final del mismo el editor había insertado unos fragmentos de la charla que en tomo a El despertar... mantuvo en febrero de 1907, unos meses después del estreno de la obra de Wedekind, la Sociedad Psicoanalítica de Viena, sociedad que solía reunirse en el domicilio vienés de Sigmund Freud, bajo la presidencia de éste.Así pues, El despertar... se vendía en el París de 1974 como un jou lacanita, un artículo de moda, y el público que asistía en octubre de aquel año a la representación de El despertar... que ofrecían unos jóvenes intérpretes, hoy famosos (Jany Gastaldi, Philipe Clévenot...), en el Théâtre Recamier, parecía más interesado en saber si el enmascarado que aparece al final de la obra era o no era la Diosa Blanca de Robert Graves, como apuntaba Lacan, que en dejarse acunar por la melancolía del personaje de Moritz Stiefel... Para los lacanitas, El despertar... era un caso clínico, como la obra de Albert Schnitzler, otro autor que tenía muy preocupado a papá Freud.

El despertar de la primavera

De Frank Wedeking. Traducción de Carme Serrallonga. Intérpretes: Anna Azcona, Núria. Cano, Alex Casanovas, Josep Comas, Pere Eugeni Font, Joan Gibert, María Lucchetti. Escenografía: Serge Marzolff. Vestuario: Pierre Albert. Iluminación: Alain Poisson. Dirección: Josep Maria Flotats. Teatro Poliorana. Barcelona, 26 de febrero.

Hoy en día, menguado el fervor, el furor freudiano, libres del terror lacanita, El despertar..., esa "tragedia infantil", ha perdido su olor a flórmol y renace con un frecor insospechado. El despertar... de Flotats surge como un sueño, como una ensoñación en la que el paisaje señorial de Estrasburgo, -esa "pequeña Viena" en la que el actor recibió su formación teatral- se mezcla con una Barcelona -la Barcelona de la infancia 3, de la adolescencia- reencontrada.

La representación se inicia con el sonido de una campana, la campana del Lycée en que estudió Flotats. En el escenario, envuelto en una neblina -¿sueño o realidad?-, un coro de escolares ensaya una melodía: la Rosamunda de Schubert, que un niño de seis años, el niño Flotats, deletreaba en su examen de solfeo. Mientras el coro canta la melodía, un rostro, iluminado por un foco, se destaca. Es el rostro, de Moritz Stiefel, Entonces empieza el texto de Wedeking, con la primera escena entre Wendla Bergman y su madre.

Despertar de los sentidos

La niña Wendla, que acaba de cumplir 14 años, no quiere ponerse ese vestido "tan largo", ese "hábito de penitente", que le ha confeccionado su madre. Apunta el tema de El despertar.... el paso de la sexualidad infantil a la adolescencia, el despertar de los sentidos, despertar que se viste ya tan pronto de penitencia. Moritz asiste a esa escena como si él mismo la recordase o la soñase -¿otra vez sueño o realidad?-. Y con esta mirada, ensimismada, queda ya aclarado desde un principio cuál va a ser la lectura de la obra de Wedekind.El espectáculo de Flotats está construido como una estructura musical para coro y solistas. Una pequeña ópera que se desarrolla en un escenario muy operistico, espectacular, que evoca un colegio de nobles del Ring vienés, un edificio de mármol anterior a la Viena de la Secesión, pero en cuyas paredes resuena con claridad el grito de Zaratustra, que los expresionistas (Wedeking, entre otros) van a hacer suyo: "¡Construid vuestras ciudades cerca del Vesubio!".

El volcán parece apagado, pero, como dirá Moritz al final de la obra, "el emperador tiembla al escuchar las canciones de la calle". El fin de una época está ahí, en la esquina. La escena, de una extraordinaria belleza, entre el matrimonio Gabor, los padres de uno de los escolares -heroinómana ella y brutal él, un pareja dibujada por Flotats con trazos viscontinianos-, da una imagen harto elocuente de la escondida actividad de ese Vesubio.

El despertar... es, como decía, una ensoñación, un sueño o una ilusión del joven Moritz (iba a escríbir el joven Törless sin darme cuenta, y es que esos personajes, esa atmósfera, están tan cerca de la atmósfera de Musil...), pero una ilusión como tal no llena casi tres horas de espectáculo. En casi tres horas pueden, deben, ocurrir muchas Cosas. Y ocurren.

Apoteosis escenográfica

En 1986, libres ya, como decía, del furor freudiano y del terror lacanita, habiendo redescubierto el teatro, el placer por la palabra antes que por el signo o el símbolo, todo cuanto sucede en el despertar, desde la muerte de la niña Wendla a consecuencia de un aborto mal practicado hasta el suicidio del joven Moritz por no haber pasado curso, sin olvidar la expulsión de Melchior del colegio por escribir un tratado sobre el coito, y su postenor reclusión en un correccional, todo ello es perfectamente creíble, aunque en el teatro la credibilidad parece un absurdo. Con ello quiero decir que El despertar... es una obra actual, construida con una gran habilidad teatral, en escenas que Flotats ha sabido medir al milímetro, cosiendo todo el espectáculo a mano, con hilos de luz o musicales, con subrayados operísticos, verdaderas rasgaduras o caricias, siempre cuidando esa atmósfera -¿sueño o realidad? ¡Teatro!que es la última razón del montaje. Hay en esa obra escenas maravillosas, de una belleza extraña (el monólogo de Hänschen Rilow, un adolescente que se masturba con la Venus del pompier Bouguerau, ante la mirada de un caballito de cartón: la sexualidad a caballo entre la niñez y la penitencia; la escena entre Moritz, Melchior y la madre de éste; el entierro de Moritz y la escena de amor puro entre Errist Röbel y Hanschen Rilow), que no puede concebirse en realidad toda la obra si esa sexualidad, esos instintos que se despiertan, no son vividos por unos actores; no son más vividos, repito, que interpretados, con una total entrega. Pues bien, esa entrega es algo real. En el escenario del Poliorama se produce el milagro, el efímero milagro del despertar de unos instintos y a la vez del despertar de unos actores, con una intensidad que a mí me emociona. Me emociona, créanme, haber asistido al nacimiento de Josep Comas, de Maria Lucehetti, de Joan Gi bert, de Alex Casanovas, de Núria Cano, nombres desconocidos que nacen en un momento y un lugar idóneos -ese sueño mágico- y sobre cuyo futuro profesional nadie con un mínimo de olfato puede dudar.

Si exceptuamos el final de la obra, que yo hubiese desechado, aunque comprendo que para un público alemán ha de ser algo muy suyo -"cada cual debería escribir un Fausto", decía Heine, y Wedekind escribió el suyo, cómo no- pero que a los latinos nos sienta como un chiste; si exceptuarnos ese final, digo, que Flotats resuelve bien, pero que una vez vista la apoteosis escenográfica termina por enfriar al espectador, todo el espectáculo tiene la fuerza y la rotundidad de una obra perfecta.

"¿Cómo será ese Flotats sin Flotats (en escena)?", se preguntaba el público antes de la representación. Creo que la respuesta no puede ser más clara: Flotats está en escena, sigue en escena. Sin su sueño, sin esos meses de trabajo con los actores, sin Marzolff, sin Albert, sin Poisson, El despertar de la primavera no existiría. Flotats está, pues; sigue en el escenario. Por muchos años.

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