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Reportaje:ASEDIO AL PALACIO DE MALACAÑANG

Filipinas, en la frontera norteamericana del Pacífico

La gran frontera occidental de EE UU es el oceáno Pacífico. Hasta 1975, con el sostenimiento del régimen survietnamita del general Nguyen van Thieu, subrogado de Washington, la demarcación imperial norteamericana contaba con dos asentamientos fronterizos en tierra firme: el del régimen parapetado en el delta del Mekong y la mitad meridional de Corea. Tras esos puestos avanzados de la posición mundial de EE UU se encontraban dos grandes barreras, tanto políticas como militares: los archipiélagos de Japón y Filipinas. Entre esos dos grandes masas de islas y la costa oeste norteamericana sólo podian puntos de enlace como Hawai y los islotes de la Polinesia, bajo Administración de EE UU.

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Con la derrota del régimen pronorteamericano de Saigón, únicamente Corea del Sur mantenía ese carácter de frontera terrestre de Occidente en Asia con el mundo rival: la Unión Soviética y, en mucha menor medida, China, que se ha desplazado hacia una posición de entente aunque no alianza con EE UU.La estrategia imperial norte americana ha sido, desde los tiempos de la ruptura con la URSS, la de una u otra forma de containment (la doctrina enunciada por George Kennan en 1947 en su artículo de Foreign Affairs, The sources o soviet policy); política de contenimiento fronterizo que establecía una línea más o menos continua de enfrentamiento con el otro gran imperio. En los años ochenta, con el advenimiento de Ronald Reagan, supuesto vehículo del pensamiento dominante neoconservador, esa doctrina del containment ha sido purificada desde el punto de vista ideológico, subrayando que el enfrentamiento se produce con todo el mundo comunista, lo que desdeña la importancia de otros factores de desarreglo entre Estados capitalistas, y niega que pueda haber afinidades duraderas con los Estados adversarios. El gran ideólogo de esta posición, que lleva el viento de cara en la teorización de la política exterior norteamericana, es Norman Podhoretz, aunque en la práctica el presidente Reagan se acomode mucho más a un mundo de enfrentamiento selectivo que al espíritu de cruzada neoconservador.

Para esta nueva derecha, Filipinas, salvando todos los pacíficos de distancia, sería como las Canarias para España. La pérdida de la costa vietnamita habría dejado descubierto el flanco filipino y convertido al archipiélago en primera línea fronteriza, de la misma forma que la desaparición del tampón sahariano habría arrimado la frontera atlántica marroquí a las Canarias. Ésa es la importancia que, al menos, una parte de la Administración Reagan y algunos de los más significados de sus mentores en geoestrategia, atribuyen al mantenimiento de las posiciones norteamericanas en el archipiélago. La pérdida de las Filipinas convertiría, por tanto, a la gran extensión oceánica del Pacífico sur en zona fronteriza de California ante Estados asiáticos hostiles, con la sola intermediación de Hawai, Guam y el rosario de islotes-base de EE UU en la zona. Por el norte, seguiría intacta la línea formada por el doble contrafuerte de Corea del Sur y Japón. El primero, un Estado en proceso de democratización en cámara lenta, donde la progresiva agitación popular contra el régimen del general Chun Hu Duan se parece extraordinariamente a la filipina de los últimos años, y el segundo, una monarquía que sólo de la manera más remolona contempla la asunción de cargas militares que le permitan un día contribuir a la defensa de Occidente en proporción a su desarrollo económico. Se mire como se mire, para los teóricos del contenimiento Filipinas es un eslabón insustituible de la cadena defensiva norteamericana.

La eventualidad, sin embargo, de que el archipiélago se convierta en el Irán de Reagan atormenta a todos los predicadores de catástrofes, aunque en este momento las posibilidades de reconducir la inestabilidad de manera favorable para EE UU parezcan todavía óptimas. El presidente Carter se encontró en Irán sin una alternativa verosímil al Sha que pudiera frenar el ascenso de Jomeini. En Filipinas ocurre todo lo contrario. Las masas que se interpusieron entre los blindados y el cuartel en el que se hallaban atrincherados los militares rebeldes, salían a la calle por la candidata a la presidencia, Corazón Aquino; ésta y su coalición electoral, UNIDO, ganaron de toda evidencia las elecciones presidenciales del 7 de febrero y, aunque el que pronto debiera ser nuevo equipo gobernante pusiera un poco más cara la continuidad militar norteamericana en las islas como tributo al nacionalismo ámbiente, su régimen sería esencialmente moderado y pro-occidental, como habría querido ser el de Shapur Bajtiar en Teherán. Es cierto que queda la incógnita de la guerrilla comunista, para los teóricos mencionados más temible que cualquier fanatismo shií, pero un régimen democrático moderadamente nacionalista estaría siempre mejor equipado que el corrupto avispero de Marcos para combatirla.

El presidente Reagan tiene ante sí la oportunidad de llevar a cabo no tanto su política, como la del presidente Carter: la consolidación de regímenes no sólo democráticos sino capaces de combatir desde un cierto progresismo las raíces de la inestabilidad; una política que el anterior ocupante de la Casa Blanca vio desintegrarse con el secuestro de los rehenes de Teherán.

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La idea de que el futuro de la gran potencia norteamericana se halla en el Pacífico, devaluando las relaciones atlánticas con la Europa de siempre, aunque muy de moda en los últimos años, no es precisamente nueva. El presidente Theodore Roosevelt consideraba ya a principios de siglo a la cuenca del Pacífico como una continuación natural para la teoría de la frontera, formulada por Frederick Jackson Turner en el siglo XIX. EE UU tenía que colonizar el Pacífico mucho más que mirar a Europa. Cierto que Roosevelt vivió a, falta de dos guerras mundiales por el predominio en el viejo continente.

El boom de esos grandes depósitos comerciales del Pacífico sur, Hong Kong, Taibei y Singapur, está experimentando recientemente severas correcciones. El déficit de la balanza comercial norteamericana con Tokio sigue siendo intratable pese a las reconvenciones de Washington a ese archipiélago tan poco gastador. El eventual decaimiento de las grandes plazas comerciales del Pacífico sur y la contumaz política de oídos sordos en el Pacífico norte no harían sino reforzar el papel de Filipinas en la ocupación norteamericana del gran océano.

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