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Facismo y memoria histórica

Al regreso de un viaje navideño por la castigada Nicaragua -experiencia que tal vez me atreva a glosar en un artículo- tropiezo con una carta de Herbert R. Southworth en EL PAÍS, que me produce gran aflicción y abatimiento: por ella me entero de la muerte de Antonio Tovar. Me sacude también su contenido al enjuiciar personas y plantear cuestiones que han influido decisivamente en mi vida. Si, venciendo el natural pudor, saco a la plazuela pública, como llamaba Ortega a la Prensa, afectos y recuerdos personales, es porque me parece la única forma de encarar un pasado trágico. Aparte de un sentimiento profundo de gratitud que necesito expresar públicamente, me mueve a estas confesiones inoportunas el pertenecer a una generación que, sin haber vivido conscientemente la guerra civil, ha quedado marcada de forma indeleble por la lucha fratricida de sus padres.Hay que empezar por decir que la España democrática tiene una deuda, no sólo no pagada, sino ni siquiera reconocida, con aquellos extranjeros que se identificaron con el pueblo español en uno de los momentos más angustiosos de su historia. Si no cayeron en el campo de batalla, peleando con las brigadas internacionales o en la Segunda Guerra Mundial, ni desaparecieron con las depuraciones estalinistas, han dedicado el resto de su vida a mantener la memoria sagrada de un pueblo que supo decir no al fascismo con las armas en la mano.

Representante insigne de esta generación es el historiador norteamericano Herbert Southworth, obsesionado por elaborar una enorme información bibliográfica con el fin de desmontar no pocas de las leyendas que construyeron los vencedores en torno a la guerra de España. En los años sesenta devorábamos con fruición los libros de Southworth El mito de la cruzada de Franco, Antifalange, Guernica, en las versiones españolas que nos proporcionaba la editorial Ruedo Ibérico, verdadero símbolo de la resistencia antifranquista. Entonces no nos parábamos en hacer demasiados distingos y agradecíamos todo lo que pudiera debilitar la credibilidad del régimen.

Frente a los mitos de los vencedores, oponíamos los de los vencidos. Imaginábamos una República sin mácula, barrida por la traición de unos pocos, que no habían dudado en acudir a la rebelión de las fuerzas armadas y a la ayuda decisiva de dos potencias extranjeras para encadenar a su propio pueblo. Mientras los vencedores se sostuvieron en el poder apelando a la victoria, difícilmente los vencidos podíamos reconocer defectos, contradicciones o responsabilidades en nuestro bando: la historia era un arma más de una guerra inacabada. Cada cual sabía de qué lado estaba, y lo único que nos irritaba era la aparente neutralidad de un Hugh Thomas, tan conservadoramente arrogante como repleta de desprecio por nuestro país.

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La guerra terminó con la muerte de Franco. Las clases sociales que le acompañaron en la sublevación y en los largos años de la dictadura conseguían su triunfo definitivo: sin cambios significativos, cabía instaurar una legitimidad nueva que les librase de recurrir al embarazoso millón de muertos. La izquierda más recalcitrante contemplaba impotente cómo se esfumaba día a día la ilusión vana de que cupiera dar marcha atrás a las ma-

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Fascismo y memoria histórica

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nillas de la historia. A los vencidos del interior, adaptados a las circunstancias o triturados por completo, el tiempo los había consumido; también los que se exiliaron estaban muertos o pertenecían ya, con sus hijos y nietos, a otras patrias. Los últimos vencidos: los militares sobrevivientes que lucharon por el lado de la República y un puñado de oficiales demócratas, cuya injusticia sufrida denuncia el verdadero cariz de los acontecimientos.

La España real había cuajado en el franquismo a la sombra de una represión brutal, con cientos de miles de víctimas. Sin este trasfondo nada se entiende de lo ocurrido en la transición: lo que une a los españoles, no importa el bando de origen, es la voluntad férrea de no arriesgar una nueva guerra civil; lo que implica consolidar el orden social establecido, así como el aparato del Estado heredado, abriendo algunas vías de transformación para el futuro. Los vencedores quedaban en sus posiciones, mientras que los vencidos podían reinsertarse si aceptaban las instituciones y reglas de juego impuestas desde el poder. Los españoles lo hemos asumido; en cambio, los extranjeros que se identificaron con los vencidos dan palos de ciego, oscilando entre tomar en serio el proceso democrático español, y entonces no salen de su asombro, o sublevarse indignados ante la injusticia histórica acaecida. Tengo algunos amigos de la generación y del talante del señor Southworth y le comprendo perfectamente.

Tiene razón el historiador norteamericano, una vez terminada la guerra con la muerte de Franco, los españoles hemos sido reacios a deshacernos de los mitos que ocultaban la traza verdadera de la época concluida. Colectivamente no hemos sentido la inquietud, que algunos esperábamos que iba a extenderse, sobre todo entre las generaciones más jóvenes, por conocer en detalle y con una información veraz el pasado inmediato. Resulta muy doloroso abrir viejas heridas, máxime cuando pocos creen que ello hubiera influido favorablemente en el presente; no por mucho revolver las cenizas se levantan los muertos. Aun así, rehuyendo los detalles y sin el menor empeño en disolver los mitos, la memoria histórica de nuestro pueblo es el factor principal que explica su comportamiento político en este período: no quiere saber, pero aquello no.

Cierto que "un país que no se atreve a mirar cara a cara a su propia historia" paga al final un alto precio. El que hayamos mantenido al franquismo en las brumas del mito nos ha obligado a crear otros nuevos para dar cuenta del presente. No tardará mucho para que un historiador, tal vez también norteamericano, publique un libro con el sugestivo título Los mitos de la transición. Llevamos más de dos siglos fabricando mitos, incapaces de dar cara a nuestro pasado histórico; o lo elevamos a los luceros o lo destruimos sin dejar valer nada. Nos dividimos entre los que se refugian en una exaltación casticista a lo Juan Pablo Forner y los que no se cansan de enumerar "las muchas desgracias que llevamos encima los españoles por el solo delito de haber nacido tales", como dijera Federico de Onís en su juventud, causando el consiguiente revuelo.

Necesitamos como agua de mayo estudiar a nuestro país, presente y pasado -no cabe lo uno sin lo otro-, libres por fin de tanto mito que empaña y deforma la mirada. Lo malo es que la carta del historiador norteamericano en la que nos da consejo tan saludable brota de prejuicios, odios y mitos -esta vez del campo de los vencidos-, no sólo injustos y hasta injuriosos para dos personas que nos son muy queridas, sino que además impiden comprender lo que realmente sucedió en nuestra historia reciente. Cuando se pide una mirada desprendida de prejuicios ha de ser tanto de los propios como de los ajenos.

Dionisio Ridruejo y Antonio Tovar, como ilustres españoles que hoy admiramos por su obra científica o literaria, fueron fascistas convencidos en su juventud. La premisa implícita en la argumentación de Southworth es que no se puede ser a la vez inteligente, honrado y fascista, remedando así el prejuicio conservador que también supone imposible la combinación de más de dos elementos en el trinomio inteligente, honrado y comunista. Ridruejo y Tovar fueron fascistas entusiastas; sobre la alta capacidad intelectual de ambos no cabe la menor duda, luego hay que cuestionar su entereza moral. De un silogismo, en el que la premisa mayor reproduce un prejuicio, no por extendido menos falso, deriva Southworth su lamento angustioso: ¿a dónde va un pueblo que levanta monumentos a figuras éticamente dubiosas, olvidando otras irreprochables?

He tenido el privilegio de tratar a Dionisio Ridruejo y a Antonio Tovar con alguna intensidad en dos períodos muy distintos, pero ambos claves en mi vida. En mis años de estudiante, entre 1954 y 1959, colaboré próximamente con Dionisio Ridruejo. Me acerqué a él cargado de prejuicios frente al antiguo falangista, pero me cautivó, no tanto su enorme encanto personal, como el sentido ético de su protesta. De él aprendí algo que conservo como la mejor herencia, a saber, que ética y política forman dos aspectos de una misma lucha por la libertad. En la España triste y oprimida de los cincuenta me enseñó con su ejemplo qué significa ser ciudadano libre y responsable. Ya en aquellos años sufrí no pocos aguijones de parte del bando de los vencidos, que no podía comprender mi admiración y cariño por un converso a la democracia que provenía del fascismo, y sobre todo la conmiseración despectiva de aquellos que entienden la política como mera mediación con el poder, que entonces, y pienso que incluso si hubiera sobrevivido al dictador, estaba, y hubiera estado, fuera de su alcance.

A Antonio Tovar, por el que siento un profundo respeto por su obra ensayística y filológica -la del lingüista me resulta más lejaria-, lo conocía de antiguo, pero lo traté con cierta frecuencia en mis años madrileños de 1979 a 1981. Las obligaciones al frente de la secretaría de cultura del PSOE me dieron ocasiones varias de encontrarle en reuniones o en privado, dispuesto siempre a cumplir las tareas que se le asignasen. Después de la ominosa noche del 23 de febrero se intensificaron su ayuda y nuestros contactos, que solía aprovechar, cuando nos encontrábamos a solas, como pienso que era su gusto, pero ciertamente el mío, para hablar de todo lo divino y lo humano; me fascinaba tanto su enorme saber como su inteligencia para tratar los temas desde un enfoque nada convencional, pero con tal sencillez que parecía querer ocultar la originalidad de sus planteamientos.

Cuando percibí que si quería continuar en la política había que profesionalizarse -agotados los años de oposición, era menester prepararse a la dura labor de gobierno-, lo que significaba abandonar las labores intelectuales por un largo plazo, sino definitivamente, y tener que enfrentarme a una de las decisiones más difíciles de mi vida -pues, si la política me tentaba y me sigue tentando, mucho más aún la perspectiva de integrarme algún día en España- me pareció Tovar la mejor, si no la única persona que me podía ayudar a salir de la encrucijada. Por un lado, se trataba de un intelectual cabal, preocupado por la política -su juventud fascista, como su madurez democrática, no fueron incidentes extraños a la esencia de su persona-; por otro, conocía por experiencia las ventajas e inconvenientes de una vida retirada en una universidad alemana. Algún día me decidiré a transcribir sus palabras, tal como han quedado grabadas en mi memoria; fueron, en el tono sencillo e irónico que le caracterizaba, una lección espléndida de ética intelectual y de análisis justo de la coyuntura política que se aproximaba.

Todo lo humano es discutible; pueden tenerse en más o en menos la obra poética de Dionisio Ridruejo o los trabajos científicos de Antonio Tovar. Lo que ya no cabe admitir es que se cuestione, en abstracto y en virtud de una premisa falsa, la hombría de bien de dos amigos, a los que muchos debemos mucho.

A menudo en mi relación con Dionisio y Antonio he sacado a colación el tema de su pasado fascista; es una cuestión sobre la que ellos también se han manifestado repetidas veces en público. Abundar en las razones, motivos, estructuras sociales, religiosas, psicológicas, que explican esta opción política en la Europa de los años treinta, en un momento en que la juventud se polariza entre la revolución bolchevique y la nacional, sobrepasa con mucho los límites de un artículo; pero el que no haya comprendido todavía -tal vez existan barreras generacionales infranqueables- el porqué se pudo ser inteligente, honrado y fascista en aquellos años, está incapacitado par entender la historia trágica de aquella generación y, por consiguiente, poco o nada de lo que ha ocurrido desde entonces.

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