Reformas económicas y cambios políticos
El autor prosigue con la enumeración de los factores que a su juicio hacen poco probable el éxito en la aplicación de las nuevas ideas de los dirigentes de la URSS. Factores tan abstractos como el tiempo juegan a la contra, pues se trata del país en donde se aplica desde hace mayor número de años la economía dirigida.
Sería incorrecto considerar que el factor político actúa únicamente en un solo sentido: en contra de la reforma. Siempre que una reforma económica sea eficaz debería acarrear también dividendos políticos. Un caso al respecto, citado con frecuencia, es el beneficio político conseguido con la reforma económica húngara, en oposición a las enormes pérdidas políticas de la no reformada Polonia. Además, tal como se ha indicado anteriormente, desde el ángulo pura mente militar puede resultar cada vez más difícil soportar una economía débil. No obstante, en general, hay que considerar el factor político como un obstáculo serio a una reforma económica.Existe otro aspecto más de la relación entre política y reforma económica; en concreto, las consecuencias de un sistema político inalterado para la consistencia y eficacia de la reforma. Si es correcta la opinión, que yo comparto, de que estas consecuencias son altamente negativas, en ese caso todo el proceso de reforma se adentra en una especie de círculo vicioso y resultan aún más explicables los fracasos de los anteriores intentos soviéticos.
Resulta más difícil determinar, y no digamos medir, el papel que los intereses creados de diversos grupos sociales ha desempeñado en la obstaculización de las reformas económicas en la URSS. Son pocas las pruebas que se pueden obtener de casos publicados en periódicos o de las escasas investigaciones sociológicas publicadas fuera de la Unión Soviética.
No obstante, en 1983, la académica Tatiana Zaslavskaya presentó una ponencia, en una conferencia de la sección siberiana de la Academia de Ciencias de la URSS, dedicada a los mecanismos sociales del desarrollo económico. Su análisis, en todos los aspectos esenciales, corrobora los descubrimientos de otros países comunistas (en algunos de éstos, la investigación sociológica está mucho más avanzada) sobre la misma cuestión: hay un gran número de ciudadanos a favor de las reformas económicas, pero al mismo tiempo existen fuerzas sociales poderosas en contra, y no sólo entre las capas superiores próximas a los puestos de poder, sino también entre los trabajadores de la base, que se muestran con frecuencia cautelosos respecto a la promesa de mayor eficacia y ganancias relacionadas con el aumento de la productividad y la probable pérdida de la ya familiar protección, de la total seguridad de empleo, del exceso de personal y un ritmo de trabajo tranquilo. La actitud negativa del aparato del partido y del Estado no resulta sorprendente teniendo en cuenta la amenaza que supone tal reforma a su situación.
El tiempo parece ser otro factor conservador de gran importancia: el sistema de economía dirigida lleva operando en la Unión Soviética mucho más tiempo que en ninguna otra parte (y en condiciones de cuidadoso aislamiento del exterior), lo cual hace que las formas nuevas parezcan espantosamente ajenas. Esto tiene un significado especial respecto a las actitudes de los directores industriales soviéticos, cuya tercera y aún quizá cuarta generación ha sido seleccionada teniendo en cuenta criterios políticos antes que pragmáticos, y que no están acostumbrados a tomar decisiones independientes, a arriesgarse y a mostrar espíritu de innovación.
Estos dos conjuntos de razones que acabo de exponer deben haber multiplicado, por sí solos, las dificultades prácticas de combinar los mecanismos de la economía dirigida con los de la de mercado. Aunque el intento de reforma soviético de 1965 proclamaba la idea de lograr que lo que es beneficioso para una empresa lo fuera para la economía nacional en general, jamás llegó ni siquiera a existir la posibilidad de reemplazar totalmente los instrumentos administrativos por instrumentos de regulación económicos, o de llevar a cabo una reorganización importante del gigantesco aparato central ministerial y de planificación. Los conflictos entre objetivos y normas de abastecimiento impuestas desde arriba, por un lado, y el mínimo radio de acción concedido a las empresas para poder tomar decisiones autónomas, por otro, aparecieron desde el principio y se resolvieron inevitablemente a favor de la Administración. Existen datos suficientes de Hungría de que incluso una reforma mucho más avanzada producía efectos relativamente modestos en cuanto a la consecución de una mayor eficacia por medio de la presión del mercado, debido a la falta de consistencia. Resulta bastante significativo que los mejores resultados de la reforma húngara se alcanzaran no en el sector estatal, sino en las cooperativas (especialmente en la agricultura) y mediante la reinstauración del sector privado (la segunda economía). En el caso soviético, la reforma fue mucho más superficial que en Hungría y de corta duración, y no sucedió nada fuera de la economía estatal. Consecuentemente, los beneficios debieron ser mínimos, si los hubo, lo cual facilitó que las fuerzas opositoras, por consideraciones ideológicas, dieran carpetazo a toda la cuestión.
Lecciones del pasado
Así pues, las lecciones del pasado muestran claramente que un cambio sustancial del mecanismo económico soviético no es simplemente cuestión de la actitud personal del líder, más o menos dinámico. El estalinismo ha dejado una profunda impronta sobre toda la estructura de la sociedad soviética y resulta extremadamente difícil cambiar algunos de sus elementos al tiempo que se intenta mantener otros intactos. Esto es especialmente cierto en lo que se refiere al complejo marco institucional de la economía soviética y sus interrelaciones con el sistema político. La presión a favor del cambio en el área económica está aumentando rápidamente en los últimos años. Tomemos, por ejemplo, la agricultura, el punto más débil de la economía soviética. A partir del comienzo de la década de los ochenta, bajo la dirección de Breznev, Andropov y Chernenko, se probó una serie de medidas con gran alarde publicitario, complejos agroindustriales, contratos colectivos, etcétera, aunque sin éxitos palpables. Según una evaluación exterior bastante cautelosa, sucedió otro tanto con los intentos de mejora de la productividad en la industria mediante la introducción de brigadas. No se puede evaluar aún con exactitud el denominado experimento a gran escala, mediante el cual se le daba mayor autonomía a las empresas en seis campos seleccionados a partir de enero de 1984, ampliándose a otros 21 más desde comienzos del presente año, a pesar de que la Prensa soviética lo aclamó como un gran éxito casi antes de su puesta en marcha. No obstante, ni siquiera va más allá de las ideas de la reforma de 1965 y puede que se tropiece con los mismos problemas.
Es en este trasfondo donde hay que juzgar el posible impacto de la llegada de Gorbachov. Las limitaciones fundamentales siguen siendo, naturalmente, las mismas, aunque no se debe dejar de lado el efecto de una personalidad más decidida, sobre todo cuando, en buena lógica, puede esperarse que actúe con un mayor límite de tiempo, a pesar de que Breznev no era mucho mayor cuando llegó al poder en 1964. En general, creo que se pueden percibir unos esfuerzos algo más audaces para mejorar el funcionamiento de la economía, en la agricultura en particular, aunque también en la industria, donde las ideas reformistas se pueden llevar adelante con más energía. La consistencia a largo plazo de la puesta en marcha de estas ideas depende tanto del grado de consolidación de la posición política del líder como de los resultados de los primeros pasos del cambio del sistema económico.
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