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La hora de la mezquindad

Intriga la mezquindad del milagro. Quien recibe el beneficio sale de su largo coma -que llegó también fúlminante, inesperado, como un antimilagro-, pero le queda un torpor, unas piernas algodonosas, la lengua de estropajo, una opacidad en el razonamiento. La que fue ciega a Lourdes vuelve con dos ojos diferentes, cargados de dioptrías, que le dejan delante de un mundo borroso, con las dimensiones equívocas. No se ve la razón de la divina chapuza."Dios es refinado, pero no mezquino", decía Einstein (Der Herr Gott is raffiniert, aber boshaft is Er nicht), y los teólogos quizá descubran en ese refinamiento, en esa sutileza, el porqué de lo mal acabado en los milagros contemporáneos: generalmente, se inclinan a dictaminar que no son milagros. Pero si no lo son, sino simplemente prodigios o maravillas o portentos, situados del lado de acá de lo inexplicable, o incluidos en el catálogo de la parápsicología, también inquietará que sean incompletos.

Parece una ley. Los sabios -palabra que se desliza hacia el desuso: ahora son científicos, técnicos, investigadores- se encuentran con esa decepción continua de lo que llaman naturaleza. Norbert Wiener -que creó la cibernética que hoy nos envuelve- asegura que todo paso hacia adelante que se haga será contrariado por un cambio de política de la naturaleza con el désignio deliberado de confundimos y de frustrarnos. Confesión misteriosa. Con ella, la naturaleza pierde su mayúscula, su condición de fuente de razón -el derecho natural-, su inmutabilidad, sus leyes. Aparece como refinada y sutil, como política capaz de tener unos desgnios deliberados contra quien la escruta y trata de modificarla. "En el momento", dice Wiener, "en que se cree haber vencido una enfermedad infecciosa, el microbio puede mutar y manifestar rasgos que parecen haber sido hechos, por lo menos, con la intención deliberada de volvemos a llevar al punto de partida". Si la deliberación es del microbio, resulta muy elogiosa para la capacidad del pequeño ser. Si procede de una fuerza superior, da un miedo importante. El investigador, a veces, desarrolla estados histéricos ante esta confusión, ante este cambio de política. Pero puede haber alguna razón para suponer que sea la naturaleza la que se ha vuelto histérica, acuciada por los humanos, que tratan de modificarla. La idea de un dios histérico es francamente desagradable.

Sin embargo, esta mezquindad aparece continuamente en la vida cotidiana. El ciudadano que votó un partido se puede encontrar, en medio del pacto electoral, con el cambio de política que le confunde y le frustra: su microbio preferido ha mutado. Pero a su vez, este microbio, que ha llegado al gran despacho del poder con su investigación programada, sus cartapacios de diagramas económicos, sus modos de reparto de la riqueza y de la pobreza, la consideración de sus estudios en torno al país y al mundo que le circunda, y todo ello en forma de programa, descubre que todo ha cambiado. Se encuentra con la mezquindad: su grandeza ideológica está comida, los proyectos que tenía ya al alcance de la mano se destrozan por los miasmas sutiles de los que hablaba Echegaray, que, además de dramaturgo, era matemático y científico: como Einstein o Wiener, pero en otro estilo.

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Hace ya muchos años que los Gobiernos -del mundo- han dejado de emanar realidad: corren desesperadamente detrás de ella, tratando de atrapar por lo menos un fleco. Su último intento es el de fingir que están en ella, de rodearse de los aparatos de imagen que les recubran de una idea de consistencia, de seguridad y de dominio. A veces los más rotundos -Hitler, Stalin, como paradigmas- entran a hachazos en la vida para esculpirla con el aspecto de la realidad. No escapan de la mezquidad. Todo lo más que alcanzan es un puesto de trabajo.

Y todo el que consigue un puesto de trabajo sabe la mezquindad que hay detrás de su

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gozo: la fila india de los jefes contradictorios que no le dejan desarrollar sus ideas, la mesa donde no da el sol, el ordenanza que no quiere subirle café, y los descuentos imprevistos de su sueldo. Como la mujer que luchó por un hombre descubre que en el fondo lleva un machista agazapado, o el hombre que se excitó por una mujer descubre bajo sus faldas las terribles tijeras de la castradora: ¡Ahora descubro quién eres en realidad! claman éstos, decepcionados, en los folletines. Y no es verdad: el otro ha mutado en la nueva situación. Y la realidad es la naturaleza: una histérica que se resiste y practica sin cesar el cambio de política, o de sí misma. Cuando decimos que las cosas no son como antes no estamos entregados al pesimismo práctico, es que nunca son como antes. Basta con que sean un poco mejores para que ya no sirvan.

Hace unos años, sociólogos y filósofos, economistas y políticos, estudiaban con fervor la pérdida de calidad de vida. Es una expresión que ya apenas se utiliza. La calidad de vida había aumentado para algunos millones de personas, lo cual la había hecho algo menos rica para los antiguos beneficiados, mientras las clases ascendentes se quejaban de la insatisfacción de sus nuevos lugares: porque su propio ingreso había producido ya el cambio de calidad. El metal por el plástico, la seda por el percal: como dice la locución francesa, la presa por su sombra. Fueron los años en que se proponía el crecimiento cero, otra frase admirable por su propia contradicción, por su histeria semántica. Pedía, simplemente, que no se cambiaran más las cosas, que se dejaran como estaban. Era pedir que cesase el cambio de política de la naturaleza. Una tregua. El programa significaba que prometíamos no intentar nunca más modificar la naturaleza, para que la naturaleza a su vez no cambiase más. Cosas de niños.

El milagro es mezquino no es milagro. Si aceptamos la propuesta de Einstein y sustituimos el concepto de mezquindad por el de sutileza o por el de refinamiento quizá podamos tranquilizarnos. Habremos encontrado en la sorpresa continua una regla de juego, y la idea de que no siempre se pierde todo: se gana algo, se pierde algo. Se puede ganar la vista a condición de perder el sentido de las dimensiones. Se puede ganar un gobierno de la izquierda a cambio de que se rompa el concepto de izquierda. Un puesto de trabajo cuando se deshace la noción de la autoridad. O una sensación de felicidad a condición de ser lo suficientemente cobarde como para ser optimista.

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