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La degradación ideológica del poder político

Nadie podrá negar que en el curso de estos tres últimos años se ha ido produciendo un proceso bastante característico en nuestra vida política: el reforzamiento de los medios, con la casi eliminación de los fines. Es decir, se ha originado una inflación de los instrumentos y mecanismos para mantenerse en el poder, y una deflación de los objetivos, las metas que con el ejercicio de este poder se pretenden alcanzar. O, lo que es lo mismo, se ha producido una degradación ideológica.En lo que se refiere al primer aspecto, es indudable que estamos asistiendo a un afianzamiento del poder político partidista en todas las esferas de la vida pública. Por una parte, el Gobierno controla al Parlamento -y no a la inversa, como se debiera- y también el Gobierno dirige al partido -y no al contrario, como parecería obligado-. Asimismo, la influencia sobre el poder judicial se ha intensificado. Y ni que decir tiene que el cuarto poder, la RTV, es suficientemente supervisada por un Consejo de Administración fiel reproducción en miniatura de la correlación de ftierzas -mayoría absoluta- que existe en el Parlamento. Con lo que el antiguo postulado franquista de unidad de poder y coordinación defunciones se ha reactivado en los últimos años. Y por lo que se refiere a la reforma de la Administración pública, y mediante la llamada libre designación, se han abierto las puertas a un cambio de personas, sustituyéndose- las menos adictas por otras más leales y más amigas, con perjuicio la mayoría de las veces de sus capacidades técnicas. Aparte de que el nuevo sistema de retribuciones, con primas de rendimientos y suplementos de trabajo y funciones, posibilita que se premie más al fiel que al eficiente. En definitiva, se ha acentuado la influencia del poder político en la Administración pública. Con la agravante, por otra parte, de que persisten los mismos usos, iguales costumbres, semejantes actitudes a las que enturbiaban el desempeño de tal función.

Simultáneamente con este reforzamiento del poder político se ha ido procediendo a un desmantelamiento del soporte ideológico. El propio presidente del Gobiemo ha reconocido -lo que se ha alabado como una muestra de sinceridad y pragmatismo- haber pasado de una "ética de las ideas a una ética de la responsabilidad", haciendo suya la interpretación weberiana. Pero quizá no sea enteramente correcto semejante planteamiento, porque desde la ética de la responsabilidad también se está obligado a responder ante alguien -un pueblo, unos electores, un partidoy no asumir personal y casi mesiánicamente la interpretación del famoso -y tantas veces mal utilizado- interés nacional. Y no excluye que la responsabilidad se asuma para algo y por algo, lo que implica siempre un proyecto político -en definitiva ideológico- que lo subyaga en el fondo.

Por supuesto que todo esto no significa negarse a aceptar que las sociedades occidentales han cambiado mucho en las últimas décadas -e incluida en ellas, la española- así como que las ideologías que intentaban transformarlas -y concretamente la marxista-socialista- se han hecho inoperantes por el curso de la historia socio-económica y tecnológica. Lo que no impide que sean muchos los planteamientos ideológicos del siglo XIX que aún persisten en muchas mentes políticas. Como ha dicho Kuhri, el hombre es un animal prodigiosamente dotado

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para mantener doctrinas refutadas por los hechos.

También es cierto que la utopía convertida en creencia, en fanatismo, en convicción absoluta, puede conducir -y de hecho la historia es rica en estos procesos- a manifestaciones totalitarias y de una radical intolerancia. La ingerencia religiosa en la práctica política ha sido una constante históricamente repetida. La conversión del militante en un compuesto de profeta y conspirador no ha sido una rareza. Y de hecho la ideología marxista ha funcionado, en muchos casos, bajo formas explícitamente religiosas. Los trasvases de una fe cristiana a una fe marxista han sido frecuentes.

Pero todo esto no justifica que se tire por la borda toda ideología, entre otras razones porque ello es imposible. Sin ideas, sin modos de entender la sociedad y la vida -por muy poco sistematizadas que éstas sean- no se puede funcionar humanamente. Como dijo Kant, refiriéndose a la metaflisica, pero extrapolable a la ideología, cuando a esta última, la ideología, se le expulsa por la puerta, se cuela por la ventana. Y esto, en realidad, le ha ocurrido al felipismo. Ha expulsado por la puerta el socialismo autogestionario y el neutralismo, pero se le ha colado por la ventana el liberalcapitalismo y la política de bloques. Sin ideología -insistono se puede funcionar por la vida y mucho menos por la política. Lo que ocurre es que al colarse de matute, subrepticiamente, sin así reconocerlo, se cae en una desconcertante esquizofrenia. Y así está ocurriendo en nuestro país con el actual poder político.

De cualquier forma, hay que admitir -y ello está demostrado históricamente- que toda ideología se disuelve, o al menos se adultera, en contacto con el poder. Pero lo que no hay duda es que cuando se renuncia a una ideología explícita los políticos se convierten en profesionales de la toma y conservación del poder. En este sentido, los socialistas ¿se han sacrificado ideológicamente en aras de lo ineluctable de una realidad económico-social, o sólo les preocupa sucederse a sí mismos? De cualquier modo, renegando cada día más de sus ideas y de su capital histórico, el felipismo acepta convertirse en el administrador político de la fase actual de la economía capitalista española. Con lo que supone de liquidación definitiva de todas las visiones utópicas que de la sociedad y del futuro histórico se había fabricado la izquierda española. Lo cual a lo mejor es bueno, pero hay que así decirlo.

De todo esto se desprenden unas cuantas preguntas que cualquier observador medianamente atento a la política española no puede hoy dejar de hacerse: ¿cuál es la ideología del partido en el poder? ¿A qué intereses sirve? ¿Qué metas se propone? Y sólo puede resultar de confusión y perplejidad la respuesta que a estos interrogantes se ofrezca. Del programa máximo formulado en 1879 -cuando lo fundó Pablo Iglesias- al mínimo que hoy se está practicando, no existe la más mínima correlación que haga pensar que se camina en igual sentido y se avanza en la misma dirección. Bien es verdad que han pasado 106 años, lo que ha sido suficiente para borrar las propias señas de identidad, pero esto hay que decirlo, reconocerlo y divulgarlo -incluso cambiar de siglas-, porque, de otro modo, es un fraude, y estamos llegando a un punto en que ya no se sabe quién es quién en este país. ¿Se sigue siendo socialista y obrero? Porque la realidad es que ni se propone un modelo no capitalista de sociedad ni se anteponen los intereses obreros contra el resto de la sociedad cuando entran en colisión. Habría que llamar a las cosas por su nombre. Lo cierto es que una vez en el poder han descubierto la magia del libre mercado, la dinámica del lucro y del beneficio, la carrera de armamentos, la soberanía nacional limitada y la política de bloques militares. Si ello es ineluctable, habrían de reconocerlo modestamente. La consecuencia es que hoy izquierda y derecha sólo se distinguen por sus emociones más o menos viscerales y no por su política práctica. Me imagino que, además, por la mejor o peor mala conciencia con que se hacen: unos convencidos y otros a la trágala; unos contentos y otros lamentándolo. En la conferencia pronunciada por Alfonso Guerra en Oxford (febrero 1985) definió el proyecto socialista como una . vertebración de España, un país que funcione bien y una modernización responsable". Es decir, algo tan absolutamente ambiguo como no decir nada, y algo totalmente suscribible por cualquier partido de centro-derecha. Lo cierto es que la sublime ambigüedad del felipismo quedará en la historia de España como algo verdaderamente antológico. Evidentemente, estamos asistiendo a una degradación ideológica del poder político.

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