El poeta que amaba a las mujeres
Cuando afirmamos de un poeta que es un artista individualista, idiosincrásico o inclasificable no estamos tanto describiendo su personalidad como reconociendo la insuficiencia de los clichés y las generalizaciones críticas para explicar en qué consiste el talento de una figura dada. Tal es el caso de Robert Graves, que no empezó a ser verdaderamente apreciado como poeta hasta los años 50, y que aún ahora, en el instante de su muerte, continúa evidenciando una singular resistencia a dejarse encuadrar dentro de un esquema simplista. ¿Qué clase de poeta fue Robert Graves?. ¿Cuál es el lugar que le corresponde dentro de esa tradición anglo-irlandesa a la que él siempre se consideró fiel?. ¿Dónde están sus raíces y en qué reside su principal aportación a la poesía del siglo XX?. No creo que se pueda decir nada certero sobre Graves sin intentar antes dar respuesta a estas tres cuestiones.Siendo todavía un niño fue admirado por Swinburne cuando le paseaban en su cochecito. Años más tarde, mientras asimilaba el impacto de la Gran Guerra en su vida y se preguntaba por el rumbo futuro de su obra poética, visitaba a un anciano Thomas Hardy y escuchaba lo que éste tenía que decirle sobre el oficio del poeta. Ambos encuentros, por anecdóticos que sean, nos sirven para situar al primer Graves como un poeta más tradicional que innovador, menos rupturista que convencional. Y en efecto hay que relacionar sus primeras tentativas con la poesía de los Georggians y las antologías de sir Edward Marsh, con una lírica poblada de paisajes, niños y nostalgias. Ello es tanto como ubicarle en las antípodas del modernismo, ese modernismo cosmopolita e irónico de Elliot, Pound y los imaginistas.
Vivencias bélicas
Pero al igual que T. H. Lawrence, que comparte con él unas señas de identidad semejantes, Graves no tarda en demostrar que su aversión al modernismo no le impide distanciarse por igual de la poética insularista y acaramelada de los Georgians. De hecho, sus experiencias como soldado en la I Guerra Muncial, sus largas décadas de residencia fuera de Inglaterra, así como la amplitud y diversidad de sus referencias culturales le convierten en un autor difícilmente homologable a los representantes prototípicos de la insularidad ortodoxa, llaménse A. E. Housman o Edward Thomas.
Así pues, fueron sus vivencias bélicas y la relación con la norteamericana Laura Riding las que hicieron de Graves un creador original, escasamente contamidado de movimientos y modas literarias. La depresión en que quedó sumido a comienzos de los años 20 le orientó decisivamente hacia una concepción terapeútica y visceral de la poesía; y los años de convivencia y estrecha colaboración literaria con Laura Riding le sirvieron para desprenderse de la blandura desabrida de los Georgianos.
Poeta demiúrgico
A pesar de la importancia de su obra en prosa, no debemos vacilar en atribuir a la misma un papel secundario en relación a la poesía, que constituyó su objetivo primordial desde la adolescencia y dio lugar a una larga secuencia de títulos desde que en 1916 publicara su primer volúmen de versos.
Sus poemas fueron claramente ganando en belleza, hondura y personalidad conforme avanzaban los años, hasta conformar esa imagen del poeta que, finalmente, queda culminada con su desaparición. En muchos aspectos, hemos de cifrar su valía en todo aquello que le hace diferente de sus coetáneos. Así, su condición de poeta eminentemente lírico, intensamente romántico, inequívocamente demiúrgico resulta tan inhabitual en estos tiempos como la índole peculiar de su clasicismo, distanciador y lacónico en sus recursos expresivos. ¿Quién, si no Graves, podría escribir sin un atomo de ironía lo siguiente: "La función de la poesía es la invocación religiosa de la Musa; su utilidad es esa experiencia mixta de exaltación y horror que la presencia de ella despierta?".
A la postre, sin embargo, el clasicismo de Graves no es de tipo apolíneo, pues está henchido de una pasión por el principio femenino de la que brotan sus mejores poemas. A este respecto el poeta nos confiesa: "Mi tema principal fue siempre la imposibilidad en la práctica, trascendida sólo por una creencia en los milagros, de que existiese un amor absoluto y continuado entre el hombre y la mujer". Más que ninguna otra cosa, ciertamente, Graves fue el poeta que amaba a las mujeres, y que hizo de ese amor su fuente de inspiración esencial. Desde su primer matrimonio con Nancy Nicholson, la enérgica feminista que era hija del pintor William Nicholson, hasta sus encuentros con las jóvenes admiradoras que venían a visitarle a Deiá, Graves vivió siempre con el feraz estímulo de su fervor por las mujeres, importándole más la exploración de la verdad a través de su poesía meditativa que la búsqueda de la vanidad y el éxito literario. La honestidad filosófica y psicológica de su empeño se da la mano con la destreza técnica de su arte, la misma que se hizo famosa por la paciencia y la obstinación con la que trabaja sus composiciones a través de innumerables revisiones y retoques. Al cabo de casi un siglo de vida, Robert Graves deja atrás un centenar largo de libros y un número considerable de hijos, nietos y biznietos. Quien hizo del amor por la literatura y las mujeres el eje de su vida tiene así asegurada, me parece, su pervivencia en el tiempo.
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