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Tribuna:LA MUERTE DE UN CLÁSICO
Tribuna
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Poesía, mitología y amor

Cuando T. S. Eliot murió en 1965 la poesía inglesa se quedó huérfana. Menos mal que todavía vivía en Venecia un viejo americano llamado Ezra Pound y en Mallorca un anciano británico, Robert Graves, que podían desde su eterna juventud impulsar los ritmos de los creadores venideros. La lírica sería cuestión de experiencia, recuento íntimo de toda una vida, testimonio reposado de una existencia, y por ello el eco de los Cuatro cuartetos sería la música más peligrosa para quienes querían expresar sus emociones. Robert Graves era siete años más joven que T. S. Eliot, y su capacidad de creación era fascinante, no limitándose únicamente al campo poético ni contentándose con esa joya que son sus Collected poems, sino adentrándose con vigor lo mismo en la novela histórica, con Yo, Claudio, por sólo citar un ejemplo; en el ámbito ensayístico, y ahora recordamos Los mitos griegos y, por supuesto, la autobiografía Adiós a todo eso, y hasta la traducción de los clásicos en La Iliada. Un hombre culto, irónico y sensual, que acaba de fallecer dejando un enorme vacío en la literatura universal. Un brillante poeta que escribía una espléndida prosa y que conocía los mecanismos secretos de la creación novelística, lo cual no es un caso muy frecuente. Un autor que imponía a su pensamiento una tensión admirable donde se fundían la deuda al pasado y una especie de romanticismo decadente, junto a un cinismo exquisito, para así alcanzar la esencia de las situaciones amorosas. La mujer sería el centro de un ceremonial sublime de sensualidad mediterránea que le servía para repetir su eterna situación de senex amans. La compañía femenina acudía para rejuvenecer un poco a quien hacía del encuentro con la belleza una forma básica de reconciliación con el destino, de incorporación a la historia. Aquí rompía por completo con T. S. Eliot, tan angustiado con sus lucubraciones culturales, y se alejaba de Ezra Pound, siempre dispuesto a revivir textos olvidados, y se colocaba en una línea de sinceridad y ternura que conduciría a la poesía que Lawrence Durrell dibujó en el Cuarteto de Alejandría.Una poesía de reminiscencias pasionales. Una obra de esplendor afectivo donde brotan, sin embargo, los malos recuerdos de la I Guerra Mundial, incluso haber sido dado por muerto. Su creación a partir de entonces sería un desafío al destino, una búsqueda ardorosa de la vida, y hasta su historia con la poetisa americana Laura Riding sería otro aspecto de su actitud mental. La palabra como eterno vínculo entre el creador y su amor, una propuesta que ya aparecía en Dante y Petrarca, pero que muchos poetas del siglo XX habían olvidado. Inscribió su nombre en las ya clásicas antologías de Georgian Poetry, y se vio incluido en un grupo donde entrarían nombres tan distintos como Rupert Brooke, Walter de la Mare y John Masefield. Se sintió a gusto entre quienes tenían una visión patética de la vida y de la muerte. La guerra aparecía insolente en aquellos autores, y Graves sabía que su fin estaba próximo y lo escribía sin pretensiones retóricas, con un sincero aire de biografía, con un eco inconfundible de novela. Hablaba de las trincheras, de la muerte y de la infancia, pero ya entonces asomaba el amor como una redención necesaria, dibujaba momentos de soledad de viajeros perdidos que recorrían el mundo tras una mujer deseada. Estas conductas no las aceptaría T. S. Eliot, tan poco adicto a la guerra, tan poco renuente a expresar su intimidad afectiva en su obra, y por ello Graves se sintió en un vacío que le hizo romper para siempre con sus canciones de guerra y exiliarse en Mallorca en 1929, siete años después de que La tierra baldía y Ulises impusieran unos cánones demasiado severos y crípticos a los escritores británicos. Rompió con Inglaterra y se despidió de todo aquello, y en nuestras bellas islas hizo de la relación entre amor y muerte un santuario de plenitud moral. El sueño de los enamorados se convierte en motivo de esplendor creativo, la ironía del sexo busca una majestuosa gloria, hay una complacencia continua en hacer de la felicidad una ceremonia Frica de lujuriosa belleza. Rompe con la línea patética de autores tan necesarios e inevitables como Rilke o Montale, se aleja de la tradición británica para caer en una liturgia personal, en un culto a la experiencia.

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Lo sencillo en sublime

En el fondo de su corazón yacía tina historia pasional. La musa volvía al texto con todas sus pretensiones de culto. T. S. Eliot había conseguido, en parte, destronar las glorias ficticias de los georgianos, pero la solución imaginista que Pound propuso tampoco era un camino demasiado prometedor para quien pensaba tanto en sensaciones íntimas y secretas y se sentía a gusto en los márgenes confidenciales de la prosa. Ésta es la indomable soledad que se esconde en El conde Belisario, los latidos subconscientes de la traición a la historia para caer humillado a sus pies. Este contrasentido hace de Graves un exiliado en busca de un modo de entender la cultura, y que en La hija de Homero muestra su vocación invencible por los clásicos, pero no entendidos como frío motivo erudito, sino como norma de vida y pauta de conducta. Ésta es la admirable lectura que se sugiere de La Odisea, la construcción de una "gramática histórica del mito poético". La mitología como deuda obligada para eI poeta.

Un autor puro que trataba de evitar las influencias eludiendo cualquier compromiso estético que supusiera la pérdida de libertad a su pensamiento, y que desde hechos triviales de la vida cotidiana avanzaba hasta una extraña fantasmagoría de sensuales cadencias. Este proceso de conversión de lo sencillo en lo sublime era su mayor secreto. Una obra creada para el presente y no para el futuro con unas palabras que parecían surgidas de la propia forma de conversar con su dilatada cultura. Por eso muchas veces se dirigiría al mundo infantil con ternura. Otras, trataba de entrar en los extraños recodos del pasado, pero siempre sabía imprimir un ritmo especial a sus palabras, y alcanzar una extraña plenitud en la que evocar la posteridad sería como llorar en su propia tumba. Sus poemas son auténticos ejemplos morales donde se habla de culpas y castigos, se colocan los sucesos bajo la mirada benévola de quien escribe desde un conocimiento muy amplio de la historia. Hay una extraña simbiosis de condescendencia y desprecio hacia unos comportamientos que parecen salir de páginas de Thomas Hardy y que tienen con la novela una complicidad excesiva.

Lo imagino en su retiro de Deià recordando la I Guerra Mundial. Esa instantánea necesita de páginas de La Odisea, de momentos de sinceridad mística. "All that I wrote in love, for love of art", confiesa, y es prueba a la vez de su sentido de culpa, lo que imaginaba que pensaban de su obra, la leyenda de un autor refugiado en su propia visión de la realidad. Un hombre que advierte cómo la belleza está en peligro, y cuando se acerca a su infancia, como fuga de tanta trivialidad amorosa, descubre un horror entre las lechuzas y la nieve, y así marca un ritmo casi metafisico a sus recuerdos e intenta huir hacia el presente. Vence las dark hours y se encamina con impaciencia hacia su propia vulnerabilidad. Mesalina le vigila con insistencia, y hay un extraño temor de verse, como Claudio, asesinado por Agripina y deificado. Este proceso de muerte y resurrección está implícito en su dilatada, obra, en su misma traducción de Los doce césares, de Suetonio; en sus atisbos en el Rubaiyyat, de Omar Khayaam. La compañía del pasado exige unos tributos concretos, y Graves conoce de cerca ese peligro y hace de su misma versatilidad una forma estilística. Un poeta que conoce muy de cerca los mecanismos de la biografía, la mitología, la traducción, la crítica y la novela no es fácil de encontrar, y que en todas esas áreas haya alcanzado estima y gloria es todavía más difícil. La locura de Claudio es su misma fantasía desbocada, el cauce desenfrenado de los deseos, un extraño paisaje donde superstición y crueldad conviven. Un lugar decorado con fragmentos bíblicos, incluso con blografias sobre Cristo, donde la mitología avanza impasible entre las creencias. Es la escritura de la más sincera deificación cultural. Los dioses permiten la incursión de los mortales, y así es como Belisario o Jasón inician su tránsito, como héroes de leyenda que todavía conservan intacto el recuerdo de la guerra, buscando las contradicciones entre los hombres. La diosa blanca, la musa eterna, está presente y el inolvidable recuento personal de Adiós a todo eso es una explicación de cómo un hombre busca el exilio, se refugia en nuestras islas, anhela una eternidad. Ha muerto a los 90 años, con una total fidelidad a sus creencias, arrastrando años de melancolía y miedo, intentando sobrevivir a aquella noticia de su muerte que The Times publicaba hacía muchos años, cuando era muy joven y estaba en la guerra y ya creía en la necesidad de soñar. La mujer está en el centro de su vida, es el germen de su existencia y construye un culto hacia el matriarcado que llena todas sus páginas. La poesía inglesa está de luto: en pocos días han fallecido Robert Graves y Philip Larkin, los que ostentaban más categoría y prestigio. Un gran poeta que hizo del pasado un motivo sensual de inspiración y que encontró la eternidad en nuestra tierra.

Cándido Pérez Gállego es catedrático de Literatura Inglesa en la universidad Complutense de Madrid.

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