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"La ética de las responsabilidades"

En estos días, cuando está haciéndose el balance público de los 10 años transcurridos desde la muerte de Franco, me parece que sería oportuno que un viejo observador de la historia contemporánea -de la historia de España dentro del marco de la historia universal- ofrezca sus particulares puntos de vista sobre un tema que a todos nos concierne, apreciaciones en todo caso favorecidas por la virtud, o quizá perjudicadas por el inconveniente, de no responder a otro compromiso que el de una absoluta sinceridad.Según yo lo veo, lo que fundamentalmente significa este decenio es el proceso acelerado por el cual los españoles están asumiendo al fin, como entidad colectiva, la realidad de su posición en el mundo, y así desprendiéndose -como entidad colectiva, repito- de las falsas y tan nocivas ilusiones en que durante tan largo tiempo habían estado, y de las que habían vivido una vida fantasmal.

Cuando, a poco de establecerse la democracia en nuestro país, se habló con insistencia del desencanto, me permití señalar lo obvio: que para desencantarse era necesario haber estado previamente encantado; y pensé en mis adentros que, en efecto, España había sido víctima de un prolongadísimo encantamiento; que había sido una bella durmiente, inerte y ajena en su urna a mundanal acontecer. Varios de mis estudios, entre ellos un librito de 1965 al que no se le permitió circular aquí entonces, intentan analizar desde diversos ángulos la singularidad del destino histórico que cifro en esa imagen; pero en la ocasión presente no podría insistir, sino en el aspecto de la neutralización -y marginación consiguiente- sufrida por España a partir del tratado de Utrecht, y de los efectos producidos por esa situación sobre el ánimo y la mentalidad de los españoles.

Que un Estado político pierda la categoría de gran potencia, como le ocurrió a nuestro país por aquellas fechas, para pasar a convertirse en satélite de otros astros mayores no es, por cierto, caso excepcional, sino, al contrario, siempre repetido; como no lo es el que, mal resignados a aceptar esa realidad, quienes lo gobiernan se aferren a la ilusión de una desvanecida grandeza. ¿Acaso no estamos viendo ahora cómo Francia quiere gallear de fuerza atómica tras haber mostrado su incapacidad militar en guerras sucesivas, y con qué exceso de soberbia respondió el Reino Unido al gambito de las Malvinas en una guerra que, así y todo, no hubiera ganado sin el apoyo norteamericano? Y ambos Estados, destituidos de sus respectivos imperios, ¿no están impidiendo con sus pretensiones de imposible preeminencia que Europa se constituya en el cuerpo político capaz de quebrar la peligrosa pugna de las actuales superpotencias? Pero dejemos a cada cual con sus locuras, y volvamos a considerar nuestro caso.

Según yo lo entiendo, lo que éste tiene de singular es -expresado en la forma apodíctica que la ocasión consiente- que, coincidiendo con la postrera fase de la desintegración de nuestro imperio, la ideología nacionalista, fuerza motriz de la política europea desde comienzos del siglo XIX, vino a superponerse aquí al tradicional integrismo, reforzándolo y haciéndolo un poco delirante, aun en sus manifestaciones excelsas, como lo son muchas de las actitudes de la generación del 98; y eso, en un país privado de iniciativa histórica. La consigna, para esas manifestaciones de alta calidad espiritual, era adentramiento; o sea, en verdad, el ensimismamiento, el aislamiento resentido y engreído; para el vulgo, un orgullo necio, con aparente y, en el fondo, envidioso desprecio de lo ajeno.

La segunda gran guerra viene a destruir el orden de los equilibrios internacionales europeos que habían llenado la Edad Moderna, creando un espacio y una oportunidad para la reinstalación de España dentro de un nuevo orden mundial; pero sólo ahora, con 40 años de retraso -los años de la dictadura franquista- empiezan por fin los españoles a reintegrarse al tiempo histórico, cuando todavía no ha podido alcanzarse una organización viable de las relaciones de poder en el planeta. En virtud de ese retraso mismo, el proceso de nuestra adaptación a la realidad, de nuestra incorporación activa al juego de esas relaciones -y me refiero sobre todo a la adaptación psicológica, no tanto institucional- está cumpliéndose con ritmo acelerado y admirable madurez, aunque, desde luego, no sin algunos tropiezos, que en el balance del decenio están saliendo a la luz pública para ser discutidos. Airearlos es una buena práctica de higiene mental, y contribuirá a evitar que se repitan.

Al hacerse dicho balance, es claro que deben adquirir muy especial relieve las declaraciones vertidas por el actual presidente del Gobierno a través de diferentes medios sobre su propia experiencia de gobernante. Quisiera recoger aquí algunas de las palabras que autorizó en la entrevista concedida al director de este periódico. Dijo ahí, entre otras muchas cosas, que "hemos pasado de una fase de acumulación ideológica extraordinariamente fuerte a una fase de responsabilidad en la gestión de los asuntos: hemos dado pasos de la ética de las ideas a la ética de las responsabilidades, en expresión weberiana". Leyéndolas, sentí regocijo al comprobar que este nuevo hombre de Estado se apoyaba en sólidos conceptos de quien diera orientación al pensamiento sociológico-político de mi ya hoy vetusta y casi extinguida generación universitaria, el eminente Marx Weber; pero me regocijó sobre todo la honestidad de la confesión de Felipe González, a pesar de hallarla cautelosa, tímida y en exceso circunspecta. De ningún modo me parece a mí que reconocer la realidad, aceptarla y atenerse a sus imperativos para actuar sobre ella -"ética de las responsabilidades", en palabras de Weber hechas suyas- implique haber abandonado la ética de las ideas -"acumulación ideológica"-, porque desgraciadamente no se han creado en nuestro siglo ideologías, sistemas de pensamiento, capaces de interpretar las condiciones de la sociedad actual y de promover las instituciones que sirvan para manejarla. Es, por lo contrario, demasiado evidente que las transformaciones profundas operadas en ella por las etapas sucesivas de la revolución industrial no han dado lugar hasta ahora a una correspondiente filosofía sobre la cual fundar el orden de las relaciones interhumanas. Seguimos valiéndonos de las instituciones políticas originadas en el pensamiento del siglo XVIII, y repitiendo maquinalmente ideas que no tienen ya mucho que ver con nuestras realidades básicas. Así pues, a lo que se renuncia para asumir la realidad de nuestro mundo contemporáneo adoptando la ética de las responsabilidades no es, por cierto, a la ética de las ideas (¿dónde se encuentran hoy en el ancho mundo esas ideas vivas susceptibles de una efectiva encarnación social?), sino a espectros de ideas muertas, a revenants ideológicos, con los que aquí, en nuestro país, pudo jugarse en el vacío creado por la dictadura para combatir, aunque fuesen herrumbrosas espadas, contra el régimen, pero de aplicación nula a una sociedad avanzada, a esta sociedad de la más alta tecnología. Rutinariamente y a falta de mejor, siguen usándose sin convicción en el mundo esas espadas herrumbrosas, más que nada en calidad de elemento decorativo. Pero véase lo ocurrido aquí en España al desmoronarse el artilugio del régimen franquista: aun la postrer corriente europea de pensamiento político-social auténtico, el marxismo, que con todo su rigor intelectual no supo, sin embargo, producir en ninguna parte instituciones idóneas, y que entre nosotros movilizara a la oposición clandestina contra la dictadura, se ha volatilizado con la desaparición de ella, y si el partido socialista renuncia al título de marxista, el partido comunista se ha hecho pedazos.

Insisto, pues, en que el supuesto sacrificio de convicciones ideológicas en aras del pragmatismo no es, en verdad, sacrificio tal, puesto que las víctimas propiciatorias -esas ideologías

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decimonónicas- eran ya cadáver exangüe. Ante la carencia de un aparato intelectual sistemático y articulado que permita interpretar la realidad presente con perspectiva de futuro -¡qué remedio!-, sólo la buena fe y el buen sentido, y la humana intuición de lo justo, digno y conveniente, pueden guiar la conducta política en el gobierno de la comunidad.

Pero para atinar en esta disposición pragmática obedeciendo los dictados de la ética de las responsabilidades será necesario -y en ello estamos- desprenderse de muchas engañosas fantasías incubadas en nuestro ánimo por la plurisecular segregación del mundo histórico -o aislamiento internacional- en que hemos vivido, y que tras la guerra civil acentuó al extremo el régimen franquista. Empeñado este régimen en restablecer la imagen de la España eterna, la España celestial (Unamuno dixit) o esencial, erradicando de su suelo como anti-España cualquier conato de modernidad, los españoles, en la enajenación de su secuestro, o bien comulgaban en la imposible utopía, o bien quienes no podían tragarla se aplicaban a construir por su parte sobre la base de aquellas periclitadas ideas otras imprecisas utopías, mientras que -¡extraña ironía del destino!- las forzosidades de la economía, en fascinante combinación conciertos rasgos del autoritarismo imperante, daban ocasión a que la sociedad española, a favor del reflujo de la prosperidad mundial, experimentara una transformación interna más profunda de lo que se habían atrevido a proyectar en su día los programas de reforma de la derrotada y denostada República de 1931.

En efecto, las estructuras económico-sociales de España se habían modernizado hasta el punto de homologación con las de los otros países europeos, y esto bajo el caparazón arcaizante del régimen franquista. Ello explica la fácil transición hacia la democracia, que advenía como fruto maduro que se desprende del árbol, cuando, en el plano de las representaciones mentales, seguían los españoles instalados en lo mitológico. "Desmitificar" fue en aquellos momentos, y no en vano, la consigna, el verbo que estaba en todos los labios. Cayeron, por lo pronto, las más vistosas, ostensibles y externas presas de la mitología franquista -aunque en el fondo persistiera, y persista, su poso-, pero se levantaron y afirmaron los mitos de las ideologías que manteníamos en reserva. Por lo pronto, y para empezar, el mito de la democracia y de la libertad política. No hay duda -o al menos yo no la tengo- de que democracia y libertad . política es no sólo el régimen de gobierno más apropiado a nuestro nivel de civilización, sino también el que, en términos absolutos, mejor responde a las exigencias morales de la dignidad humana. Pero de su implantación se esperaba, con utópica esperanza, el remedio súbito de todos los males y el cumplimiento de la felicidad universal. El milagro -claro está- no se produjo, y en seguida vino el inevitable desencanto.

Algo parecido está ocurriendo en estos días a propósito del cambio ofrecido por los socialistas en su programa electoral. Pues ¿qué era lo que se esperaba?, ¿que la sociedad real se transformara en una sociedad ideal, perfecta? Otra vez el mito; otra vez la expectativa del milagro. Pero los Gobiernos carecen de poderes taumatúrgicos, y cuando intentan implantar la utopía no suelen obtener, a costa de catástrofes dolorosas, sino resultados mínimos y, con demasiada frecuencia, contrarios a los propuestos. La historia lo muestra con la elocuencia de ejemplos abundantes en el pasado y en el presente. Los cambios de verdadero calado se gestan en el seno de las sociedades, propiciados, en el mejor de los casos, por la acción templada de los poderes públicos. Frente al decenio cuyo balance está intentándose, mi impresión es que, entre errores y aciertos, la obra cumplida hasta ahora por los sucesivos Gobiernos que han administrado en España los intereses colectivos es resueltamente positiva y, en su conjunto, muy satisfactoria.

Cuestión distinta -y menores la de las escaramuzas de los partidos políticos en su competencia por el poder. Será lícito en este terreno capitalizar, digamos, la imprudencia en que incurrió el partido socialista al prometer en su propaganda electoral la creación de una determinada cantidad de puestos de trabajo, poniendo en evidencia su incumplimiento.

Pero aunque esté mal prometer aquello que probablemente no va a poder cumplirse, nadie se engaña al respecto, pues todo el mundo sabe que en caso de desastre económico, igual que con las calamidades naturales, quien tuviera el remedio en su mano lo aplicaría desde luego.

Grave, sí, fue, en cambio, la promesa socialista de un referéndum sobre la permanencia de Espada en la OTAN, y es de suponer que, desde la instalación en la ética de las responsabilidades, la amarga penitencia implícita en ese pecado de irresponsabilidad habrá servido de duro escarmiento a quienes lo cometieron; tanto más cuanto que en ello hubo no un mero error -que, paladinamente confesado, se perdona-, sino cierta malicia, un propósito de ser hábil jugando tan peligrosa baza. Lo da a entender así el que la negativa frente a la permanencia de Espafía en la Alianza no se formulase al modo tajante y resuelto de una convicción firme, pues aun el eslogan proclamado -recuérdese su texto- se hallaba concebido y redactado con reticente ambigüedad... Llevar a referéndum un asunto de tal naturaleza (aparte de que el referéndum no resulta ser el mejor instrumento de la democracia) es -reconozcámoslo- una iniciativa de pura demagogia. ¿Por qué no someter al voto de los particulares la abolición del servicio militar? ¿Por qué no preguntarles si no desean que se supriman los impuestos? Háganse encuestas para conjeturar cuál sería la respuesta mayoritaria.

De cualquier manera, es lo cierto que el cuerpo electoral no está preparado para pronunciarse sobre este asunto con conocimiento de causa. El problema en cuestión no ha sido sometido a una seria -ni siquiera a una superficial- discusión encaminada a permitir que se forme opinión pública al respecto, y parece demasiado injusto exigir a la gente -esto es, a cada ciudadano particular- que eche sobre sus hombros la carga de decidir sobre un asunto tan arduo y complejo, acerca del cual sólo ha oído apelaciones simplistas de impacto emocional. En el apurado trance a que se ha Regado, pienso yo que, si al fin de efectúa el referéndum, tanto el Gobierno como también la oposición -pero el Gobierno ante todo, naturalmente- tienen la obligación de abrir un debate a pecho descubierto y enterar a la gente de qué se trata, con todas las implicaciones y consecuencias previsibles de cada alternativa, para que el voto popular vaya ilustrado y no movido por el capricho frívolo, o más bien por los reclamos de la fácil demagogia.

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