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Tribuna:PREMIO DE LAS LETRAS ESPAÑOLAS
Tribuna
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Melancólico, observador y sardónico

Julio Caro Baroja nació en Madrid el 13 de noviembre de 1914. Para los que creen en esas determinaciones de la fecha del nacimiento se puede decir que nació en un día de mal número, en un mes fúnebre, en un año aciago para Europa. Su padre fue Rafael Caro Reggio; su madre, Carmen Baroja y Nessi, hermana de Ricardo y Pío. Durante 13 años fue hijo único, sobrino único y nieto único. Y esa larga espera de niño único en medio de personas mayores fue lo que, según sus propias palabras, le convirtió en un "pequeño Dombey; melancólico, observador y hasta sardónico".El medio en que se crió es de sobra conocido, incluso para quienes no han leído Los Baroja, ese libro de memorias donde con una suerte de puntillismo literario pinta el ambiente familiar y dedica, como en toda autobiografía honrada e inteligente, mucho mayor número de páginas al prójimo que a sí mismo. Aparecido en 1972, fue su libro de éxito, el que le dio a conocer más allá del reducido círculo en el que Julio Caro ha trazado desde siempre su vida y el que indirectamente vino a informar a la sociedad española de que contaba con un antropólogo; el hombre que, de no haber sido por su carácter dombeyano, por su decidida aversión a toda función pública, por su poca afición a la enseñanza y a toda clase de trabajo que no sea individual y poco menos que solitario, podría haber creado la escuela española de antropología.

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Mi amigo Julio Caro Baroja

Libro de memorias

Me parece ocioso hacer la semblanza de este hombre, que ha quedado para siempre autorretratado en ese libro de memorias; pero lo que ahí no se dice es lo mucho que ha trabajado y escrito, y no sólo sobre los artículos obligados de la antropología académica (si es que esa expresión se debe emplear), sino sobre numerosos aspectos de la vida cultural española que nadie hasta él había tocado.

De esa forma, su repertorio abraza desde la etnología hasta la mitología, pasando por la historia, el folclor, las costumbres, las brujas, la hechicería, los vascos, la Inquisición, el carnaval, las fiestas populares o los romances de ciego; un asunto este último que ya interesó a su tío Pío, quien en los últimos años de su vida publicó un estudio, poco conocido, sobre la literatura de cordel.

Yo conocí a Julio Caro en la década de los cuarenta, en la tertulia de su tío en la casa de la calle de Alarcón. Es un hombre que habla bajo, con el ceño permanentemente fruncido y la voz dirigida al suelo, que acompaña con gestos de la mano derecha, generalmente de protesta. Y sólo de cuando en cuando levanta la expresión y las cejas para señalar lo poco amable y excepcional que hay en este mundo. En aquella tertulia, donde todas las opiniones que se cruzaban eran radicales, donde los calificativos más usuales eran los de majadero y sus aledaños, donde sólo en contadas y merecidas ocasiones se hacía uso del privilegio de la indulgencia, Julio Caro era, sin duda, el más radical y el más intransigente. Yo no sé si lo recuerdo, pero en una ocasión le oí decir que si le hubieran dado a elegir habría optado por ser los componentes químicos de su cuerpo: unos cuantos kilos de agua y de sales de carbono.

En la primavera pasada fue elegido para ocupar un sillón de la Real Academia Española. Ya ocupaba otro en la de la Historia. También le dieron recientemente el Premio Príncipe de Asturias de no sé qué. Y ahora, el de las Letras Españolas. Pese a todo ello, nunca dejará de ser, por fortuna, el hombre radical e intransigente, observador y sardónico.

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