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Tribuna
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Ni ricas ni famosas

Mi tío tenía una pequeña pero muy selecta biblioteca que constituyó uno de los placeres -y de las inquietudes- más fuertes de mi infancia. Cuando escribí los primeros versos y cuentos me condujo de la mano hasta ella y me preguntó cuántos libros escritos por mujeres había. Melancólicamente reconocí no más de cuatro: Las olas, de Virginia Woolf, una Antología poética, de Alfonsina Storni, una edición inglesa de poemas de Sylvia Plath y Las lenguas de diamante, de Delmira Agustini. Enseguida mi tío me dijo: "Las mujeres no escriben, y cuando escriben se suicidan". En efecto: salvo Delmire Agustini (que de todos modos tuvo una muerte violenta: asesinada por su esposo en un hotel de citas), las demás escritoras de la biblioteca de mi tío se habían suicidado.Volví a recordar esta escena al enterarme hace pocos días del implacable tiro en la sien que se descerrajó Marta Lynch, la escritora argentina a quien conocí en Barcelona, donde estuvo muchas veces. No es una forma de suicidio habitual en las mujeres, que preferimos el sueño delicado de las pastillas (método menos seguro pero incruento) o del gas. Pero Marta Lynch, que fue una mujer llena de impulso energía y fuerza, eligió el revólver, herramienta masculina por excelencia, como último gesto de rebeldía.

Las mujeres no escriben, y cuando escriben se suicidan. Doble castración: a quien se arroga un papel que no le corresponde, los dioses lo castigan con la autodestrucción. Para vivir hay que optar por el silencio.

Y después las estúpidas necrológicas que hablan de coquetería, afán de protagonismo o cirugías plásticas, porque el suicidio de un escritor responde siempre a desazones metafísicas, dramas existenciales o coyunturas psicológicas profundas, pero el de una escritora (aunque se haya descerrajado un tiro en la sien y no se atiborrara de pastillas) es parte de la trivialidad: la fama, la vejez, etcétera; entre líneas se comprende que el suicidio de una escritora es una forma más de la histeria.

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Y sin embargo la frase de mi tío tiene el poder de las certezas estadísticas. Pocas mujeres escriben, y entre las que escriben, muchas se suicidan. A la lista habría que agregar Alejandra Pizarnik, la excelente poetisa argentina que se suicidó en 1968, a los 30 años (poeta por la cual los jóvenes que leen en España sienten una reverencia muy especial), y quizá hasta Clarice Lispector, que murió de cáncer pero quemó su bello rostro, unos años antes, desfigurándolo para siempre (la distracción de un cigarrillo encendido, en el umbral del sueño, en una mujer tan atenta al inconsciente, es una forma velada de muerte).

Más allá de las, torpes, incompletas y triviales explicaciones temporales, la relación entre mujer que escribe y suicidio me parece que encierra un problema profundo: construir una identidad a contrapelo de la norma social, del papel histórico y de las demandas tradicionales provoca una serie de conflictos que nos hacen mucho más vulnerables. La negociación entre el papel genético, social y cultural y el deseo individual es permanente y conoce muchas ¡das y venidas; lo que es inevitable es el castigo, a veces brutal, a veces sutil, común, por otro lado, a todos aquellos que transgreden las normas. Las mujeres, por lo demás, difícilmente conseguimos separar la vida del trabajo, lo que equivale a decir la emoción de la producción. No llegamos a la literatura como a una profesión (y hay que alegrarse por ello, pero también saber el precio que se paga), sino como a una indagación profunda sobre la identidad, es decir, quién somos y qué es el mundo. Sólo en casos muy esporádicos (y en sociedades mucho más desarrolladas industrialmente, como la norteamericana) una escritora fabrica una novela para ganar dinero o alcanzar la fama; en todo caso estos motivos se dan por añadidura.

No separar la vida de su espejo combinado, la literatura: concepción romántica, sin duda, y el romanticismo no puede separar la pasión de la muerte.

El adiós de Marta Lynch merece todo mi respeto. En un mundo donde se considera que el éxito es la prueba del ser, se suicidó cuando su último libro estaba a la cabeza de las ventas. Saludemos a quien puede considerar el éxito inmediato como una futilidad. Se suicidó además a una edad en la que el miedo a la muerte nos hace aferrarnos de manera patética a la vida. Saludemos a quien no transige ni concilia. A quien en un cuento escrito poco tiempo antes fue capaz de concebir su propio suicidio para demostrar que efectivamente la vida y la literatura van juntas, convocándose mutuamente.

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