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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El debate del presupuesto

SUELE SER práctica habitual en los países desarrollados el conferir una cierta solemnidad al inicio del debate presupuestario. En nuestro país aún no hemos asimilado esta buena costumbre, que, por otra parte, enlazaría con lejanas y admirables tradiciones. Es una lástima que ni el presidente del Gobierno ni el líder de la oposición juzgasen necesario estar presentes a la hora de la votación de las enmiendas a la totalidad de los Presupuestos Generales del Estado. Parece que se olvida que el Presupuesto es un documento político de primera magnitud que contiene las auténticas prioridades de los Gobiernos, despojadas de la retórica oficial.A lo largo de un discurso, el ministro de Economía volvió a lanzar, una vez más, las ideas de austeridad y solidaridad, como consecuencia de las dificiles circunstancias por las que atraviesa el país. El balance que realizó del año actual -"los resultados son aceptables", dijo- fue básicamente correcto, aunque algunos puntos como, por ejemplo, el relativo a la presión fiscal, son discutibles. De enero a septiembre los ingresos fiscales correspondientes al impuesto sobre la renta de las personas fisicas se han incrementado en un 23% (tres veces la tasa de inflación), a pesar de la disminución de las retenciones decidida en abril: es difícil, con estos aumentos, pretender que la presión,fiscal directa esté estancada o bajando. En este punto el Gobierno persigue una política contradictoria, puesto que lo que aligera con una mano, al reducir las retenciones, lo hace más pesado con la otra, al no corregir la escala impositiva de los efectos de la inflación, como hacen esos otros Gobiernos, de derechas o de izquierdas, a los que tanto gusta referirse el ministro de Economía y Hacienda.

Tampoco está en absoluto clara la evolución de los impuestos indirectos en 1986, pues la entrada en vigor del IVA el 1 de enero del próximo año va a alterar profundamente el esquema impositivo actual. Los dos puntos previstos de incidencia sobre los precios plantean serias dudas en cuanto a la verosimilitud de las previsiones económicas del Gobierno para 1986, tanto en el frente de la inflación como en el del crecimiento. En efecto, ¿quién va a pagar esos dos puntos?: en principio, serán los consumidores, cuyas rentas están ya determinadas en el AES, lo cual implica, con elevada probabilidad, que el consumo privado apenas progresará en 1986 y que, de hacerlo, ello se debería a una nueva caída de la tasa de ahorro de las familias. La reducción del déficit público buscada por el Gobierno y los efectos defiacionistas del IVA no pueden sino cercenar la tasa de crecimiento de la economía. Poir ello, si se quiere hablar de austeridad, lo más conveniente es aceptar las consecuencias, y éstas, verosímilmente, no serán agradables para los consumidores.

Tampoco parecen muy coherentes los pronósticos sobre la caída de los tipos de interés. Por un lado, el aumento previsto del consumo privado sólo podría llevarse a cabo, habida cuenta del efecto inflacionista del IVA, mediante una nueva reducción de la tasa de áhorro de las familias. Nos encontraríamos entonces con una disminución del ahorro paralela al aumento de la demanda de fondos prestables por parte de las empresas, derivada, a su vez, del fuerte incremento previsto de sus inversiones. El que los tipos de interés bajen en semejante contexto constituye un misterio que no puede sino acrecentarse con las propias intervenciones del ministro de Economía a lo largo del debate, al anunciar un alto grado de rigor en el mantenimiento de los objetivos monetarios y constatar la mayor disciplina cambiaria que exigirá nuestro ingreso en la CEE.

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Otro aspecto discutible del presupuesto para 1986 reside en la inversión pública. Por más vueltas que se den ahora a esta cuestión, lo cierto es que, según las previsiones del Gobierno, la inversión pública se reducirá sustancialmente en términos reales el año próximo; algo que, de todas formas, ya está sucediendo en 1985. En este aspecto el Gobierno ha dado marcha atrás desde los postulados iniciales: hace unas semanas algunos de sus miembros aún defendían con ardor la reducción de los gastos de inversión por ser generadores, a la larga, de gastos corrientes. Y, sin embargo, a este país le faltan infraestructuras y le sobran empresas públicas. La opción elegida en la práctica ha sido sacrificar las primeras en aras de las segundas, algo que tendrá que reconocerse en algún momento.

El Gobierno merece ser apoyado en su lucha contra el déficit público, pero lo que está en juego son los criterios que priman unas partidas, como los gastos en defensa, en detrimento de otras de carácter social, como educación. Esto dicho, hay que subrayar la necesidad de que las reducciones deben centrarse ante todo y dada la coyntura actual, en los gastos corrientes. Es cierto que el clientelismo político aparece con fuerza cada vez que se llega a los capítulos concretos del recorte. Pero es en este terreno donde puede pedirse un esfuerzo a la oposición o, más sencillamente, pedirle un mayor grado de coherencia con sus propios postulados ideológicos.

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