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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Condiciones para un referéndum

AUNQUE LA rotunda apuesta realizada hace un año por Felipe González en favor de la permanencia de España en la Alianza Atlántica disipara las dudas en torno a la definitiva posición del Gobierno socialista, la confusión y la incertidumbre sobre el referéndum de la OTAN, prometido por el PSOE en su programa electoral, no han disminuido con el transcurso de los meses. El presidente del Gobierno, a la vez que reitera su propósito de convocar esa consulta antes del término de la legislatura, acumula los matices sobre su naturaleza jurídico-política, mantiene la ambigüedad respecto a su alcance vinculante, guarda silencio sobre la formulación de la pregunta dirigida a los ciudadanos y se reserva incluso la fecha precisa -forzosamente incluida dentro del mes de marzo, a consecuencia del apretado calendario electoral- de su celebración.Los juegos de palabras a propósito del referéndum comenzaron desde el momento en que el objetivo inicial de esa consulta (sacar a España de la Alianza Atlántica) quedó anulado por el cambio de actitud del Gobierno González, decidido a propugnar nuestra permanencia en la OTAN. En una interpretación literal de las cosas, el viraje de los socialistas en la cuestión de la Alianza Atlántica defrauda las expectativas alimentadas por el PSOE mientras permaneció en la oposición, pero no contradice de manera directa su programa electoral de 1982. Ese documento, además de reafirmar una "filosofía contraria a la política de bloques militares" y de anunciar su voluntad de "lograr un mayor techo de autonomía para España desvinculándola progresivamente en el plano militar del bloque del Atlántico", redujo los compromisos del futuro Gobierno a la congelación de las negociaciones "para la integración en, la organización militar" de la Alianza y a la convocatoria de "un referéndum para que sea el pueblo español el que decida acerca de nuestra permanencia en la OTAN".

Todo Gobierno democrático tiene derecho a cambiar de opinión y de política, como consecuencia del desarrollo de los acontecimientos o de un mejor conocimiento de la realidad. Felipe González puede defender la modificación de sus criterios sobre la Alianza Atlántica por la percepción desde el poder de riesgos o peligros antes invisibles. Pero la mayoría de los ciudadanos continúa siendo adversa -como el sondeo publicado hoy por EL PAIS confirma- a la integración en la OTAN. Y los socialistas han carecido de la capacidad argumental y de la voluntad de clarificación necesarias para hacer convincente su postura. Ni el Gobierno ni el PSOE han explicado de forma sistemática y clara las razones de su cambio de actitud. Las tentativas de negociar con la Administración Reagan el desmantelamiento de algunas bases estadounidenses en nuestro territorio, a fin de presentar ese logró como contrapartida de nuestra permanencia en la OTAN, no sólo han quedado frustradas por la negativa de Washington, sino que llevaban además el estigma de la improvisación y el oportunismo.

Además de su impotencia para transmitir a la sociedad española los motivos que harían indeseable o imposible nuestra salida de la Aliaza Atlántica, los socialistas han cultivado los equívocos y las brumas en tomo a sus anteriores actitudes sobre la OTAN. De creer a algunos de sus intrépidos portavoces, el PSOE nunca habría defendido la posibilidad de una España democrática situada al margen de la Alianza Atlántica y se habría limitado a discrepar de los ritmos y de los procedimientos empleados por el Gobierno Calvo Sotelo para llevar a cabo el ingreso en la organización. En esa perspectiva de confusión y de reescritura de la historia, el deseo de los socialistas de salvar la cara a cualquier precio y de resistirse a cualquier forma de autocrítica está llevando a la absurda consecuencia de que el Gobierno descargue sobre la sociedad española el peso de unas responsabilidades que sólo a él le corresponden. No parece demasiado equitativo que el presidente González, en vez de confesar paladinamente sus cambios de opinión, pretenda que sean los demás los equivocados hasta hoy mismo y aguardar a que la sociedad le suplique la permanencia de España en la OTAN.

Esa situación está afectando también a las espectativas del referéndum, promesa electoral que a diferencia de las actitudes de fondo sobre nuestras vinculaciones con la OTAN- posee perfiles inequívocos. Los socialistas se comprometieron a que fuera el pueblo español quien decidiera mediante un referéndum la cuestión de nuestra permanencia en la Alianza Atlántica, por lo que la celebración de la consulta -a la que el Gobierno quiere conceder el carácter de un compromiso ético- sólo se justifica si se respetan estrictamente esos términos. Y aunque el referéndum, previsto por el artículo 92 de la Constitución, sea consultivo en términos técnico jurídicos, en este caso la fuerza vinculante nace del propio programa electoral del PSOE.

Existen así aIgunas condiciones para que el prometido referéndum sea digno de tal nombre. En primer lugar, y con arreglo a la ley, es el presidente del Gobierno quien debe proponer -previa autorización formal del Congreso- la pregunta del referéndum, sin descargar sobre los diputados la elaboración material y la autoría política del dilema sometido a consulta. En segundo lugar, la pregunta debe versar inequívocamente sobre la permanencia o la salida de España de la OTAN, sin diluir esa cuestión en una imprecisa y vaga formulación de política exterior. En tercer lugar, el mayor o menor grado de participación popular en la consulta no puede ser un dato relevante para la aceptación del veredicto de las urnas, que debe vincular por mayoría simple, ya que la abstención en este caso es una variable de imposible valoración política. En cuarto lugar, si el resultado del referéndum fuese contrario a la permanencia de España en la Alianza Atlántica, tal decisión debería traducirse en la inmediata adopción por el Gobierno y la mayoría parlamentaria socialista de las medidas pertinentes para hacérla efectiva. En quinto lugar, esa eventual decisión adversa a la OTAN no podría ser lógicamente revocada más que mediante otro referéndum, sin que la convocatoria de nuevas elecciones generales y la formación de una nueva mayoría parlamentaria sirvieran para que los socialistas eludieran el cumplimiento de su vieja promesa.

Sin estas condiciones, el referéndum sobre la OTAN sería un fraude político. Una pregunta trucada, la negación del carácter vinculante de la respuesta o la carta escondida en la manga de unas elecciones generales posteriores que anularían el resultado del referéndum si fuera contrario a la permanencia en la OTAN privarían de veracidad a la consulta popular.

Por lo demás, si Felipe González convoca el referéndum, no cabe duda de que se verá obligado, él y todo el Gobierno, a hacer campaña activa a favor de la OTAN. Si lo gana, los resultados podrían considerarse un auténtico plebiscito a su favor. Si lo pierde, sería un honroso y joven jubilado de la política. En cualquier caso, la situación española se vería, desde luego, afectada de manera profunda.

Pero cualquier vía intermedia en la dirección de un seudorreferéndum, aunque cuente con el apoyo de una oposición conservadora dispuesta a cobrar a peso de oro su interesada colaboración, ni resolvería el compromiso contraído ni aportaría nada bueno a la situación política.

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