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30º SEMANA DE CINE DE VALLADOLID

El monumental 'Napoleón', de Abel Gance, profundiza en la recuperación del patrimonio cinematográfico universal

Un grupo de encartelados invadió el escenario del Calderón

La Semana Internacional de Cine (Seminci) cumplió el sábado su 30º aniversario. Se temían protocolos de autobombo en la inauguración, pero el temor fue infundado: tres discretos minidiscursos, más informales aún con la invasión pacífica del escenario del teatro Calderón por una docena de jóvenes encartelados que lanzaron un minimitin, igualmente discreto, protestando por el cierre de una radio libre vallisoletana. Es decir, poca paja para el mucho grano que llegó después con la proyección, con música en vivo, de Napoleón, de Abel Gance, que profundiza en la recuperación del patrimonio cinematográfico universal.

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Datos para un enigma

Napoleón es un portentoso filme mudo francés de 1927 cuya proyección es un paso más en el lento proceso de recuperación de las joyas del patrimonio cinematográfico universal, que salen poco a poco a la luz de sus ocultas latas y muestran las raíces del cine como una cúspide del arte de este siglo.Es éste un singular festival: la Semana vallisoletana del Cine está tan fundida con la vida cotidiana de la ciudad que casi no se perciben la multitud de proyecciones, conferencias de prensa, mesas redondas y otros actos que se ramifican de manera casi invisible sin alterar la flema, el pausado ritmo de la vida de esta urbe castellana.

Francisco Rabal asiste al goteo del largo homenaje que le dedica la Seminci: el gran actor habla, concede entrevistas, recita sus proverbiales coplas, acude a la cárcel para presentar su Truhanes a los reclusos, se emociona, llora un poco o suelta su estruendosa risa cascada.

El festival se inauguró el sábado con la proyección de Napoleón, de Abel Gance. Desde entonces se están diciendo y escribiendo muchas cosas estos días en Valladolid sobre esta película y su autor. Pero todas ellas, comenzando por éstas que aquí se dicen, son sólo un acercamiento balbuciente a uno de los más grandes misterios del cine: el enigma de un cineasta que hizo algunas interesantes, pero nunca excepcionales, películas de aprendizaje; que fue a Hollywood para afinar su oficio con las enseñanzas de los pioneros californianos; que volvió a Francia deslumbrado por la visión de El nacimiento de una nación, de Griffith, y que, una vez allí y durante 10 años, preparó como un obseso un filme que pudiera dar una monumental réplica europea a aquel monumental desafío norteamericano.

Hizo Gance su Napoleón en tres largos años, entre 1924 y 1927. En este tiempo tuvo que conocer sin remedio algunas de las obras matrices del naciente cine soviético y no es una conjetura descabellada pensar que sus concepciones formales griffithianas sufrieron alteraciones ante las primeras y puntiagudas aportaciones al lenguaje cinematográfico moderno de los Vertov, Eisenstein y restantes pioneros soviéticos. Esto se percibe en su filme. La obsesiva y genial década de Gance terminó con el estreno de su Napoleón un día de abril de 1927 en la Opera de París, donde brotó a raudales una obra cinematográfica sin par, pero precisamente a partir de entonces el genio de Gance se eclipsó y ahí comienza su enigma.

¿Qué le ocurrió al cineasta francés? ¿Agotamiento, vaciamiento de su imaginación tras el enorme esfuerzo, decepción callada ante las sordas y aceradas críticas políticas que, desde la izquierda radical, provocó su filme?

Eran aquellos últimos años veinte el umbral de una convulsión política europea de dimensiones colosales y hacer en ellos, sin guardarse las espaldas, con fervor desatado, una epopeya sobre el bonapartismo no era precisamente digerible por los estómagos hambrientos de los movimientos obreros y revolucionarios franceses de aquel tiempo, que relacionaban, con automatismo sumario, el ascenso de Bonaparte por los vericuetos del régimen jacobino con la reacción thermidoriana -glorificada indirectamente por Gance al glorificar éste a Bonaparte, que se aprovechó descaradamente de ella-, una reacción que fue el comienzo del fin de la parte revolucionaria de la Revolución Francesa.

Urgencias políticas

¿Fueron estas urgencias políticas las que eclipsaron prematuramente la deslumbrante inventiva de Gance? No hay respuesta o, al menos, este comentarista no la tiene. La única respuesta sigue, en forma de bellísimo enigma, ahí, en las pantallas del mundo: ese divertido, tumultuoso, asombroso, emocionante suceso épico que es Napoleón, un filme que, en términos globales, cuenta una verdad histórica, pero de tal manera que parece inventada por su autor. El cúmulo de inexactitudes e incluso de falsedades históricas en que Gance incurre es enorme, pero no menor que aquél en que incurrió un ciego llamado Homero cuando contó la guerra de Troya en su mentirosa Ilíada. De mentiras como la Ilíada y Napoleón está hecho el genio humano. Nada, o muy poco, importa la veracidad de este prodigioso filme porque lo que cuenta de él es su existencia, su prodigio. El filme resume todo el cine mudo anterior a él y es una premonición luminosa que le siguió, sonoro incluido, pues, aun sin ser hablado, Napoleón es un filme en rigor sonoro. De ahí, el interés que ofrecen sus versiones musicalizadas como ésta proyectada en Valladolid, producida por Francis Ford Coppola con música de Carmine Coppola, que es muy brillante, pero que precisamente por esto no acaba de ser convincente del todo: la música de Coppola no sólo se independiza en ocasiones de la imagen, sino que hace que ésta sirva a la música, la acompañe, y no al revés, que es lo que debiera ocurrir.

Pero ésta es una cuestión menor ante la presencia de un monumento del cine que ya ni siquiera es de quien lo creó, sino patrimonio de este tiempo, de eso tan difuso que llamamos siglo XX y que sucesos como este Napoleón concretan, identifican.

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