La consagración de la nueva novela
"Ya nunca me darán el Premio Nobel". Con estas palabras Claude Simon resumía, hace poco más de un año, con cierta mezcla de resignación y escepticismo, las consecuencías de un incidente que había devuelto notoriedad a su nombre un poco antes. En efecto, la concesión del Nobel anterior al escritor británico William Golding fue puesta en tela de juicio por uno de los miembros del jurado, un académico sueco que mostró su irritación en público declarando que había otros candidatos de mayor calidad literaria, como, por ejemplo, Claude Simon.El hecho de que su nombre fuera enarbolado como una protesta en el seno mismo del jurado le pareció entonces a Simon una señal de mal agüero: "Ahora ya no me lo pueden dar", repetía en la entrevista que le hice en el Instituto Francés de Madrid (véase EL PAIS de 18 de octubre de 1984). La concesión del Premio Goncourt a Marguerite Duras y su consecuente éxito mundial ha precedido en un año a este Nobel otorgado a Claude Simon. Parece como si el noveau roman hubiera ya adquirido el estado de la consagración académica total, precisamente ahora cuando los gustos del público, de la industria cultural y de los medios de comunicación parecían ir por otros derroteros. Pero ir contra corriente es una de las mejores virtudes de los mejores Nobel, como ilustraron en su día casos tan célebres, y que entonces no lo eran, como los de Beckett o Canetti.
Y la primera reflexión que se impone en este caso es la de que el nouveau roman sigue vivo, ha perforado los estudios literarios en profundidad en todo el mundo desarrollado, y sus hallazgos y rupturas han incluido e influyen sobre los escritores e intelectuales más rigurosos y conscientes de nuestro tiempo. Esta nueva novela no fue una escuela uniforme, pues cada uno de sus componentes ha seguido caminos muy dispares: Nathalie Sarraute sigue investigando los subterráneos de la subjetividad, Robbe-Grillet le da la vuelta al cine y a su proverbial objetalismo; Michel Butor está comprometido en la más radical búsqueda verbal. Pero todos ellos siguen vivos, y quizá -tras la fama efirnera de los años cincuenta y la dictadura doctrinal que les siguió- más vivos que nunca.
Claude Simon es el único de todos ellos que.no ha publicado ningún texto teórico o doctrinal. Su obra es perfectamente intelectual, desde luego, y el escritor la ha explicado verbalmente infinidad de veces. Pero su obra es posterior a esa teoría nunca del todo formalizada, sino puesta en práctica de manera implacable, porque no es otra cosa que una concepción del mundo y de la escritura. Simon nunca ha vuelto a publicar sus dos primeras novelas, aparecidas en 1946 y 1947, cuando el escritor acababa de pasar por la experiencia de la II Guerra Mundial, donde combatió en el arma de caballería, fue hecho prisionero y logró evadirse al final. Unos años antes también estuvo en España, en Barcelona, donde pasó fugazmente por las filas republicanas durante la guerra civil. Ambas experiencias se reflejaron en algunas de sus mejores obras posteriores. Tampoco alcanzó su madurez creadora en los dos libros siguientes, Gulliver (1952) y La consagración de la primavera (1954), obras que más testimonian ahora su evolución estilística de aquellos tiempos que otra cosa. Fue a partir de 1957, con la novela El viento -significativamente subtitulada Tentativa de restitución de un retablo barroco-, cuando aparece ya el Claude Simon maduro, objetivo y complejo que se ha mantenido fiel a sí mismo hasta nuestros días, publicando lenta e implacablemente sus libros difíciles y complicados, profundos, y repletos de misteriosa y fascinante hermosura.
El texto de Claude Simon parece llegar del de un Faulkner, por ejemplo: pero en medio de sus meandros, encabalgamientos, oraciones subordinadas hasta la exasperación, y juegos que se multiplican con el tiempo y el espacio, el escritor levanta vastos edificios o mausoleos de mármol negro donde se objetivan casi visualmente algunos de los eternos mitos de la humanidad: la lucha contra el tiempo, el triunfo de la muerte, la mecánica terrible del sexo y de los cuerpos y el poder de la escritura al servicio de una memoria al mismo tiempo gigantesca y frágil. Una memoria que debe encontrar su propia continuidad a través de lo discontinuo, esto es, de la vida sencilla.
Babelia
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