El señorito Jean
En ocasiones suele acusarse al crítico -que, no lo olvidemos, es el malo de la película- de cargarse, como vulgarmente se dice, un espectáculo, un montaje, una interpretación, por la sencilla razón de que éstos no concuerdan con la idea que tenía el crítico de cómo debía ser el espectáculo, el montaje o la interpretación. Acusación, en mi opinión, justa -una obra puede montarse de muchas maneras, interpretarse de muchas maneras, y no necesariamente conforme a la idea del crítico-, aunque, claro, a veces la idea del crítico es más original, menos pedestre, más libre y acorde con la del autor que con la del director o la de los intérpretes de la obra. Y viceversa.Sirva esta pequeña introducción, totalmente innecesaria, para dejar bien sentadas dos o tres cosas. La primera, que yo tengo mi idea propia de La señorita Julia, como todo quisque. La segunda, que he visto diversos montajes de la obra, algunos de los cuales me han gustado más que otros, y es probable que algunos de ellos hayan, comprensiblemente, influenciado en esa idea, la mía propia, de cómo montar e interpretar la obra. Y la tercera es que he procurado, en la medida de lo posible, que ni mi memoria de otros montajes ni mi idea de cómo montar e interpretar la obra de Strindberg influyese en lo más mínimo a la hora de juzgar. el trabajo del Lliure. No ha sido fácil, lo confieso, pues yo, como Puigserver, puedo decir que la señorita "me acompaña desde que tengo uso de razón".
La senyoreta Júfia (La señorita Julia)
De August Strindberg. Traducción catalana de Guillem-Jordi Graells. Intérpretes: Anna Lizarán, Lluís Homar y Lídia Comas. Coreografía: Lydia Azzopardi. Escenografia, vestuario y dirección: Fabiá Puigserver. Teatre Lliure de Barcelona, 2 de octubre
De La senyoreta Júlia de Puigserver se me ocurren, así, a la mañana del estreno, algunos comentarios. Por ejemplo, no me gusta el pelo de la Lizarán (Júlia), un pelo corto, probablemente muy de moda, pero que parece el pelo rapado de una demente, y que, sumado el aspecto de frenopático, por el ademán y la mirada, que tiene la actriz no más aparecer en escena, dan que pensar. Porque estamos, ¿o no?, a finales del siglo XIX, y entonces, que yo sepa, las peluquerías todavía no eran unisex. Y aunque la ficha clíniea de la señorita en cuestión justificaría el corte de pelo, está claro que éste, en el caso de producirse, ocurriría al final de la obra y no al principio. De otro modo, es como enseñar el plumero. Otra cosa: la obra termina, al menos eso da a entender el texto, con.la señorita yéndose a degollar o a cortarse las venas con la navaja de afeitar de Jean (Lluís Homar), el criado, aunque en el montaje de Puigserver da la sensación de que la señorita hubiese podido ir simplemente a depilarse.
Tampoco me agrada la escenografía. La cocina es más bien de chiste, o, para ser más exactos, de fireta. En cualquier caso, no es, creo yo, la cocina de la mansión de un conde sueco de fines del siglo XIX. No le voy a pedir a Fabià que me haga una exhibición de cuchillería sueca, pero, en fin, si su cocina, y la mesa, y los bancos en que come el servicio tienen algo de quirófano, de sala de autopsia -como intuyo por lo lechoso de la madera-, marmóreo y lechoso por las luces y la disposición del público en el anfiteatro pues sí le pediría un poquitín más de terror, de ¡brrr! de atmósfera. Vamos, de pupa latente.
También me parece un chiste, aunque admito que se trata de un chiste muy sobado -contado ya entre otros, según me dicen, por el propio Adolfo Marsillach-, el mostrar al público, a través de un ballet con un bailarín en calzoncillos y una bailarina en camisón, la escena de la seducción de Júlia por Jean, la cual ocurre en el texto en la habitación de éste, y, claro (1888), no puede verse en escena. Y digo de chiste no por el ballet en sí -hay tantas ma neras de seducir y de fornicar que uno ya no se asombra de nada; en todo caso se maravilla-, sino por la cara que pone Júlia cuando sale del cuarto de Jean como si no hu biese pasado nada de nada. Com prendo que a Puigserver le repugne la imagen de la señorita saliendo de la habitación del criado, arreglándose el peinado deshecho -pero, qué peinado, si parece un cepillo-, y de Jean abrochándose la bragueta. Lo comprendo y lo comparto. Pero claro, después del tute que se dan los bailarines, el público no puede menos de quedarse un tanto sor prendido del aspecto y de la aparen te tranquilidad de los amantes.
La casaron mal
Y tampoco me gustan los vestidos de Júlia, qué le vamos a hacerPero, claro, todos esos comentarios negativos -ni uno solo positivo, ¿se han fijado?, ¡brrr!- cosas, en fin, que no le agradan al crítico, no son, en definitiva, nada serio. Tonterías, mots, más o menos mots; es decir, bisutería que se arroja después de un estreno, ante una copa para distraer a la parroquia.
Señoritas Julias hay a montones. Su misma ficha clínica así lo indica. Pero como la de Strindberg sólo hay una. Una que a la vez son muchas: la señorita sin / con padre, sin / con madre, débil / fuerte, mongui / superlúcida, hombre / mujer...
Vamos "carn i peix", como decía Strindberg cuando veraneaba en Cadaqués. La señopita Julia, la obra, puede montarse poniendo el acento en tantas, en tantas cosas, que no ternnúnaríamos nunca: amo y criado, Eros y Tanatos, víctimas y verdugo, farigola y romaní... Pero, y vayamos a lo serio, ¿cuál es Ia altemativa de Puigserver? Puigserver decía que no se plantearía nunca esa obra "si no dispusiera de una persona con quien casarme; sí, casarme, porque hacer la Júlia con una actriz es como casarte, es entrar muy a fondo en muchas cuestiones, y a mí me ha parecido que era el momento para que Anna Lizarán se planteara este trabajo".
Pues bien, mí opinión, y eso sí es una crítica -hecha, claro, desde que tengo uso de razón-, es que el matrimonio de Puigserver con la Lizarán ha sido un matrimonio rato, es decir, con todo el teatro que se quiera (poco), pero sin consumarse. Lo que yo vi anteayer en el Lliure fue El senyoret Jean y no La senyoreta Júlia. Vi a un actor, al que tengo por buen actor, un artista que cumple, muy trabajador, que se repite, comerse literalmente -y se la comió llamándola puta, pegándole una soberbia patada a las botas del conde y tapándose los oídos ante el sonido de la campanilla, ¡cerrando él la obra!- a una actriz excepcional que podía haber sido la senyoreta Júlia y no lo fue no por culpa suya, sino porque la casaron mal.
En La senyoreta Júlia de Puigserver, Júlia (la Lizarán) se busca, a veces se asoma, unas veces bien y otras mal; pero en ningún momento hay progresión. Vamos, puestos a no haber, no hay ni síntesis, ni atmósfera, ni clima, sólo dos o tres gestos apuntados de pájaro con el ala rota, de bestezuela con garras, ¡ojo!, pero nada más. En cambio, el señorito Jean está ahí, entero, dispuesto a comprarse su título de conde, sabiéndose perdido, orgulloso y miedoso, con su sexo flotando en un lago de sangre, como dice el texto de Strindberg. Fue la del martes la noche de Lluís Homar. Del teatro comme il faut. Yo creía, en cambio, que era una noche mágica. ¿No representaban La senyoreta Júlia, de Strindberg?
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