De Túnez a Líbano
EL BOMBARDEO por la aviación israelí del cuartel palestino de la playa de Hanunam y la ofensiva por las milicias prosirias contra la ciudad libanesa de Trípoli son dos caras de una misma medalla: la eliminación de una resistencia palestina independiente y que se esfuerza por prescindir de la violencia para adentrarse, bajo la dirección de Yasir Arafat, por la senda de una negociación de paz.En la capital septentrional de Líbano, Siria, a través de sus aliados libaneses, prosigue el acoso contra Arafat que se inició a finales de la primavera de 1983. Por ese tiempo había surgido la llamada disidencia palestina, que, en el otoño de ese mismo año, sitió en Trípoli al líder de la OLP y a sus combatientes, finalmente expulsados del país de los cedros. Dos años más tarde quien acaba de sufrir los ataques ha sido el clérigo musulmán suní Said Chaban (con cuya ayuda Arafat se adueñó entonces de la aglomeración urbana), heredero de las armas pesadas que abandonaron los palestinos y de quienes ha seguido recibiendo municiones y ayuda económica a cambio de poder utilizar su puerto.
Acabar con las facilidades de las que disponían allí los partidarios de Arafat ha sido la principal revindicación de las milicias que, encabezadas por un grupo armado de confesión alauí -la religión de los más destacados dirigentes de Damasco-, intentan desde hace dos semanas conquistar la ciudad con el apoyo logístico y artillero del Ejército sirio, cuyos soldados han entrado incluso ocasionalmente en combate. Los muertos rondan ya los 250 y los heridos superan el millar, y aunque Chaban se declare dispuesto a morir empuñando el fusil, es probable que su desesperada resistencia sea de escasa duración.
A diferencia de los sangrientos sucesos de Trípoli, alentados por el régimen baazista de Damasco para castigar a Arafat por su política independiente, el ataque aéreo contra los suburbios de Túnez es la desproporcionada respuesta israelí a un acto terrorista -el asesinato de tres turistas israelíes en el puerto chipriota de Larnaca-, perpetrado, probablemente, por una unidad de elite de la OLP, la Fuerza 17. La responsabilidad de este grupo, desmentida por la delegación de la OLP en Nicosia, no está del todo probada, pero existen suficientes indicios acusadores como para que el Gobierno de Simón Peres haya decidido poner en práctica sus reiteradas amenazas contra Arafat y sus advertencias al rey Hussein, con el que el líder palestino concluyó, en febrero, un importante acuerdo tendente a promover una negociación de paz.
El secuestro y posterior asesinato de una mujer y dos hombres israelíes enlaza con el abortado intento de voladura, en julio, de la Embajada siria en Madrid, otro frustrado atentado contra la representación diplomática de ese mismo país en Londres y, probablemente, los atentados con bomba recientemente cometidos en Damasco. Esta reciente serie de acciones violentas inducen a sospechar que, a pesar de su proclamada voluntad de diálogo, la OLP no sólo resiste en Cisjordania y Gaza a la ocupación israelí, sino que ha vuelto a exportar el terrorismo hasta el territorio de terceros países, como Chipre o España. Acaso el imposible deseo de Arafat de agrupar en torno a su persona a moderados y radicales explique, en parte, estas contradicciones. Acaso también las escasas perspectivas de paz en Oriente Próximo después de la gira de Richard Murphy, secretario de Estado adjunto, y las visitas a la Casa Blanca del presidente Hosni Mubarak y del rey Hussein motiven esta vuelta a los orígenes.
La reacción israelí de ayer, con un saldo de 150 víctimas, casi todas civiles, es, una vez más, desorbitada. Más allá del deseo de Peres de presentarse ante su opinión pública como un enemigo del terrorismo, tan enérgico como el ala derechista de la coalición gubernamental que preside, el golpe asestado por la fuerza aérea israelí al cuartel de la Fuerza 17 en el suburbio de Túnez constituye, sin paliativos, un acto criminal, que no sólo aleja las posibilidades de paz entre israelíes y palestinos, sino que extiende el conflicto hacia un nuevo territorio extranjero, cuyas fronteras han sido militarmente violadas.
Decididamente, con el bombardeo de Hammam se plantea la cuestión de que, o bien Peres ha perdido el pulso en sus decisiones como político y está encarnando deliberadamente una nueva forma de terrorismo estatal, o bien ha perdido el control sobre su Ejército y el Estado se encuentra a merced de la belicosidad de sus militares. En ambos casos no cabe sino deducir un pésimo diagnóstico para las posibilidades de paz en Oriente Próximo y una valoración todavía peor sobre los procedimientos que los líderes israelíes emplean para tratar de hacer prevalecer sus intereses. A la sangrienta masacre que acaban de provocar las bombas israelíés sobre Túnez es posible que siga otra nueva réplica terrorista de la OLP. Si fuera así, y no es raro que suceda, la OLP seguiría envuelta en el viscoso círculo del terrorismo. Probablemente, la estrategia de fondo podría ser tan macabra como ésta: a Israel le convendría más, para conservar sus conquistas, un movimiento de liberación palestino de índole terrorista que una organización volcada en la búsqueda de una solución pacífica.
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