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LAS VENTAS/ DESPEDIDA DE ANTOÑETE

La emotividad pudo más que la maestría

JOAQUÍN VIDAL Antoñete tuvo una triste despedida. El torero estaba presto pero el hombre fue débil. La emoción pudo más que la maestría, y deambulaba por los tercios, incapaz de integrarse en la lidia. No pudo con los toros difíciles ni con los fáciles. Cuando tenía a su merced -y el público empujándole para que triunfara-, la nobleza del último toro de su vida, tampoco pudo sacarle partido porque la mano de templar había perdido el ritmo.

La faena cumbre que se esperaba no llegó, ni podía llegar, con aquél hombre hecho un manojo de nervios, primero abrumado por la responsabilidad de la expectación sin precedentes, luego aplastado por el fracaso que se le venía encima, toro a toro, imparable. Y si no se produjo fue porque la sensibilidad del público tenía más fuerza que la propia realidad de la corrida. La afición en pleno estaba resuelta a proclamar su antoñetismo indestructible y rendir homenaje al titular de la causa por las memorables temporadas que ha ofrecido, las más hermosas del toreo contemporáneo.

Plaza de La Ventas

30 de septiembre. Última corrida de la feria de otoño.Despedida de Antoñete. Toros 1º (sobrero), 3º y 6º, de Jiménez Alarcón; 2º y 5º, de Belén Ordóñez; 4º, sobrero de Marcos Núñez. En general cojitrancos y deslucidos. Antoñete: Media baja, rueda de peones y descabello (silencio); media estocada tendida (pitos); dos pinchazos, media trasera tendida, rueda de peones y descabello (vuelta). Curro Vázquez: media atravesadísima y estocada trasera tendida (silencio); pinchazo y estocada perdiendo la muleta (aplausos y saludos); pinchazo, estocada que asoma y dos descabellos (silencio). Antoñete salió a hombros por la puerta grande.

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Corte de coleta

La salida a hombros por la puerta grande, a despecho de reglamentos, que en esta ocasión no tenían sentido, constituyó el justo premio a una vida de torería irrenunciable, la consagración final de un torero noble y cabal que lo ha ofrecido todo en aras de la fiesta. Pues una despedida del toreo no es el examen final y definitivo de una oposición a cátedra -que esa ya estaba hecha, muchos años atrás- sino la ocasión solemne de que público y torero compendien y magnifiquen la mutua identificación que se consolido entre ambos a lo largo de tantos años.

Por eso es irrelevante que el diestro no lograra cuajar la faena cumbre que todos soñábamos; pues lo que de él se esperaba sólo era una muestra, hasta donde fuera posible, de la torería que define su personalidad artística. Y aquí es donde fracasó ayer Antoftete.

El maestro, según hizo en definitiva, podía abreviar con su incierto primer toro; no atreverse a ligarle pases al segundo, cuya arboladura imponía y tenía el peligo que conlleva la casta agresiva; destemplar la boyante embestida del quinto, pues a aquellas alturas el abatimiento le había hecho presa. Si no lo veía claro, era comprensible, ese día, que tomara precauciones.

Pero Antoñete ha sido elevado a maestro indiscutible y no podía ayer contradecir esta categoría, la más alta que concede la fiesta, aliñando desordenadamente, ni inhibirse de la lidia, ni permanecer en el callejón mientras su compañero Curro Vázquez se medía con el toro. Un maestro no puede consentir jamás, menos aún en su despedida, que los peones pongan los toros en suerte y hagan los quites, mientras él permanece alejado e indiferente; que un subalterno se gane la ovación de la tarde. por una brega que corresponde al matador. Martín Recio llegó a ser aclamado, y hubo de saludar montera en mano, por unos capotazos eficacísimos. Estuvieron bien, sí, pero eso, a una mano.

Dirigir la lidia

Un maestro debe dirigir la lidia, impedir a toda costa que degenere en capea, como sucedió; corregir los defectos de los peones y evitar sus excesos. Un maestro cuyo peón de confianza le suple capoteando a dos manos, ha de ordenarle ¡Tápese usted!, echarse adelante y mejorar los lances. Diferente es que el subalterno no deba lucirse. Debe lucirse, siempre que no saque los pies del tiesto. Montoliú, por ejemplo, ganó a ley las, ovaciones que premiaron sus templados pares de banderillas.

Curro Vázquez estuvo a pescar lo que cayera en la turbulencia del desconcierto. Lo hizo en un suave quite por verónicas. Sus toros eran deslucidos y los muleteó con mediocridad. Pero Curro no era el protagonista de la corrida, y prácticamente pasó inadvertido. El protagonista de la corrida, en quien convergía la atención y la pasión de una multitud. enfervorizada, deambulaba confundido a merced de las contrariedades que le atropellaban sin piedad,y hasta dio una vuelta al ruedo que el público pedía pero que su dignidad de máxima figura del toreo no debió consentir, porque su faena -la última-, no valía el premio.

La salida a hombros, esa sí estaba cantada; la ejemplar ejecutoria merecía el homenaje, y cuando atravesaba aquel umbral de la gloria torera, un golpe de emoción sacudió la plaza. Antoñete no volverá a estar en Las Ventas, vestido de luces; qué pena. La gente se iba desconsolada, rebuscando explicaciones maniqueas a lo sucedido: el empresario, que trajo un saldo de toros; el absurdo presidente, que no rechazó los protestados... Y mucho de eso pasó; pero ojalá sólo hubiera sido eso.

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