Miradas de dos ascuas
Un día de 1971, en un sucio muro neoyorquino, una mujer francesa, que conservaba en su rostro prematuramente envejecido dos ascuas verdes y rasgadas en forma de ojos, leyó un grafito en el que vio la radiografía de un estado de ánimo que venía apoderándose de ella desde años atrás, y persistía y se estancaba como un rasgo definitivo y envolvente de su carácter. El grafito decía: "La nostalgia ya no es lo que era".Ahos más tarde, la mujer contó su vida en un libro que había adoptado como título aquella extraña paradoja. Ella misma explicó así esta adopción: "No tengo nostalgia, tengo sólo memoria". A lo largo de 550 páginas, su mirada hacia atrás no había encontrado, en efecto, ningún vestigio de pasado, sino sólo tiempos evocados, en forma de memoria, de un presente inagotable. Involuntariamente, había tallado el signo de la actriz absoluta que en vida fue Simone Kaminker, llamada Signoret.
El verdadero actor, la verdadera actriz, actúa desde la memoria, pero para poder hacerlo ha de pos,eer su carácter unos mecanismos de filtración que purifiquen los recuerdos de adherencias de las cosas muertas y barran de las oscilaciones de su ánimo la inclinación común a la nostalgia. El rincón añorado de la infancia o la juventud es, para la verdadera actriz que fue Simone Signoret, la fuente de ese presente absoluto -quizá lo más próximo a la sensación de eternidad a que tienen acceso los hombres- que es actuar, interpretar. Simone Signoret deja detrás de sí una carrera fascinante e irregular, en la que las cimas están flanqueadas por medianías. De unas y de otras se sintió siempre solidaria su autora, pues incluso cuando era un fracaso, actuar era para ella arrancar, para vivirla en presente, la vida de las garras del pasado, de la muerte.
Una vez dijo Simone Signoret: "Mi conciencia es la mirada de seis u ocho personas, por lo general hombres, que ni siquiera saben que son mi conciencia". La más lejana de estas miradas que conformaron la conciencia de la actriz fue la de su padre, un hebreo renano, de origen polaco y tratante de diamantes. Una mirada que es una raíz, porque salió de los ojos de un judío y esto, si se recuerda que la actriz abrió su conciencia al mundo cuando sobre éste pisoteaban ya las pezuñas de los ejércitos de Adolf Hitler, marca indeleblemente. No se entenderían la vida y la obra, y menos aún la intensa fusión que en Simone Signoret alcanzaron una con otra, sin la referencia a esta reminiscencia hereditaria.
Los taladros oblicuos
La segunda mirada que talló la conciencia de la actriz tenía la bizquera de la inteligencia en,estado puro. Tras de ella, como otra raíz más visible que la del subsuelo judío, porque brotó en la adolescencia de una muchacha asombrada, estaba la voz cascada de un profesor del liceo Pasteur, en Neuilly, llamado Jean-Paul Sartre. ¿Se entendería, sin los taladros oblicuos del genio sartriano, la entrega apasionada y al mismo tiempo razonada con que Simone Signoret asumió desde el triunfo, en forma de compromiso existencial, las tercas miserias de su tiempo?
La tercera mirada fue la de Yves Allegret, que engendró en ella a su única hija, Catherine, y enseñó a Simone Signoret el oficio de actriz. Sólo el oficio, porque el arte de serlo, ese rasgo misterioso en el que su pasión por el presente se alimentó sin añorarlo del pasado, lo obtuvo Signoret dé una cuarta mirada, que abrió para ella la puerta de la plenitud. Era ésta la mirada de uno de los más grandes cineastas de Francia, Jacques Becker. Con él actuó en Casque d'or. Simone Signoret, armada ya con oficio, alcanzó de la noche a la mañana el genio. Fue en 1951 y tenía 30 años. Un año antes, casi de paso, había ocupado un rincón de otra maravilla: La ronde, de Max Ophuls, pero si aquí fue sólo una bonita y fugaz sombra, en Casque d'or llenó de sí misma, es decir de luz, al filme y, a través de él, a la propia historia del cine.
La grandeza como actriz de Simone Signoret coincide, aunque sea de oro, con una tragedia: nunca volvió a tener en su vida otro Casque d'or. Ganó todos los premios del mundo, incluido un oscar por Un lugar en la cumbre, pero los 35 años de vida creadora que llenó hasta ayer los vivió con pleno conocimiento de que así era y sabiendo que bajaba irremediablemente la ladera de una cumbre a la que nunca más tendría ocasión de subir. La medida de la entereza de esta mujer la da el hecho de que, sabiendo, recordando y alimentándose del recuerdo de una cumbre, jamás sintió nostalgia de ella.
Otras miradas llenaron la conciencia de esta notable mujer, pero las básicas ya están dichas.
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