El terremoto
México D.F. Los 17 millones de seres humanos que aquí vivimos tenemos nuestra propia crónica personal del día más cruel de nuestra vida. Ésta es mi crónica.La joven vestida de blanco que está junto a mí, mirándome aún con el susto en los ojos, tomó al niño más cercano en los brazos y corrió para escapar del hospital que se le caía encima. El niño tenía uno o dos días de vida, estaba junto con otros 50 recién nacidos. La joven salió a la calle entre el polvo.
-Entonces vi a un muchacho que había frenado su automóvil y miraba cómo se caía el hospital. Le entregué al niño, envuelto en una manta. "Llévelo, llévelo". El joven lo metió dentro del coche y salió. Yo volví al hospital, pero era sólo un montón de escombros. No sé cómo se llamaba el niño ni de quién era. No sé cuántos otros recién nacidos se murieron en la sala.
El terremoto me lanzó de la cama. Mi casa, que es un edificio de bajo y dos plantas, se movía, agitaba, trepidaba, crujía. Yo me acogí, junto con dos de mis hijos que viven conmigo y con mi mujer, debajo del quicio de una puerta. Cuando la casa dejó de moverse salimos a la calle. Estaba amaneciendo.
Una persona venía gritando. A 200 metros, una casa grande se había derrumbado. Fuimos hacia allá y la rodeaba una nube muy espesa de polvo rojizo. La ciudad está ahora en manos de los jóvenes. Ellos se hicieron cargo de ordenar la circulación, encontraron palas y picos, abrieron camino hacia los supervivientes. Miles y miles de muchachos, distinguiéndose con curiosas señales: tiras de tela blanca arrolladas en la frente, banderas rojas, distintivos de organizaciones deportivas.
Mi hijo Benito estuvo con otros amigos organizando un albergue en el viejo Hospital Ferrocarrilero. Alrededor de 500 jóvenes cocinaron, armaron camas, tiraron colchones en el suelo, salieron en busca de comida. Mi hijo Carlos recibió la orden de buscar 300 agujas hipodérmicas desechables. Fueron a la zona no afectada y pidieron a los clientes de un restaurante que acudieran a la farmacia de la esquina y compraran todas las agujas disponibles. Los clientes obedecieron en silencio; compraban y dejaban en una caja de cartón sus aportaciones. Todo el mundo obedecía a estos muchachos, cubiertos de sudor y de polvo.
Los socorristas de la Cruz Roja se metían por agujeros. insignificantes y salían a la luz clara del sol afirmando que habían visto a un hombre vivo. Comenzaba la tarea de abrirse camino por entre toneladas de escombros.
Los soldados estaban ya en la calle, cuidando los edificios derrumbados. Cada bombero era una masa de agua, barro, polvo, con los ojos inyectados.
Jaime Otero no sabía cómo pedir que los clientes de un supermercado le entregaran comida para un albergue improvisado. El gerente le entregó un micrófono.
-Somos un grupo de voluntarios. Necesitamos arroz, frijoles, lentejas. ¿Quién colabora?
Llenaron el automóvil.
-Basta, ya no podemos cargar más.
A las ocho de la noche, los canales de televisión pedían que ya no se donara más sangre. "Tene-
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El terremoto
Viene de la página 13mos suficiente y no hay medios para conservarla. Gracias, gracias".
Jamás olvidaré a estos jóvenes tripulando viejos camiones, agitando las banderas para que se les abriera paso, cargando cadáveres, comiendo apresuradamente una naranja ofrecida por una mujer cualquiera. De pronto esta humanidad nuestra, de la que vengo desconfiando desde hace tiempo, adquiría una dignidad, un espíritu heroico. Los muchachos que ayer parecían ajenos a todo mal hoy eran héroes incansables.
Cuando, 24 horas después del primer terremoto, comenzó a moverse de nuevo la tierra, una anciana cubierta por una bata amarilla se asomó gritando a su ventana. La fueron a buscar un par de hombres; ella no quería salir de la casa. Tuvieron que sacar también a sus ocho jaulas de canarios. Me acerqué a ella.
-¿Son importantes sus pájaros para usted?
-Señor, son mi vida.
Y se inclinaba trabajosamente para hablarles. Las jaulas sobre el pavimento.
Los camarógrafos de los canales de televisión entraban en todas partes, se hundían en el humo y los escombros. Encontraron al director de un sanatorio, un médico canoso, que tenía en la mano una linterna.
-No sé cuántos hospitalizados se han muerto. No los pudimos evacuar a todos. Me faltan 60 médicos. Espero que alguno esté aún con vida.
El locutor Calderón estaba ante el micrófono; notó que el edificio comenzaba a agitarse y pidió a los radioescuchas que tuvieran calma. Unos segundos después cayó sobre el estudio la masa de varios pisos. Quedó aplastado. Yo caminé por la avenida de Insurgentes, prácticamente cortada al tránsito. El día era alegre, muy soleado. Las gentes a mi alrededor se desplazaban en silencio, mirando la catástrofe sin aceptar aún la realidad.
Yo pensaba: "Esto no nos está pasando a nosotros. Es imposible". Un amigo me descubrió; en vez de llamarme a gritos agitaba en silencio la mano.
Me contó que en su casa tenían a tres niños pequeños. Los habían encontrado caminando solos.
-Nos dijeron en dónde vivían. Fui a la casa y de la casa ya no queda nada.
El primer terremoto significó la paralización de todos los sentimientos, una atonía general. El segundo hizo estallar la rabia y el llanto. También los gritos.
Miles y miles de personas durmieron esa noche al aire libre. Yo me acosté vestido. No teníamos luz ni agua. No sabíamos qué les había ocurrido a los amigos de las zonas afectadas. Mis hijos, mis sobrinos, mi nieta, fueron llegando y se improvisaron camas. Mi nieta me contó que su perra había ladrado segundos antes de que comenzara el temblor.
-No, abuelo, no ladró. Lloraba, lloraba.
El bombero que encontró a la niña, más de 15 horas después de haberse caído el edificio, me dijo que la pequeña, de seis años, había salvado la vida porque sus padres, muertos, le habían servido de colchón.
-Es una niña muy valiente. ¿Sabe lo que nos pedía? Nos pedía: "¡Saquen también a mis. papás!".
En cuanto a mí, ¿qué me está ocurriendo? Las primeras horas viví los hechos con el viejo espintu del reportero que ya ha visto muchas cosas. Después, poco a poco, la fibra se me fue ablandando, los hechos colmaron mi alma, la pena me invadía. De pronto comencé también a tener miedo. Es un miedo que viene y se va por ráfagas, inspirado en cosas absurdas: un ruido anormal, el paso de una ambulancia, que aúlla, la ausencia de mis hijos.
Mi padre, con 84 años, está con mi madre en casa. Llegaron los dos para reunirse con toda la familia..
-Como cuando la guerra.
Mi madre aconseja a mi mujer: "Hay que guisar mucha comida". Mi mujer asiente y manda pelar más patatas. La cocina está tan eficazmente organizada que cada visita recibe de inmediato una taza de caldo con galletas. Supongo que esta estupendísima eficacia sirve, entre otras cosas, para olvidar algo de lo que al otro lado de las ventanas está ocurriendo.
Sin embargo, los recuerdos de estos días no se nos perderán entre otros hechos vividos ya.
Nada de esto es olvidable. Y esta crónica no tiene ni fuerza ni sentido. Es cierto que el oficio de narrador falla en ocasiones. Que el terror real, no el inventado, es muy difícil de describir.
Espero que algún día, sin embargo, yo pueda contar lo que los habitantes de esta ciudad vivieron estos dos días. Y acaso lo cuente bien, o por lo menos mejor.
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