El maestro se corta la coleta
Antonio Chenel, 'Antoñete', alcanzó la popularidad y la máxima categonía torera cuando había cumplido los 50 años
"No era nadie, estaba hundido, hasta que apareció aquella gente que me llamaba maestro... Ahora todos están de acuerdo y cuando voy por la calle oigo que dicen: 'Ahí va el maestro". "Sentirme maestro...". Es como una obsesión. Antoñete ha encontrado el supremo valor que podría alcanzar en la vida. Y degusta la palabra, más bien la gulusmea. Maestro -el último de la tauromaquia contemporánea-, cuando confiesa los 53 años de edad (algunos biógrafos le atribuyen 55), lleva casi 40 en el mundo del toro, y faltan unas horas para que se corte la coleta en el ruedo de Las Ventas.Torero, sí, es otro valor grande. El torero siente el orgullo profundo de serlo. Se trata de mucho más que de presumir. El oficio de torero es un sacerdocio, y cuando la alternativa ordena, matador de toros, el toricantano, aunque luego no tenga contratos, aunque se corte la coleta, seguirá siendo torero hasta que muera. Pero, maestro, ése es un sueño que muy pocos alcanzan.
"Yo me sentía torero, ¡naturalmente!," evoca Antoñete la etapa negra de su vida, "aunque no toreaba nada. Y eso era lo peor: la impotencia de no poder hacer lo único que sentía en el alma, que era torear; la tristeza, la angustia de no tener ni un duro; separado de mi mujer, con seis hijos, a los que entonces veía muy poco".
Antoñete empezó a ser figura del toreo cuando aún no había cumplido los 20 años. La fama, el dinero, el éxito con las mujeres, todo cuanto la cara bella dela vida derrama sobre un torero en triunfo y bien plantado fue, sin embargo, una carga excesiva para su inmadurez. Tenía 24 años cuando se casó. Su boda conmovió todas las capas sociales, y las más humildes fueron las más deslumbradas porque aquel tirillas, aquel chiquillo de la barriada madrileña de Las Ventas. Hijo de monosabio, se casaba con la hija del banquero López Quesada.
"Quién te ha visto y quién te ve, Antonio", le susurraban los amigos del tinto y la toba; los que le habían, conocido de chaval y se juntaban para jugar al fútbol delante de la explanada de la plaza de toros, o al frontón en las paredes del coso, o para dar capa en el mismísimo ruedo de Las Ventas, Vaticano del toreo. Antoñete era un privilegiado entre la chiquillería. Pasaba las hambres de todos en aquella década de los cuarenta, de tisis, tiña y piojos -de ahí le vendrá la descalcificación que padece-, pero vivía en la mismísima plaza de toros, en ca´l Parejo, que era el marido de su hermana y ejercía de mayoral. Y, por vivir en la plaza, tenía todo el ruedo para él, toreaba de salón con los espadas que estaban en candelero, le dejaban acompañar a los toreros en la puerta de cuadríllas los días de corrida, y cuando acababa la función, menudo lo que presumía, camino de los futbolines, relatando las experiencias vividas en el lugar de autos.
Debutó en "la parte seria" del Bombero Torero, y cuando Julio Aparicio le dio la alternativa, en 1953, la afición aventuraba que tenía futuro. La afición no podía imaginar cuánto. Y Antonio era ya la admiración de su gente.
"Me casé muy enamorado"
"Me casé muy enamorado", recuerda el maestro desde la altura de su medio siglo largo de vida, pero mi mundo y el de mi mujer eran muy diferentes. Yo venía del pueblo llano, y encontrarme de pronto metido en la alta sociedad constituyó un choque brutal. Yo trataba de traerla a mi mundo, ella de llevarme al suyo, y no nos poníamos de acuerdo. Aquello no podía funcionar y no funcionó".
Posiblemente Antoñete habría sido más feliz con una chica del barrio, del "pueblo llano" que dice. Y lo cree así. "Desde luego. Pero además no se trataba sólo de la diferencia de clases. Los que nos dedicamos a este oficio somos especialmente complicados, y ocurría que mi mujer ni era aficionada ni entendía la fiesta. Por ejemplo, yo volvía de torear una corrida y ella no sabía entender mi estado de ánimo. Jamás comprendió las contradicciones que nos produce la profesión, los desengaños, las ilusiones y hasta los miedos".
El miedo es una constante en todo torero, y Antoñete lo reconoce sin reserva alguna: "Pasas mucho miedo, ¡mucho! Hay miedo a la responsabilidad, a cómo saldrán los toros, a cómo reaccionará el público. Estás superentrenado, desde luego, pero siempre te queda la duda de si será suficiente. Yo empiezo a pasar el miedo en el hotel, justo cuando me pongo la primera media. Siempre inicio la ceremonia de vestirme de luces dos horas antes, para hacerlo despacio, cuidando todos los detalles. Y noto -los que me rodean también lo notanque voy transformándome de pe rsona normal de la calle en torero, con todas sus angustias".
Muchas veces se ha dicho que los problemas matrimoniales desarraigaron a Antoñete de la fiesta, y él mismo confirma que le perjudicaron, pues estaba descentrado y sin la ilusión que se requiere para ponerse delante de un toro. "La separación", cuenta el torero, se produjo el año 1965 y luego vino la anulación. Fue ella quien la quiso, incluso se marchó a Panamá para conseguirla. Yo di facilidades, pero no moví ni un pie. Bueno, sí, tuve que ir a declarar un par de tonterías a la Rota esa que tienen los curas junto al Ayuntamiento. La verdad es que sigo llevando el carné de identidad como casado. A mí qué más me da, si no me pienso volver a casar. A ella, en cambio, le interesaba mucho la anulación, pues se ha casado otra vez, y me parece muy bien".
Poco después de la separación matrimonial llega el primer resurgir de Antoñete. En el verano de 1965 la extraordinaria faena a un toro de Cameno le vale un contrato para la feria de San Isidro siguiente. José Ignacio Sánchez Mejías se hace cargo de su apoderamiento y le prepara una temporada interesante. En la feria madrilefla de 1966 cuaja el famoso toro blanco de Osborne. Unas semanas más tarde interviene en la corrida de la Prensa y corta cuatro orejas. Estaba embalado-cuando sufre una fractura de muñeca. En la segunda corrida de su reapancion, en Palencia, recibe una gravísima cornada en el vientre.
"Ahí no se acabaron los males" dice Antoñete. "Aquel invierno vamos a América y precisamente en la primera corrida, en Lima, se muere en el callejón, de un infarto, mi apoderado. La pérdida de Sánchez Mejías, por el que sentía un afecto entrañable, me supuso no levantar cabeza. Y aún hay más: poco antes de la feria de San Isidro de 1967 sufrí una rotura de fibras. Cumplí los contratos sin estar restablecido, porque torear en la feria era fundamental para mi carrera, pero aquello fue una barbaridad, pues cada tarde, antes del paseíllo, me ponían seis inyecciones para calmar el dolor. Como comprenderá, en semejantes condiciones era imposible torear". La carrera de Antoñete estaba seriamente marcada por la mala suerte, y el año 1973, en Madrid, recibió una de las broncas más desaforadas y crueles que se hayan escuchado en esta plaza. El maestro relata así lo que sucedió: "Le di exactamente cuatro muletazos y lo maté de media estocada. Era un sobrero, malo con ganas, que me iba a echar mano; lo veía venir, y por eso me alivié. A mí me puede coger un toro que yo creo que embiste bien, en plena faena de muleta, porque estas cosas pasan; pero un toro que yo vea que me puede coger, ése me lo quito de en medio. De manera que hoy volvería a hacer lo mismo. Ahora bien, la bronca aquella fue excesiva; no podía ni asomarme al burladero sin que me gritaran los insultos más groseros. Sentí pena y rabia al comprobar lo injusto que puede ser cierto sector de público. Hubo, sin embargo, un detalle que me emocionó: vi cómo Antonio Bienvenida y a Andrés Vázquez me aplaudían puestos en pie, solos en medio de aquella masa enfurecida".
Estar sin tabaco
Antoñete perdió todo el cartel que tenía. "Suplicaba a los empresarios que me contrataran y no me hacían ni caso. De manera que decidí despedirme del toreo en Las Ventas matando seis toros, y la tarde volvió a darse mal. Era el fin".
¿Y después?
"Después, amargura y olvido. Hasta llegué a empeñar el reloj para comer". Antoñete recuerda sin resentimiento aquella etapa negra de su vida, a pesar de que por entonces fraguó, entre taurinos -y lo sabe-, la frase "Estoy sin tabaco, como Antoñete". Hoy esos mismos taurinos se ponen de pie en su presencia.
En 1977 lo llaman de Caracas para participar en un festival de toreros retirados que organiza el Club de los Leones. Tiene un gran triunfo y justo aquí se ilumina la negra estrella que le había acompañado durante años. "El ganadero Branger, el periodista José López Vito, el catedrático Carlos Villalta, todos ellos venezolanos, me acogieron con un cariño y un respeto que nunca agradeceré bastante. Me abrieron sus casas, me organizaron tentaderos, me llamaban maestro, y empecé a sentirme torero otra vez. Toreé varias ferias americanas, alternando con figuras, en las que me proclamé triunfador, y de nuevo sentí que podía llegar a donde había soñado. La exclusiva que firmé con Sayalero me puso en la feria de San Isidro de 1981, y a partir de entonces cambió todo".
Es el último maestro y mañana, lunes, se corta la coleta. Se estremece cuando lo recuerda. "Yo quisiera que mañana fuera una corrida más; pero es la última, con toda la responsabilidad que conlleva. El miedo de que le hablaba antes vendrá más fuerte que nunca. Va a ser horroroso".
¿Y el martes? ¿Cómo será el martes para el torero cuando se despierte? "Muy triste, porque seguiré siendo torero, pero ya no estaré anunciado en ninguna parte. Luego quizá me compre una finquita, próxima a Madrid, para comprar y vender ganado. Y vivir. Ya veremos. Lo que no haré, eso seguro, será apoderar a nadie, ni dedicarme al taurineo profesional. Estaré cerca del mundo de los toros, porque ésa es mi vida, pero yo no valgo para decirle a nadie: 'Echate la muleta a la izquierda y arrímate'. Bastante he pasado yo para tener que sufrir con lo que pasen los demás. A mis años".
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