Dimite un ministro
EL PRESIDENTE Mitterrand y el primer ministro Fabius han aceptado la dimisión -o han forzado su presentación- de Charles Hernu, titular de la cartera de Defensa desde la llegada al poder de los socialistas, en 1981. El ministro ha asumido formalmente las responsabilidades políticas derivadas del hundimiento del Rainbow Warrior, realizado por servicios a sus órdenes. La información publicada el pasado miércoles por el diario Le Monde reveló la implicación de la Dirección General de la Seguridad del Estado (DGSE) en el atentado contra el buque de la organización ecologista Greenpeace. Según esa versión, dos submarinistas de combate del Ejército francés, con el apoyo del falso matrimonio Turenge (en realidad, un capitán y una capitana en misión de ser vicio) y de la tripulación del velero Ouvea, colocaron dos cargas explosivas en el casco del buque, siguiendo instrucciones de sus superiores. Esa revelación invalida las conclusiones del informe presentado por el gaullista Bernard Tricot -consejero de Estado-, a petición del presidente de la República, que exoneraba al Gobierno francés de cualquier responsabilidad en el atentado. Porque la reconstrucción de los hechos parece llevar a la conclusión cierta de que el sabotaje -que costó la vida del fotógrafo portugués Fernando Pereira- no pudo realizarse sin la autorización del almirante Pierre Lacoste, director de la DGSE, y sin el conocimiento del general Lacaze, jefe del Alto Estado Mayor, y de su sustituto, el general Salnier. Sólo el avance de las investigaciones permitirá saber si la cadena de responsabilidades termina en ese eslabón o se polonga hasta los escalones superiores del poder en Francia.El desenlace de este turbio episodio, que parece inventado por un escritor de novelas de espionaje, arroja algunas enseñanzas genéricas que trascienden a los contenidos particulares de la historia. Los pacíficos objetivos del movimiento ecologista, cuya defensa parcial es encomendada a la Guardia Civil por el proyecto español de ley de policía, en trámite parlamentario, tienen ya entidad suficiente como para involucrar a los servicios de una potencia atómica en una operación tan sucia como la realizada por Francia -con la colaboración, al parecer, de los servicios británicos- en Nueva Zelanda. Nuestro siglo ofrece abundantes ejemplos de que los poderes estatales se sienten hasta tal punto desafiados por las ideas pacifistas, ajenas a la lógica de la dominación, que no dudan en recurrir al crimen para tratar de asfixiarlas. El incidente también nos recuerda que la autonomía de los servicios de espionaje y de otros aparatos estatales ocultos en las sombras es una amenaza para los regímenes de libertades y que tienden a afirmar su independencia por encima de los regímenes y de los Gobiernos.
Pero la experiencia francesa también enseña la capacidad de un sistema auténticamente democrático para contrarrestar, y eventualmente derrotar, las amenazas para su supervivencia. El crucial papel desempeñado por la Prensa independiente en un régimen de libertades ha sido ejemplificado, en este caso el diario Le Monde, objeto durante estos años de una calumniosa campaña lanzada por la derecha autoritaria. Sin el trabajo de investigación realizado por Le Monde, la tranquilizadora versión del atentado de Auckland ofrecida por Bernard Tricot hubiera permitido tal vez dar carpetazo al asunto, pero habría dejado viva la sospecha -con grave daño para la credibilidad de las instituciones- de que esa increíble explicación ocultaba connivencias en las altas esferas del Estado. Unas connivencias, por lo demás, que tal vez no se agoten en el director de la DGSE y los jefes del Alto Estado Mayor.
Si la Prensa libre ha cumplido con honor sus funciones, el Gobierno francés ha tratado -al menos por el momento- de ponerse a la altura de unos acontecimientos que se le escapaban de las manos y cuya dinámica incialmente había intentado detener. El almirante Lacoste ha sido destituido por su negativa -amparada en una curiosa teoría del deber castrense- a confirmar o negar las informaciones publicadas en Le Monde. Con independencia de que la investigación del atentado de Auckland pudiera situarle más adelante en el ojo del huracán, Charles Hernu ha tenido, cuando menos, el gesto de aceptar públicamente que sus responsabilidades políticas en este siniestro asunto no podían ser exoneradas por una eventual ignorancia de los hechos y por la presunta autonomía de los servicios a sus órdenes, ni tampoco satisfechas con el cese del almirante Lacoste. El ministro de Defensa no ha tratado de empeñar su palabra de honor como prenda de su buena voluntad o de su desconocimiento del comportamiento del director de la DGSE, sino que ha presentado su dimisión. Y el jefe del Gobierno y el presidente de la Repúbliea, cuyo papel en esta turbia conjura sólo el paso del tiempo permitirá aclarar, han sabido reaccionar con rapidez ante el súbito giro de la situación.
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