Un mito del siglo
La puerta del tugurio portuario se abre. Aparece una silueta alta y desgarbada de mujer. Camina en el interior del antro. Su desgarbo se rompe en movimiento y adquiere sorprendente elegancia. Son andares con una mezcla de cansancio enfermizo y de elasticidad atlética. Al compás de sus pasos, el cuerpo de la mujer se inclina, como un chopo mecido por el viento, a un lado y a otro.Llena la pantalla un rostro dueño de las silenciosas salas oscuras del mundo. Ahora, por primera vez, mueve los labios y brotan palabras audibles. Su voz es sombría, algo ronca. El tabernero se acerca. La mujer dice: "Ponme un whisky, muchacho, y lárgate". A este lado de la pantalla estalla el rugido de una ovación. Así cruzó la barrera del sonoro, el día de octubre de 1930 en que se estrenó Anna Christie, la diosa del silencio.
Greta Garbo nació en Estocolmo el 18 de septiembre de 1905, hoy hace 80 años. Nadie ha podido acercarse al lugar que, durante 15 años, esta melancólica mujer ocupó en la historia y la leyenda del cine. Interpretó 24 películas mudas y sonoras. En 1941, tras la proyección de La mujer de las dos caras, de George Cukor, intuyó que había saltado al otro lado de su plenitud y decidió recluirse. Desde entonces, así sigue.
La descubrió para el cine, cuando era adolescente, empleada de una tienda y modelo ocasional, Mauritz Stiller. Con él hizo Gosta Berling. Demasiado alta y rolliza para los gustos de Hollywood, los cazadores de estrellas, que eran jauría en Europa, no repararon en ella. Sí en Stiller, con el que la Metro Goldwyn Mayer concertó una cita en Berlín. A la cita acudió Louis B. Mayer, quien se encontró con que su oferta era rechazada por Stiller si no contrataba también a aquella Greta Gustafson cuya sutil belleza escapaba a la gruesa sensibilidad del capataz.
Fue a Hollywood bajo la sombra de Stiller en 1926 y allí comenzó con él Tormento. Stiller mimaba hasta la exasperación cada toma de su estrella. Unas cuantas semanas de casi estéril rodaje acabaron con la paciencia de los productores, que no digerían tanta lentitud, y apartaron del rodaje al exquisito Stiller, sustuyéndolo por el tosco y veloz Fred Niblo, que hizo con las sedas de la actriz tela de esparto.
Tras el fracaso, Garbo cayó en uno de sus frecuentes estados de melancolía, que se agudizó al recibir órdenes de eliminar de sus huesos 15 kilos de envoltura. En estado de abatimiento conocio en 1927, en el rodaje de El demonio y la carne, a los tres hombres que habrían de sustituir, en sus funciones de Pigmalión, al derruído Stiller, que se quedó de la noche a la mañana sin trabajo y sin mujer.
Pigmalión con tres rostros
Estos hombres eran John Gilbert, réplica en forma de estatua a la torrencial pasión interpretativa de la actriz; Clarence Brown, un director enormemente sagaz para poner luz en los rincones escondidos de la sensualidad de sus actrices; y William Daniels, un fotógrafo de genio, que aprovechó el descubrimiento en 1924 de la emulsión Pancromática para iluminar con una luz hasta entonces insospechada el rostro cansado, enigmático y profundo de la muchacha sueca.Diecinueve de las 24 películas de Garbo fueron fotografiadas por Daniels. Después de Gilbert le dieron la réplica John Barrymore, Robert Taylor, Melvyn Douglas y otras paredes humanas sobre las que la actriz desencadenó su genio amatorio arrasador, que les dejaba reducidos a sombras pasmadas de su sensualidad. Tras de Brown -Amor, El beso, Gran Hotel, Anna Christie, Anna Karenina, Maria Walewska-, Rouben Mamoulian -La reina Cristina de Suecia-, Ernst Lubitsch -Ninotchka- y George Cukor -La dama de las camelias y La mujer de las dos caras-, elevaron a Greta Garbo a supremo mito erótico del siglo XX.
Emanaba de sus actuaciones una enérgica sensación de armonía. Alexander Walker expresa así la indefinible singularidad de su cuerpo: "Su arte radicaba en la manera de utilizar sus movimientos corporales. Sus piernas eran muy largas entre rótula y pelvis, lo que daba a sus movimientos cualidad de émbolo, que contrataba con su distante yo. No podía dar seis pasos sin que pareciera que comenzaba una caminata. Había en la Garbo, a velocidad normal, la gracia que se descubre en los atletas filmados a cámara lenta".
Esta rareza de su cuerpo, su conversión en belleza de la imperfección, humanizaba su lejanía, esa distancia que imprimía a sus apariciones que, en un instante difícil de fijar, se invertían de golpe, gracias a su rostro, en una proximidad inesperada. Apoyado en ese cuerpo y en su capacidad para expresar estados de ánimo con las manos, el rostro de la Garbo convertía un sentimiento en otro, dominaba las mutaciones, la transfiguración: vivía y moría, se entregaba y rechazaba, dominaba en fin la condición efímera y doble de los sentimientos, el carácter trágico de la felicidad como antesala de dolor y de este como umbral de la alegría.
Así despertaba esta actriz incomparable la idea de una identificación de orden magnético entre ella y sus espectadores.
Babelia
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