Milagros
La memoria del poeta se torna intimista en este nuevo capítulo de la segunda parte de sus memorias, y vuelve hacia los recuerdos de su infancia gaditana. "Si todos los Alberti se hubieran unido, no se habría perdido para la República la provincia de Cádiz", señala. Y al final aparece la figura de su hermana Milagros, la única superviviente junto con el poeta de un total de cinco hermanos, con 85 años en la actualidad, poeta mística y jocosa a la vez y capaz de las bromas más divertidas hasta hacia su propio hermano, que nos relata una de las últimas en estos recuerdos "de lo vivo lejano".
La verdad es que a aquella hermana, Milagros, la única que hoy me queda, la cito una sola vez en todo el primer volumen de La arboleda perdida. ¿Por qué? En cambio, a Pepita -Pipi-, la menor, la nombro muchas veces, y siempre ligada a los años más señalados de mi adolescencia y primerísima juventud, hasta que se casó y se fue a vivir a Almería, en donde aún la vi, no volviendo a encontrarla más hasta dos años antes de su muerte, a mi regreso a España, pasados ya los 39 de aquellos desgraciados y terribles años de nuestra guerra civil. Extraño olvido, o quizá oscura laguna de mi memoria, que intento iluminar ahora, "antes que el tiempo muera en nuestros brazos".¿Qué era ella, quién aquella, esta de hoy, Milagros, que vengo a descubrir, tan tarde ya, como la Más lírica, ocurrente, divertida, graciosa, dramática, excepcional, surgida de toda esta larguísima familia, que de pronto me invade, o se me escapa, entre las arenas de las playas de El Puerto, cerca de mi presente morada madrileña, en Sevilla, en Granada, o en la propia Almería, en donde esta hermana mía vive, no vive, va y viene, me entero, no me entero de su larga existencia, coincidiendo además con mi apellido Alberti, Milagros Alberti, a quien amo, no porque lleva el mismo mío, pues hay miles de Albertis en las páginas de la guía italiana de teléfonos, sino por simpatizar grandemente con ella, resultando además que se apellida Alberti, como yo. Si toda esta larguísima, numerosa familia Alberti -y Merello- nos hubiésemos entendido un poco, unidos a otros muchos de por allí, no se habría perdido para la República -pienso yo-, al comienzo de nuestra guerra, la provincia de Cádiz. ¡Qué grande y aguerrido batallón armado, de muchachos, primos, sobrinos y tíos, segundos y terceros, defendiendo aquellos maravillosos pueblos, terminando al fin para nosotros por sernos favorable la situación... Pero... Fantasías tristes... Cuentas mías con El Puerto, mi ilustre cuna..., que fue la única que me insultó en sus muros, cuando volví, después de más de siete lustros de forzosa ausencia, pintándolos de letreros innobles; la única que lleva roto por dos veces mi nombre en la placa homenaje que me dedicó fervorosamente el Ayuntamiento, en la fachada de mi casa, calle de Santo Domingo, 21, donde pasé los más luminosos años de mi infancia junto a mis cinco hermanos, entre los cuales, Milagros, alumna, como yo, del colegio de las Hermanas Carmelitas de la Caridad. ¡Oh gracia, oh recuerdos azules, como los delantales de las monjas aquellas tan inocentes, tan feísimas y preciosas! Con ellas y para ellas cantábamos sus loores, inventados por ellas: Las hermanas carmelitas, / con delantales azules, / se parecen a los cielos / cuando se quitan las nubes.
Mi hermana -85 años- tiene, ha tenido siempre, su cabeza llena de cuchufletas, chirigotas, trabalenguas, dicharachos andaluces de todas clases, así como de coplas y romances mezclados de todas las épocas. Es muy religiosa, pero con alegría, sin el tenebrismo español, capaz de rezar 20 rosarios para que su querido hermano el comunista vaya al cielo (aunque si por casualidad fuera al infierno, creo que, de cuando en cuando, le haría alguna clandestina visita). Es poeta de inspiración mística. Canta con sencillez a la Virgen del Mar, a la Cruz de Mayo, al Viernes Santo, escapándosele estrofas con claras reminiscencias de saetas a los afligidos nazarenos andaluces que arrastran por esas lívidas madrugadas la cruz de su calvario: ¡Nazareno, Nazareno! / No me contestas, Señor, / tan cansado por las calles, / roto y muerto de dolor. Pero su velocísima imaginación y memoria la llevan en el acto a cantar burlonamente alguna de aquellas chirigotas carnavalescas de Él Puerto: Conozco yo una muchacha / que vivía en la calle Urango, / y el otro día el maestro / se la encontró en medio el caño. / Le preguntó qué tenía /y le dijo que se fuera, / y era que su marío / la había tirado por la escalera, /porque le dijo que iba / por una onza de chocolate, /y volvió desgreñada /y con las narices / como un tomate.
-Bien recordarás -me dice- que tú cantabas magníficamente la misa y hacías también de confesor. ¡Ave María Purísima! ¿Pecados? ¿Cuántos? ¡Cómo! ¡Repite eso! ¿Que has roto un plato, hija? ¡Pues habrás dejado buena la vajilla! Una oración, como castigo, mirando al pájaro que hay en el jardín.
A continuación me confiesa que sabe dar el do de pecho más prolongado que pueda emitir cantante alguna. Y se ponen a cantar El relicario, aquel famoso cuplé de los años veinte. Pero en el momento de llegar al estribillo que dice: Pisa morena, / pisa con garbo, / que un relicario..., prolonga hasta el infinito el final de esta palabra, sosteniéndola por un largo rato: que un-relicariooooooooooo. Y ese es su gran do de pecho. Mantiene una gran amistad -pues está casi enamorada- con los médicos que la examinan y ayudan a que la vida no tenga ese fin de los ríos manriqueños que van a dar a la mar infinita... Al doctor José Luis Barros le manda tarjetas de agradecimiento, como esas novias que escriben a sus enamorados cuando están cumpliendo el servicio militar, pero siempre con aire de copla: Hasta el hospital llegué, / tan grave y muy dolorida, / y tus milagrosas manos / me volvieron a la vida. Y al otro doctor, Jesús Calvo Morales, que la cuida también con desvelo: Tú viniste hasta mi lecho / sólo para consolarme. / De esa amistad tan sincera / ya nunca podré olvidarme.
Me entero, ahora, al cabo de tantísimos años, de que fue espectadora, por orden mía, de aquella escandalosa conferencia que di en el Lyceum Club de señoras, de Madrid, que llevaba por título Palomita y galápago, pero prohibiéndole terminantemente que dijese que era mi hermana. Recuerda que me presenté con una levita negra, raída, y en la mano -según su versión una jaula con dos ratas, que anticipé estaban inoculadas de tétanos. Un caballero espectador le preguntó, extrañado: "¿Pero ese es Alberti, un famoso poeta?". Ella le confesó que no me había visto nunca. "¿Será posible que ese joven vaya a soltar esas ratas inmundas?". Pero ella me fue fiel y no dijo a nadie que yo era su hermanito...
Luego, pasa, de cantarme, más o menos estropeado el romance de Don Bueso, aquel caballero que por traer esposa, de tierra de moros, trajo a su hermana, a las coplas más escatológicas, que yo también recordaba haber aprendido entre los alumnos del colegio de los jesuitas: Una vieja se cagó / detrás de un confesonario, / y otra vieja lo cogió / creyendo que era un rosario. Y aquella otra copla, no menos infantil y exagerada: Quítate de esa ventana, / cara de limón podrido, / que eres igual que mi culo / cuando está descolorido. Y pasamos después a las oraciones, que sabe también, y recita con sonriente unción: a santo Tomás de Villanueva, abogado de los pobres; a santa Rita, abogada de lo imposible; a san Cayetano, a san Pascual Bailón, a san Vito... ¡Oh juego, oh vuelta a los primeros días de nuestra infancia coquinera, lejos de aquellos horrores de la guerra, de los años de hambre, aquellos en que su marido se alejó de ella, llevándola a la desesperación e incertidumbre, agobiada de sus hijos pequeños!
La verdad es que yo no traté mucho a mis hermanos desde algún tiempo antes de la guerra. Fueron los años de Maruja Mallo, de la gran amistad con José Herrera Petere, a punto de publicar su famosa revista: "En España ya todo está preparado para que se enamoren los sacerdotes", del descubrimiento de Vallecas con el escultor toledano Alberto Sánchez y los pintores Benjamín Palencia y Díez Caneja... Mas yo me alejé, me fui alejando casi insensiblemente del ambiente familiar, de la parentela por imposición, del tenerse que sentir engavillado por sólo el apellido. Me separé... Me fui... Hice mí guerra, mi destierro sin fin, hasta mi regreso, para ser diputado -sólo unos meses- por un partido mucho más que marciano para mi familia.
... Pero una tarde -hará de esto poco más de un año-, mi sobrina Tere, hija de Milagros, me llamó para pedirme que fuese a su casa, pues acababa de llegar de El Puerto una bisnieta de Paca Moy, aquella fidelísima vieja que vivía trabajando para todos en casa de mis padres, y nos acompañaba al colegio, soportando todas nuestras más temibles diabluras, pesadas bromas, que soportaba con resignación y cariño. Cuando llegué, mi hermana Milagros estaba no sé donde y la anciana bisnieta de Paca Moy era esperada por mi sobrina con todos sus hijos y otras visitas, entre las que yo, como era natural, era el más importante. Sonó el timbre de la puerta. Yo estaba inquieto, intrigado ante una imagen que suponía la resurrección de un pasado verdaderamente remoto. Dándole el brazo mi sobrina Teresa, apareció una encorvadísima anciana, envuelta la cabeza y parte del rostro en negras toquillas, y el cuerpo regordete ceñido de peludos pañolones. Era, naturalmente, la bisnieta de Paca Moy, que preguntaba por mi hermana y por mí, por su Cuco, su Cuquito, del que había oído hablar y celebrar durante varias generaciones. Cuando me acerqué a su cara cegata, me abrazó y lloró, alegrándose de ver a un fufunista tan famoso, o algo así, y que a ella no le asustaba eso del fufunismo, hablando mal de las monjitas que apenas si se ocupaban de ella en El Puerto, que eran horribles casi todas, feas y desagradables. Los sobrinillos míos que presenciaban la visita no podían contener la risa, divertidos con aquel esperpéntico rebujo de vieja, que pronunciaba palabras incomprensibles. Yo me enfadé con ellos, pareciéndome irrespetuosos con aquella para mí emocionante persona, tan llena de atractivo y sorpresa. Luego habló de su bisabuela, que apenas recordaba, y de su abuela y de su madre, que siempre tenían en la boca a aquel adorado Cuquito, que era yo, un perfecto diablo molestísimo en aquellos primeros años. Un momento creí que la bisnieta de Paca Moy iba a enojarse de verdad con aquellos chicos que sin ningún disimulo se estaban burlando de ella. A mí me pareció, en cambio, que debía ayudarla. Y cuando me disponía a darle disimuladamente 5.000 pesetas, no tuve tiempo de ponérselas en la mano, pues de improviso la bisnieta de Paca Moy se arrancó la toquilla y demás trapajos negros que la cubrían, apareciendo mi hermana Milagros, divertida y jocunda como en una escena improvisada de la Comedia del Arte.
Me hallo rememorando ahora todo esto desde un balcón de la bahía de Cádiz. Rota y El Puerto de Santa María, diluidos en una neblina luminosa, se me abren al fondo y me veo andando por el mar, con mi hermana Milagros, llevados por la bisabuela Paca Moy al colegio de las Hermanas Carmelitas, que salen, con sus azules delantales, a recibirnos, gozosas, a la puerta.
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