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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

En defensa del beso

NO HAY indicios racionales de que el beso camal en la pareja humana haya tenido nunca la duración, profundidad y belleza que adquirió con el cine. Es una de las mejores muestras de aprendizaje social mediante un arte, un ejemplo de simbiosis cultural: la pareja que en la última fila repetía verazmente lo que se desarrollaba en la pantalla, jugándose en algunos tiempos el fogonazo de la linterna, la muestra de la chapa del agente y la expulsión escandalosa del dulce y modesto paraíso, realizaba un acto cultural y el cine, a su vez, aprendía de ellos. Algo que no pudo hacer seriamente el teatro. La supresión del beso, que no consiguió nunca ninguna censura del mundo ni las manos frailunas tapando el proyector en el momento culminante, está a punto de lograrlo la histeria del SIDA. Hay rumores, de que, secretamente, los directivos de los estudios de Hollywood están eliminando de los guiones y de las películas en curso de rodaje las escenas íntimas -el beso ya no es casi más que una parte de un todo cálido- y el presidente de la liga de actores, Edward Asner, lo aprueba: "Hasta que sepamos algo más [acerca del SIDA], creo que es una buena sugerencia". No hay que engañarse con esta aprobación: Asner es un conocido liberal y lo que pretende ahora es evitar una nueva caza de brujas contra los homosexuales, cuyos nuevos cazadores están pretendiendo que los actores masculinos ofrezcan una buena conducta privada, quiere establecer una especie de censo de homosexuales que han de estar en cuarentena y reclama la exigencia de análisis de sangre para quienes han de representar escenas íntimas. Es decir, una discriminación. Hollywood, reaccionó con histeria ante la difusión de la amenaza del SIDA. Corno Broadway y como otros núcleos teatrales y cinematográficos del mundo, tiene una abundancia de trabajadores homosexuales. Ha sido precisa una conmoción, como el diagnóstico grave de Rock Hudson para que se reaccione de una manera humana y digna, que deberá tenerse en cuenta en otros medios. Hay una reconversión favorable: la alcaldía de Los Ángeles ha sido la primera institución del mundo que ha tomado una resolución oficial contra la discriminación de las víctimas del SIDA en cuestiones de empleo, vivienda y servicios de sanidad pública, y Hollywood va a celebrar un festival benéfico -a 500 dólares la entrada- en septiembre para ayudar a sus víctimas. No es simplemente una reacción de simpatía, sino que tiene una base real: no hay ninguna demostración, hasta ahora, de que se contagie por relaciones casuales o incidentales ni está establecida la idea de que la saliva pueda, ser portadora del virus.

Todo este asunto del SIDA se ha desbordado culturalmente. Es decir, la enfermedad real, y hasta ahora de una incidencia muy escasa, se está utilizando, en razón del grupo específico a la que afecta y a la manera de transmisión, como en otros tiempos se utilizaron las que fueron llamadas, por esa misma línea de acción, enfermedades secretas para canalizar la sexualidad por el camino previsto por sus represores; o se acuñaron enormes falacias sostenidas a veces por gente de bata blanca acerca de los daños cerebrales que podía producir la masturbación. Quienes han aceptado de mala gana la integración de los homosexuales en la ley y las costumbres están encontrando ahora un pretexto para una difusión espectacular de lo que a veces se llama peste o epidemia -sin ningún respeto para la realidad- con la misma fruición con que los monjes analfabetos y sus más sutiles dirigentes esgrimían cualquier desgracia natural colectiva como una forma especialmente concebida del castigo divino.

En una época en que la moral tradicional está tratando de recuperar sus posiciones perdidas, y pese a sus esfuerzos no logra sus propósitos, la desaforada difusión de la presunta transmisión del SIDA y la forma en que cada caso comprobado se presenta como una multiplicación informativa, forman parte de un manejo en el que no se puede caer más que voluntariamente, nunca racional o independientemente.

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