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Los hombres de 'la piscina', con el agua al cuello

La reconstrucción del atentado contra Greenpeace señala a los servicios secretos franceses, conocidos familiarmente como 'la piscina'

Cinco minutos antes de la medianoche del pasado miércoles 10 de julio, una primera explosión hace temblar el casco del Rainbow Warrior, buque del movimiento ecologista Greenpeace, en uno de los muelles del puerto de Auckland, en Nueva Zelanda. La nave soporta bien la explosión, a pesar de que se abre una primera vía por la que empieza a entrar agua. Todo el mundo abandona el buque menos Fernando Pereira, el fotógrafo de Greenpeace, de origen portugués, que salta' de nuevo a bordo y se dirige a la bodega del barco para intentar salvar su material y los archivos.

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Un minuto después una segunda carga explosiva colocada en popa, y de mucha mayor potencia que la anterior, abre un enorme boquete y el Rainbow Warrior se hunde rápidamente arrastrando a Pereira consigo. Su cadáver es rescatado por la policía local la mañana siguiente.Nadie se explica el atentado. Las acciones de la organización ecologista Greenpeace, aunque de probada efectividad a medio y largo plazo, no parecen de suficiente envergadura como para provocar un atentado de estas dimensiones. La policía neozelandesa empieza a trabajar con insólita celeridad. Se descubre una canoa neumática Zodiac, con los números de identificación borrados, abandonada en una playa distante tan sólo tres kilómetros del atentado. Junto a la misma se encuentran unas botellas de submarinismo un tanto particulares: se trata de un modelo conocido como de circuito cerrado, que utiliza oxígeno puro y que recicla el aire respirado, por lo que no deja sueltas burbujas que salgan a la superficie, permitiendo al usuario pasar inadvertido. Por el contrario, su franja de utilización se sitúa por encima de los 10 metros de profundidad ya que debajo de ella el oxígeno se vuelve tóxico.

Tres días después del atentado, el comisario Allan Gailbraith, conocido ya como el Sherlock Holmes del Pacífico sur, anuncia la detención de una pareja que viaja con falsos pasaportes suizos bajo la identidad de Sophie y Alain Turenge, así como la sospecha de que se trata de ciudadanos franceses. Los Turange habían llegado a las antípodas 15 días antes del atentado haciéndose pasar por una pareja en viaje de luna de miel. Alquilaron una furgoneta y viajaron por la zona norte de la isla. Su vehículo había sido visto por varios testigos momentos antes del atentado y también en la playa donde fue abandonado el bote neumático.

En realidad la explicación es otra. La policía neozelandesa tiene pruebas mucho más concluyentes que la simple declaración de testigos. Una racha de robos en los barcos y automóviles estacionados en el puerto había llevado a las autoridades locales a montar un sistema especial de vigilancia. Desde lo alto de edificios cercanos, grupos de agentes provistos de binoculares rastreaban continuamente la zona en busca. de los amigos de lo ajeno. La tarde anterior al atentado habían visto cómo la furgoneta de los Turange aparcaba frente al Ouvéa, un airoso velero que acababa de llegar del territorio francés de Nueva Caledonia. La pareja estuvo cargando y descargando material voluminoso y abandonó la zona posteriormente. Unas horas después el Rainbow Warrior saltaba por los aires.

Un 'topo' en Greenpeace

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"Sólo les hubiera faltado dejar una barra de pan francés, una boina y una botella de Beaujolais". La frase, atribuida a un miembro de la Dirección General de Seguridad Exterior (DGSE), más conocida como la piscina, pretendía descalificar los primeros intentos de adjudicar a los servicios secretos franceses la autoría del atentado. En realidad la operación contra la nave insignia de la, organización ecologista tenía que ser efectiva, sin víctimas y sobre todo no dejar rastro. Para ello se había planeado con mucho tiempo de anticipación y sin escatimar los medios. Ya un año antes una mujer rubia llamada Frédérique Bonfleu, que asegura ser geomorfologista (una mezcla entre geógrafa y arqueóloga), consiguió hacerse con la amistad del navegante francés Jean Marie Vidal, un veterano activista antinuclear.

Frédérique mantiene largas conversaciones sobre navegación y ecologismo con Vidal a lo largo, de un verano y consigue que éste le redacte finalmente una carta de recomendación para la sede de Greenpeace en Nueva Zelanda, ya que -le dice- debe desplazarse a la Polinesia francesa por razones profesionales y aprovechará para pasar unas vacaciones en Nueva Zelanda. La primera incongruencia es que en las antípodas es pleno invierno. La segunda es el insólito itinerario que Frédérique sigue: París, San Francisco, Hawai, islas Fidji, Auckland.

Los militantes de Greenpeace en Nueva Zelanda no sospechan de ella, todo lo más la consideran "típicamente francesa", ya que, según uno de ellos, "pasaba una infinidad de tiempo discutiendo con todo el mundo sobre cualquier cosa". Pero Frédérique, además de discutir, no perdía ocasión para documentarse sobre los planes de la organización, tomando nota de todos y cada uno de los detalles de la expedición que se estaba preparando para protestar, por enésima vez, contra los ensayos nucleares en el atolón de Mururoa.

Tras la independencia de Argelia, al verse privado del desierto del Sáhara para sus experimentos nucleares, el Gobierno francés acondicionó el atolón para realizar ensayos nucleares en la atmósfera. Cuando tras las primeras acciones de Greenpeace en 1973 y 1974, Australia y Nueva Zelanda presentaron el caso ante el Tribunal Internacional de La Haya y Francia se vio obligada a convertir sus ensayos en subterráneos, el lugar escogido no podía ser peor, la estructura de un atolón de coral es como la de una colmena de abejas o la de un queso suizo.

Esto explicaría por qué la organización ecologista se había convertido, con el paso de los años, en la obsesión del estamento militar francés. Entre otras cosas el coste de los ensayos nucleares en el subsuelo es casi 10 veces mayor que el atmosférico. Greenpeace tenía que pagar por ello.

Desde París, por medio de una agencia especializada, se alquila un velero en el territorio francés de Nueva Caledonia. El barco escogido es el Ouvéa, y su tripulación la componen cuatro hombres: Raimond Velche, capitán; Eric Audrenc, Jean Michel Berthelo y el doctor Xavier Maniguet, este último médico especialista en deportes peligrosos, cuyo último trabajo había sido el de responsable sanitario de una plataforma petrolífera en Abu-Dhabi.

Nada más tomar posesión del barco en el puerto de Nouméa, los tripulantes cambian el equipo de comunicaciones de a bordo por uno mucho más perfeccionado, que permite transmitir vía satélite con cualquier punto del globo y facilita establecer citas en alta mar con otros navíos equipados con el mismo instrumental.

Los Turenge, cuya identidad real es Françoise Verlon, capitán del Ejército, y Alain Tourand, comandante, salen de París vía Londres y allí son localizados por los servicios secretos británicos, que avisan inmediatamente a sus colegas neozelandeses. La operación empieza con mal pie. Frédérique, a todo esto, había abandonado ya Nueva Zelanda y se hallaba en la ciudad israelí de Haifa, en unas excavaciones arqueológicas.

Lo demás se sabe bien. Los Turenge se ponen en contacto con la tripulación del Ouvéa, éstos llevan a cabo el sabotaje y abandonan acto seguido el puerto. Los primero que sale mal es que, en contra de lo previsto (es decir, que la tripulación del Rainbow Warrior abandonaría el buque tras la primera explosión para que la segunda mina, mucho más potente, no causara víctimas), Fernando Pereira muere ahogado cuando intentaba rescatar su material y el archivo fotográfico. Un atentado con muerto no es lo mismo que la simple voladura del barco.

Acto seguido los Turenge se dan cuenta de que han sido observados y en un primer momento de pánico abandonan la canoa neumática, en la que se encuentran las huellas dactilares de por lo menos uno de ellos. Dos días después, en vista de la imposibilidad de abandonar la isla, deciden actuar como habían previsto y devolver la furgoneta alquilada con la esperanza de que no se les hubiera descubierto. La policía los detiene allí mismo.

El Ouvéa hace escala en la isla australiana de Norfolk, donde es registrado por la policía local ' que les deja seguir su camino. Uno de los tripulantes, el doctor Maniguet, abandona la nave y vuela hasta Sidney para seguir camino hacia París. Dos días después la policía neozelandesa ordena la búsqueda del yate, pero éste ha desaparecido ya en medio del océano.

Los tres mercenarios miembros de la tripulación reaparecen en Gabón, formando parte de la guardia personal del presidente de este país africano.

Escándalo político

Mientras tanto, en París estalla el escándalo. El presidente François Mitterrand ordena la apertura de una investigación y pone a su cabeza al político gaullista Bernard Tricot, antiguo secretario de la presidencia de la República. La DGSE admite que los Turenge son miembros del servicio secreto, pero añade que sólo estaban allí en misión de vigilancia.

Sin embargo, poco a poco la piscina se va viendo obligada a admitir su participación en el atentado. Desde el ministro de Defensa, Charles Hernu, hasta el director de la DGSE, el almirante Pierre Lacoste, todo el mundo parece haber estado al corriente de la operación. Hay rumores que llegan a implicar hasta al propio secretario de la presidencia, Jean Luis Bianco.

El Elíseo desmiente esta racha de acusaciones y amenaza con querellarse contra los medios de prensa que los han difundido, pero su implicación aparece cada vez más clara.

En Nueva Zelanda se regocijan con el tema. El patinazo francés no puede menos que satisfacerles. Los tribunales de Auckland confirman el procesamiento de los Turege, acusados de asesinato e incendio deliberado, y han lanzado una orden de búsqueda y captura contra los cuatro tripulantes del Ouvéa.

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