Conjuros, llamas y coca
La Paz está erigida en el fondo de un estrecho callejón descendente a los pies del Illimani, de nieves eternas, segunda cumbre andina del país: en los altos del callejón y sus laderas habitan los pobres, y en los barrios bajos, los ricos, los diplomáticos y los gerentes de las empresas multinacionales. Las diferencias sociales, en mayor brutalidad que en ninguna otra parte del mundo, las establece el mayor o menor nivel de oxígeno en el delgadísimo aire paceño, que obliga al viajero a dormir abrazado a la botella de oxígeno que facilitan los hoteles.Trepando las laderas de la hendidura en la que se encuentra La Paz, se accede a El Alto, la ciudad gemela y aún más pobre y poblada, donde se encuentra el aeropuerto del mismo nombre, en el que se estrellaban hace 50 años los aeroplanos que contrataba Simón Patiño, el rey del estaño, para la guerra del Saco Boreal con Paraguay, por falta de sustentación. En El Alto -como también en La Paz-, decenas de camiones con una barra de madera longitudinal para agarrarse en sus cajas abiertas, transportan como ganado a las personas, que parecen sufrir un frenesí locomotivo.
La naturaleza es sabia, y llamas alpacas, vicuñas, quechuas, aimarás y hasta los guaraníes precolombinos que subieron a estas alturas a pelear en las fronteras del Incanato, tienen una composición sanguínea diferente y los glóbulos rojos en forma de hoz; su sangre, así, puede arrastrar hasta la última molécula de oxígeno, conformando unas razas fuertes y nervudas, y anchas cajas torácicas, anchas caderas y fuertes piernas, pero de pequeña estatura, adaptadas a una atmósfera enrarecida por sobre los 4.000 metros de -altitud.
Pasado y presente
En el altiplano, en la cuna brava, extendido entre las dos crestas gemelas de la cordillera de los Andes, junto al lago Titicaca, en el borde de las ruinas, no ya precolombínas sino preincaicas, de la misteriosa y extinguida civilización del Tiaguanaco, las gentes viven, a 56 kilómetros de La Paz y dentro del área de mayor concentración urbana de Bolivia, igual o peor que antes de la esforzada y sanguinaria llegada de Francisco Pizarro. Poblados sin nombre, sin agua corriente, sin luz eléctrica, sin teléfono, sin sanidad, edificados en adobe con techos de paja y sin ventanas para defenderse de las gélidas arremetidas de los vientos nocturnos del altiplano. Las mujeres, con su sempiterno borsalino negro, blanco, manufacturado en Cataluña, siguen a sus hombres en fila india tres pasos atrás, hasta cuando conversan entre sí durante el camino, con el fardo a la espalda, en el que siempre bambolea un niño con la carita redonda y achinada de los quechuas y aimarás o se esconde un pobre alijo de contrabando.
Con el alba, las mujeres con su borsalino, su fardo, su niño a la espalda, sus bamboleantes bolleras recamadas y sus zapatitos planos de colores infantiles, sacan a las ovejas, los perros y las llamas a triscar la rala vegetación, siempre con la llama, animal antiguo donde los haya y el único que escupe al hombre cuando se enoja con él, al frente de la heterogénea tropilla.
Luego acopian y preparan, para su congelamiento en la tierra -que perdura por años-, las 200 especies de papas que aporta la tierra boliviana: papas para puré, para freír, para cocer, para guardar, para consumir de inmediato, para acompañar las gigantes y asalmonadas truchas del Titicaca, para asar... Y lo revelador para el viajero es que tales subespecies de papas existen realmente, para sorpresa del europeo que descubrió las facultades alimenticias de este tubérculo -que históricamente arrojaba a los cochinos- en el siglo XVI.
Luego, las miriadas de cholas toman por asalto en los caminos de tierra los camiones de caja abierta y barra de madera longitudinal para descender desde el altiplano a La Paz y vender su modesta y hermosa artesanía; traficar con la cerámica, la verdadera y la falsa, desenterrada de entre las ruinas del Tiaguanaco; expender cigarrillos americanos de contrabando y objetos de llama en el mercado de Las Brujas; excrutar los fondillos de las cajas de las bebidas y comprar bolsones de hojas de coca para dar realmente de mascar a su familia.
El mundo de la coca
Caído el sol frente a las cumbres blancas y encendidas del Illimani, las pobres cholas regresan a sus chabolas de adobe del altiplano, con sus críos y sus fardos sujetos a la espalda, para esperar en los chamizos sin ventanas el viento cortante de la cuna brava, sus bajas temperaturas, el aire delgado, abrazadas en el suelo a sus hombres, sus llamas, sus corderos y sus perros. Si Colón, que jamás visitó estas tierras, revivido, las recorriera no se movería a sorpresa. En el altiplano boliviano -no así en las fértiles yungas que descienden desde la cordillera hasta las tierras feraces de Cochabamba o Santa Cruz- las cosas no han variado excesivairnente desde que Pizarro se dio satisfacción haciendo estrangular a Atahualpa, otorgándole la gracia de no quemarlo vivo por haberse dejado bautizar.
El cultivo de la coca continúa siendo la industria agrícola nacional, que no van a erradicar los Gobiemos extranjeros con sus protestas por su alimentación del narcotráfico. La coca se ha cultivado siempre y aún se discute sobre si los dignatarios del incanato la reservaban para sí o permitían su consumo generalizado al pueblo. Esto último parece lo más verosímil dada su utilidad social. Masticadas blandamente de tal forma que del polo escupido pueda reconocerse cada hoja -el acullico-, junto con cal y mediante una prolija ensalivación y toma de aire por la boca, surte unos efectos beneficios sobre el organismo y alivia la tensión, el hambre, el cansancio y el acunamiento o el soroche debido a la escasez de oxígeno en la cuna brava. La bola de coca y cal, colocada entre la mandíbula y la mejilla, debe ser elaborada sabiamente, con más o menos salivación, con más o menos aspiración de aire, siempre sin llegar a una masticación dura y en un ejercicio bucal que, mal llevado, puede provocar el abrasamiento del paladar, las encías y la lengua o el simple vómito irresistible.
. Prosiguen las polémicas entre las clases ilustradas bolivianas sobre si la masticación de coca ha
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embrutecido al pueblo, degenerándolo genéticamente, o sobre si la maleficencia de la coca estriba sólo en su transformación industrial en clorhidrato de cocaína y en pasta básica para que los ricos occidentales con posibles la esnifen por las narices para dar potencia social a sus saraos. Pero intentar erradicar en Bolivia el cultivo de la coca sería tanto como pretender impedir en España el cultivo del ajo o del perejil. El narcotráfico ha conseguido que zonas de tradición agrícola como Cochabamba hayan caído en el monocultivo de la coca; que en las haciendas del Beri, en la selva amazónica, solo se pueda acceder con revólver al cinto y con permiso expreso de los reyes de la droga, o que se sugiera a los más arriesgados o adinerados aventureros volar en helicóptero -es el único acceso- hasta los remotos y fertilísimos valles secretos, en la frontera brasileña, entre quebradas y precipicios que los hacen inaccesibles por tierra, donde se está cultivando la mejor hoja de coca del mundo.El negocio de la coca para su elaboración posterior con destino al extranjero trastoca el mercado agrícola boliviano y genera tan descomunales ingresos, sin relación alguna con el sistema de producción-consumo del país, que es en buena parte el principal responsable de una inflación de caballo, que ya precisa de billetes de cinco millones de pesos bolivianos, que no alcanzan para pagar la estadía diaria en un modesto hotel. El narcotráfico, además cuenta con sus emperadores prepotentes, que desafían abiertamente de tú a tú a los Gobiernos y que han tejido una red de corrupción administrativa imposible de reventar: cobran los honestos agricultores de la coca vendiendo sus hojas a los narcos, ,que las adquieren con soltura a doble precio; cobran los policías, los funcionarios de asuntos campesinos, los de salud pública, los intendentes y hasta las tropas de comandos encargadas explícitamente de arrasar las plantaciones clandestinas. Si se tiene por buena la palabra del actual presidente, Paz Estenssoro, hasta su antecesor, Siles Zuazo -a través de su secretario privado-, estaba implicado en el tráfico de la coca elaborada.
Pero de la misma forma, que la sexualidad no tiene la culpa de la prostitución, el cultivo tradicional de la coca no es reponsable de su transformación ulterior con destino a los mercados de la decadencia adinerada occidental. Estados Unidos, principal receptor de la cocaína boliviana, ha ofrecido millones de dólares a fondo perdido y en auxilio de sus Rangers para destruir en las selvas bolivianas las ciudadelas industriales de la coca. Un sencillo repaso a los mapas topográficos de Bolivia evidencia que una solución militar contra la coca sería tan acertada como lo fue una solución militar contra el Vietcong en Vietnam.
Sólo cabe -y no existe un entendimiento cabal del problema- que los países occidentales y, ricos recipiendarios de clorhidrato y pasta básica de cocaína compren a precio de traficante los excedentes de hoja de coca de los plantadores bolivianos y les aporten ayudas científicas y tecnológicas para encontrar variantes más provechosas a sus cultivos. Cualquier otra medida será arar en la mar.
Sobre este contexto -pobreza generalizada, desvertebracion social, mayoría poblacional arnerindia desconectada de las instituciones de su país, narcotráfico establecido sobre una de las instituciones sólidas de esta población (la coca), corrupción, increíble prepotencia de las multinacionales, que, por ejemplo, prospeccionan y extraen petróleo en Bolivia sin pagar impuestos, como ocurría en el Perú hasta la reciente asunción de Alan García, evolucionan impotentes viejos líderes revolucionarios, más o menos desencantados, como Siles Zuazo, Paz Estenssoro o Juan Lechín; generales bien machos como Hugo Bánzer, que promete a su pueblo una cirugía sin anestesia -la misma que aplicó en sus siete años de dictadura-, y líderes moderados como Jaime Paz Zamora, del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, que buscan una salida modernizada y socialdemócrata a los problemas históricos de la nación.
Pero el atraso del país boliviano no es, por desgracia, soluble en las urnas, como una vez más se acaba de demostrar en éstas elecciones, que han deparado un presidente minoritario apoyado por sus enemigos, para evitar la entronización de un ex dictador como Bánzer y un presidente del Congreso de los Diputados y senadores que ni siquiera habla correctamente el castellano.
Alguna mano de hierro, por la derecha o por la izquierda, pero auténticamente nacionalista, deberá en el futuro de ocuparse de integrar a la nación con la mirada puesta en esas pobres cholas que cada noche regresan, farfullando un español tan empobrecido como el del presidente de su Congreso, desde La Paz hasta su altiplano, con sus hijos o sus fardos a la espalda, pavoneándose dentro de sus polleras recamadas, hacia la soledad, el frío atroz, los chamizos de adobe sin ventanas, las llamas, los corderos, los perros, los fetos de llama no vendidos, los bolsones de hoja de coca, los maridos, en la espantosa desolación de la cordíllera Andina.
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