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Once artistas españoles trazan con palabras un autorretrato colectivo

Una singular oportunidad se presentó la semana pasada para conocer la cara oculta de once de los más significativos artistas plásticos españoles, durante el seminario El arte visto por los artistas: el testimonio de los creadores, que se desarrolló en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander. Obligado cada uno a hacer una exposición sobre su obra o su experiencia artística, se pudieron escuchar desde testimonios autobiográficos a partir de una confesión psicoanalítica, como la que ofreció Luis Gordillo, a silencios glaciales adornados por monosílabos, como en la esperada intervención de Antonio López.La lista de participantes trazó de antemano las primeras líneas de este autorretrato: Antonio Saura, Andreu Alfaro, Eduardo Arroyo, Antonio López, José Guerrero, Albert Rafols Casamada, Luis Gordillo, Darío Villalba (no programado inicialmente), Eduardo Chillida, Guillermo Pérez Villalta y Miquel Barceló.

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El primer brochazo lo dio Saura y quiso, como tal vez hace sobre cada lienzo vacío que se le pone por delante, marcar su terreno. Primeras palabras críticas sobre el tratamiento al arte actual en España. Color: negro, sin duda. "El hombre es el único animal que pinta", dijo Saura citando a Max Aub, con una frase que sirve de epígrafe a su libro Tratado de la pintura. Pinta, piensa, escribe. Saura afirmó que su pintura no es expresionista. "La estructura del cuadro suplanta los géneros, para mí".Pero no es el orden cronológico lo que dará unidad a este autorretrato de relieves y formas inaudibles, inauditas. La gestualidad del verbo en Saura fue parcialmente cubierta con veladuras con la etérea presencia de Antonio López. La presencia, no la palabra. El tono puede haber sido el llamativo color de sus zapatos amarillos, apoyando la vestidura gris. No supo, no quiso dar explicaciones. Llegó pocas horas antes de su intervención y partió a su refugio casi inmediatamente después. Dos palabras quedaron de su discurso: emoción, realidad.

No muy lejos, aunque sí muy distante, quedó José Guerrero. Expliquemos. Guerrero se comportó como tal. Con cuatro movimientos precisos, sin preámbulos, tiró un bote de color, cualquiera de esos colores vibrantes que utiliza, y se abstuvo de posteriores explicaciones. Habló de la ebriedad del color y de nada más.

Albert Rafols Casamada se dio a la aproximación poética, hecha de fragmentos como sus grafismos caprichosos sobre la tela. Luis Gordillo, buceando en la formas primitivas, llegó a formular las claves de su indagación. Una perpetua regresión, una aceleración hacia el pasado, el movimiento inmóvil, la descripción conmovedora de ese inasible, deseado y monstruoso objeto amado.

La fuerza, la ironía, la tentación por la literatura, vencieron a Eduardo Arroyo y a su vez le dieron un triunfo. Se situó, invisible, en un ring de box. Vertió ahí, sobre ese lienzo en blanco, ese cuadrilátero iluminado por la potente luz que destaca cada uno de los detalles, su obsesión por un personaje del mundo del golpe, de la acción narrativa.

El espacio en el que se va construyendo este autorretrato carece del soporte material que separa la pintura de la escultura. La síntesis de la línea y el terror o atracción por el vacío centran las voces de Andreu Alfaro y Eduardo Chillida. Sin embargo, la fuerza de la palabra también los domina y no se distinguen de los otros en su indagación conceptual. Ceden, como los otros, a la confesión.

Luego aparecieron simultáneamente dos personajes como paseantes por este paisaje. Guillermo Pérez Villalta y Miquel Barceló, desde el otro lado del abismo, saltaron sobre la grieta y se integraron fríamente a la imagen que se desvanecía. Al final todos miraron intrigados el reflejo deforme que devolvía el espejo. Un reflejo agradecido, un espejismo que se incubará hasta quién sabe cuándo en la memoria.

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