Anacronismos noruegos
ESCALERA ABAJO, decía la vieja Anna, ése era el único camino. Ya a los cuatro o cinco años, con el cesto a la espalda y la jarra en la mano, bajábamos por la escalera de madera y luego por el precipicio, un pie delante del otro, hasta el embarcadero del fiordo. Y si pasaba algo que le molestaba o venía uno con una cara que no le gustaba, papá tiraba de la escalera hacia arriba. Era una vida dura, pero quien vivía en la granja del páramo era señor de sí mismo.La vieja Anna prefería contar sus historias homéricas en invierno, a primera hora de la tarde, tomando café, cuando fuera ya empezaba a oscurecer. Tenía 84 años. La cafetera silbaba suavemente en el fogón. A mí me costaba entender su dialecto antiguo. Su habla estaba salpicada de giros extintos y vocablos desaparecido. Cada rastrillo de heno, cada arte de cestería tenía su propio nombre.
La vieja Anna hacía mucho que había dejado su granja del páramo -vivía en una residencia de ancianos-, que estaba a 400 metros sobre el fiordo a una altura de vértigo, pero no había olvidado nada, y su voz cadenciosa contaba los nombres de los muertos, las bodas que se habían celebrado allá arriba, los niños que se habían traído al mundo, la siega en el prado del tamaño de un pañuelo, el camino a la escuela en medio de la oscuridad, las desgracias por aludes y desprendimientos de tierra, las ¡das a la iglesia en medio de la n ebla y las visitas del médico en barco de motor en medio de la nevada. Las granjas se llamaban Skjortnes o Fausa, Skrenakken o Espenhjelle. Todo lo que venía de fuera, los corderos, la madera, la máquina de coser, había que su birlo por el funicular con el torno. Y el camino contrario seguía todo lo que había para vender; a veces también un niño enfermo en un cesto, o incluso un cadáver, y luego se llevaba a remo por el fiordo hasta el pueblo más próximo. Algunas de estas granjas estaban habitadas desde hacía mil años; de otras sólo quedaban restos abandonados. La gente vivía de criar ovejas y hacer quesos; eran a la vez leñadores y carboneros, jaboneros y pescadores de salmón, y su bote de remos y, su casa cubierta de hierba y cortezas estaban hechos con sus propias manos.
Todo esto es difícil de creer; demasiado bonito para ser cierto. Suena como una leyenda piadosa, como un cuento de peregrinos. Pero es imposible que la vieja Anna me sirviera puras mentiras. Cualquiera que la haya conocido lo confirmará. Además, yo mismo he visto brillar las luces de las granjas del páramo y una vez, en un bautizo en un hotel, he conocido en persona a algunos de esos campesinos de montaña, parientes lejaríos, gente callada que, titubeando con toda la cortesía y todo el recelo de los solitarios, después de la comida empezaron a hablar de la nueva sierra circular, de su lucha por el tendido eléctrico, de los precios de la leche, del barco de motor que querían comprarse después de darle muchas vueltas al asunto.
Ya entonces, a fines de los cincuenta, su existencia y su habla tenían un halo anacrónico. Porque en el pequeño pueblo de mercado de Storfiord, donde se celebraba el bautizo, se iba imparablemente hacia arriba. El de la serrería había abierto un taller de muebles y se sentía como un gran empresario. Al carpintero se le había ocurrido la idea de hacer pequeñas mesas de salón, juegos de tres que se podían amontonar una encima de otra, y soñaba con grandes ventas al extranjero porque tenía un primo en Michigan que era propietario de una gran empresa exportadora. También la pequeña fábrica de camisas iba bien, y el clan local de los tenderos estaba a punto de destrozar la modesta parroquia vieja con sus atroces edificios nuevos, admirados a regañadientes. Los comerciantes construían moles sin respeto a lo heredado, estúpidas, pretensiosas, sin dos dedos de frente, y se despedían sin rechistar de todas las virtudes de este país.
Veinticinco años más tarde, cuando volví a Sunnmre, a primera vista todo parecía como antes: la maniobra de atraque del barco de pasaje, el olor a gasóleo y a madera vieja, los caprichos del tiempo, los chaparrones que metían a los pasajeros en el salón cargado de humo, los bocadillos resecos y el café reposando en la barra. Tomé unos prismáticos, subí a cubierta y miré las pendientes monstruosamente altas de las que la sombra no se aparta durante meses. Este paisaje reluce en los carteles de las agencías de viajes, pero no es hospitalario, sino adusto y yermo.
¿Qué ha sido de las granjas del páramo y de sus habitantes? ¿Siguen resistiendo allá arriba? ¿O han bajado por las escaleras y los senderos de herradura y se han ocultado en los pueblos de la costa? Dirigí mis prismáticos a las laderas del fiordo, pero lo que pude ver no me aclaró nada. Aquí, uri granero en ruinas, y allí, un nuevo tendido de teléfono; en la playa, un embarcadero recién pintado, pero, más arriba, una maroma oxidada; a un lado, tejados hundidos; al otro, praderas segadas.
Sólo la aldea del mercado había cambiado según su propia lógica. En lugar del quiosco alabeado que antes surtía a la localidad de todas las bendiciones de la civilización-fruta, periódicos, chocolate, helados y gasolina- había un gigantesco supermercado. La caja de ahorros se había construido un nuevo edificio y adquirido pantallas de datos para las ventanillas. El hotel ostentaba un vestíbulo gigantesco. El seguro de enfermedad había triplicado el espacio de oficinas. Las casas de madera más bonitas y más antiguas se habían derribado. El taller de muebles estaba al borde de la quiebra. La fábrica de camisas había desaparecido. Y el bienestar general se había multiplicado.
La vieja Anna había muerto hacía mucho tiempo. Su nieta, una estudiante de piscimedicina, me invitó a dar un paseo en su viejo mini. Por el camino me inició en los secretos de la última industria del crecimiento del país: la acuacultura, y me enteré de algunas cosas sobre los problemas bacteriológicos que surgen en la cría de salmones y merluzas en los flordos noruegos. Recorríamos una carretera nueva que, pasando por cenagales, conducía a una de aquellas granjas del páramo que antes no tenían ninguna vía de comunicación con el mundo exterior. Estaba salpicada de pequeñas cabañas de verano nuevas y de cabinas para turistas que esperaban en fila a sus caseros. Letreros de colores indicaban los aparcamientos y los asensores a las pistas de esquí más próximos. Carteles publicitarios anunciaban centros de montaña, centros juveniles y centros al aire libre. Adoradores del Sol blancos como la masa del pan se habían tendidojunto a sus volvos. Hicimos una pausa delante de una cabaña de tablas completamente nueva que llevaba el curioso nombre de Lesothek. Había oído suficiente sobre los trastornos del metabolismo y las alergias de los salmones y pregunté a mi anfitriona qué había pasado con las legendarias granjas de los campesinos de montaña.
-En Akernes abandonaron ya en 1958. En Espenhjelle y Skjortnes aguantaron hasta los años sesenta. Vidhammer estuvo habitada, creo, hasta 1968, y Nedsteholmen, hasta 1970. Pero el más obstinado de todos fue el joven campesino de Skrenakken. Cuando todos los demás se marcharon al valle, él aún construyó un establo nuevo, y en 1973, sólo por llevar la contraria, alquiló un helicóptero y se hizo llevar un tractor a la granja. Luego se le terminó el dinero. Era el último que quedaba. El tractor y los barriles de gasóleo tuvo que dejarlos allí.
-Pero algunas de las viejas granjas parecen impecablemente recién pintadas, y aquí y allá he visto una barca atracada al muelle.
-Sí. ¿Sabes? La mayoría de nosotros sigue viniendo aquí todos los veranos. Yo también. Incluso hemos fundado una asociación. Todos los años se restaura una de las granjas del páramo. No queremos que todo esto se hunda.
-¿Pero qué hacéis luego con vuestras granjas?
-Unos tienen un antiguo derecho de pesca; otros, unas patatas, unas ovejas, o recogen bayas y hacen mermelada. Algunos que se han ido a la ciudad vienen de muy lejos.
-¿Y qué hacen en la ciudad?
-Uno se ha hecho asistente social; el otro, técnico de calefacción, y el hijo de nuestro vecino ha abierto una tienda de vídeo. Nos vemos todos los veranos. Siento como si hubiéramos dejado algo aquí arriba. No, no sé qué es. ¡No me mires con esa cara! ¿Seguimos?
Seguimos el paseo en coche, pero de la vieja escalera no encontramos ni rastro.
SENSACIONES MEZCLADAS
El yacimiento petrolífero Statfjord A produce dinero para Noruega a tal ritmo que el Banco de Noruega apenas da abasto imprimiendo billetes" ("Statfjord A produserer penger for Norge nesten like raskt som Norges Bank trykker dem"). Con este titular, el consorcio americano del petróleo Mobil hizo imprimir un anuncio a toda página en el mayor diario de Oslo. Seis fotografías grandes muestran el curso de un día en una gigantesca plataforma petrolífera en el mar del Norte. A pie de página, los creativos publicitarios se dirigen directamente al lector: "Imagínate que este yacimiento petrolífero fuera una imprenta de dinero que hiciera billetes de 100 coronas. Cada segundo salen siete billetes de 100 de la máquina, más deprisa de lo que tú podrías tamborilear con los dedos sobre la mesa. En un día escupe 64 millones de coronas; en un año, 20.000 millones. En los próximos 30 años esta imprenta trabajará sin pausa 24 horas al día... Statfjord A es la plataforma petrolífera más productiva del mundo y, al mismo tiempo, la más importante fuente de ingresos de que dispone Noruega".
Quiero dudar que el gerente de Mobil haya conseguido muchos amigos nuevos con este mensaje jubiloso. En el Ministerio de Finanzas, donde hace años que se intenta dominar la inflación, se vieron cejas discretamente arqueadas. En la comisión de presupuestos, donde desde siempre no se habla sino de reducciones y estrecheces, se encogieron de hombros con resignación.
La gente de relaciones públicas de las multinacionales del petróleo no tiene un trabajo envidiable Porque aunque ahora ya hace casi 15 años que salió el primer barril de petróleo del yacimiento de Ekofist, delante de la costa noruega; aunque las reservas demostradas de petróleo y gas en la plataforma continental han alcanzado un valor de 5,4 billones de marcos, y aunque todo el mundo envidia al país por sus excedentes actuales y aún más por los futuros, parece como si los noruegos no estuvieran contentos del todo con su riqueza repentina. Por lo menos la pequeña encuesta que yo hice produjo respuestas curiosamente ambiguas y agridulces:
" ¡Tan bajo hemos caído que necesitamos esa porquería!". (Estudiante de Agricultura.)
"El petróleo lo revuelve todo, pero no resuelve ninguno de nuestros problemas. Como mucho habrá un 2% de todos los noruegos ocupado en esta industria. ¿Y qué pasa con los demás?". (Exportador.)
"Una porquería que a la larga destruye nuestras bases naturales de vida. Dentro de 20 años, el mar del Norte no será más que una cloaca". (Maestro.)
"Hay que tener suerte. Los descubrimientos llegaron en el momento justo. Sin el petróleo, hace tiempo que Noruega hubiera quebrado". (Asesor fiscal.)
"El trabajo en las plataformas petrolíferas es mortalmente peligroso. La gente gana mucho, pero a cambio viven en el infierno". (Sindicalista.)
"La gente del petróleo gana demasiado dinero. La igualdad de la que estábamos tan orgullosos en este país se ha acabado". (Farmacéutica.)
"Dentro de 50 años, cuando ha yamos vaciado el mar del Norte, nos quedaremos con las manos va cías". (Campesino.) "Por primera vez no pueden reírse de nosotros en el extranjero. Nuestro peso en el mundo ha au mentado. ¡Una sensación comple tamente nueva!". (Funcionario de Correos.)
"Necesitamos más residencias de ancianos y hospitales. Sin los ingresos del petróleo no los podríamos financiar". (Concejal.)
"Las multinacionales hacen lo que quieren. Los noruegos son tan tontos que no se dan cuenta de cómo les están haciendo la carna".(Estudiante.)
"¡En comparación con los países del Tercer Mundo, desde luego nos va demasiado bien, y ahora aún nos enriquecemos más sacándoles el dinero del bolsillo!". (Ama de casa.)
"La sociedad noruega es adicta sin saberlo. El petróleo es nuestra heroína, y nuestro Estado es un drogado que aumenta continuamente su dosis. ¡Hasta fines de siglo, nuestros políticos quieren implicar la producción!". (Psiquiatra.)
"No entiendo a la gente. Pero ¡qué quiere usted! Así son los noruegos: caviladores puritanos, llenos de masoquismo y escrúpulos de conciencia. ¡En vez de estar contentos de que por fin vayan las cosas hacia arriba! Lo tenemos todo controlado". (Abogado.)
"¡Menuda farsa han montado! En los periódicos hablan de miles de millones y de billones, y yo no puedo pagar el alquiler. ¡Un litro de gasolina cuesta 1,80 marcos, y hace poco he oído decir que quieren volver a subirla! En la televisión presentan diagramas maravillosos que demuestran que nadamos en dinero, y luego aparece uno de esos políticos payasos delante de la cámara, pone una cara cadavérica y anuncia: queridos compatriotas, ¡tenemos que apretarnos el cinturón!". (Asistente social.)
"Quien no pueda arreglárselas sin el lujo de la vida moderna, es mejor que evite Escandinavia", escribió Richard Lovett, un sacerdote inglés, en su relato de viajes The kingdom of Norway (Londres, 1885). A lo largo de los últimos 100 años la advertencia no ha perdido ninguna validez.
Ya el aeropuerto de Oslo, con sus sombríos pasillos de catacumba y sus descuidados despachos de equipajes, da a entender al viajero que en este país estará a salvo de brillos falsos y tentaciones opulentas. ¡Fuera el afeminamiento y la decadencia que reinan en otras partes! Sólo a un pardillo se le ocurriría alquilar aquí un coche. Multas draconianas y terroristas prohibiciones de aparcar no tardarían en enseñarle. En el interior del país le esperan estaciones con corrientes y espartanos hoteles, la mayoría de los cuales ofrece una comida y un alojamiento sencillo aprecios pavorosos. Por eso los turistas que prefieren Noruega suelen ser curtidos y estoicos, amigos de la naturaleza que quieren recuperarse de las exigencias de la sociedad de consumo.
UN ALTO NIVEL DE VIDA
En cambio, los viajeros muy versados en la economía del país se frotarán los ojos si vienen aquí. Yo no soy uno de los entendidos en economía, y por eso no sabría decir con seguridad si Noruega es el segundo, el tercero o el cuarto país más rico del mundo. Por lo demás, ese orden también depende de las modas en la confección de índices, del tipo de cambio del dólar y del humor de los estadísticos. Independientemente del lugar a que pueda aspirar Noruega en esta escala, se plantea la cuestión de dónde está esta riqueza legendaria. Desde luego, no se oculta en las comidas que venden en las llamadas cocinas callejeras, en la recia vestimenta de los habitantes o en los cucuruchos de helados que comen en grandes cantidades en invierno y en verano. La mayoría de Ips noruegos también prefiere coches pequeños, una opción en la que les refuerza un Gobierno sabio que ha procurado que los automóviles cuesten aquí el doble que en otras partes.
No; el consumo privado se considera en Noruega más bien un mal necesario y sólo una frontera fina como un pelo lo separa del despilfarro vicioso. Dónde termina lo permitido y empieza el pecado es un problema que requiere mucha sutileza moral para resolverlo. Un ciudadano acomodado antes amarrará un yate de 200.000 coronas en una bahía escondida que molestar a un vecino con el ostentoso chasquido de un corcho de champaña. Quien no puede contenerse es castigado con el nombre de sossen, palabra que posiblemente se deriva de society y que expresa la esencia misma de lo despreciable. La única forma de despilfarro privado generalmente tolerado es el generoso uso del espacio. Una familia media no encuentra nada extraño aspirar a 200 metros cuadrados de superficie habitable, y fuera de las grandes ciudades, el tamaño de los solares no tiene prácticamente ninguna importancia. ¡Dichoso país, en el que sólo entran 12,6 habitantes en un kilómetro cuadrado y en el que una naturaleza benévola ha cuidado que las gentes no anden tropezando las unas con las otras!
¡Pero no hagamos como si supiéramos qué significa el término nivel de vida! Los noruegos emplean su riqueza en cosas en las que el egoísmo de los italianos, la avaricia de los franceses, la codicia de los americanos y la ostentación de los alemanes no permiten ni soñar. La cuota del Estado, medida por la renta per cápita, la mortalidad infantil, la esperanza media de vida, el número de desempleados, de jardines de infancia y residencias de ancianos, éstas son las magnitudes por las que se mide en Noruega la buena vida. No la riqueza privada, sino la socializada, es la que cuenta.
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