Una charla con teatro
LA SOLEMNIDAD que rodeó ayer la charla mantenida por el presidente del Gobierno y el líder de la oposición conservadora resulta difícil de justificar pero fácil de entender. Haciendo abstracción de posibles encuentros en la Moncloa, Felipe González y Manuel Fraga, diputados de la misma Cámara, tienen oportunidades de sobra para hablar y discutir, de manera reservada o a la vista de todos, en los despachos y pasillos del Congreso o en las frecuentes reuniones y cenas oficiales marcadas por el protocolo. Las funciones mediadoras asumidas por el presidente del Congreso para amistar al jefe del Ejecutivo y al dirigente de Alianza Popular contrastan por eso inevitablemente con la circunstancia de que Gregorio Peces-Barba sea militante y diputado del PSOE, vinculado a la disciplina de su partido y desprovisto de esa equidistancia arbitral que a sí mismo gratuitamente se atribuye. Si los socialistas se hubieran propuesto realmente, con la ventaja de su desahogada mayoría parlamentaria, conferir una neutralidad institucional a la presidencia de la Cámara, de ninguna manera sería un hombre del PSOE el que la ocupara. Algo hay de farsa -o de confusión entre las relaciones personales, los papeles institucionales y las dependencias partidistas- en esa escenificación que desdobla a Peces-Barba -militante del PSOE que es presidente del Congreso por decisión de la directiva de su partido- con el fin de mostrarle ante la opinión pública como un imparcial componedor. Al tiempo, sin embargo, hay razones que explican la utilidad, para ambos contertulios, de la transformación en espectáculo de esa conversación que no necesitaba ni decorado ni anfitrión. Para los socialistas, el mantenimiento de la ficción que designa oficialmente a Manuel Fraga como jefe oficial de la leal oposición al Gobierno constituye la mejor póliza de seguro contra un contratiempo electoral. Mientras la ley electoral -recientemente aprobada con los votos de Alianza Popular- siga reforzando la estructura bipartidista (fuera del País Vasco y Cataluña), y mientras Felipe González tenga que batirse en las urnas frente a Manuel Fraga, la actual mayoría parlamentaria tiene garantizada su hegemonía, con el único riesgo de que la eventual disminución del número de escaños pudiera obligarle a pactar, en la próxima legislatura, con los nacionalistas o con algún grupo centrista. Por su lado, el actual dirigente de la oposición conservadora recibe del presidente del Gobierno el espaldarazo que le consagra como único o privilegiado rival de Felipe González y que le permite frenar las conspiraciones contra su liderazgo maquinadas dentro de su propio partido o urdidas por sus aliados. Los dos salen beneficiados: Felipe González se asegura un cómodo sparring para la próxima contienda y Manuel Fraga salva su candidatura para 1986 de cualquier asechanza.Por lo demás, resulta humillante que los ciudadanos tengan que adivinar los acuerdos entre el presidente del Gobierno y el líder conservador a través de unas declaraciones a la Prensa dadas con cuentagotas. Las condiciones o requisitos que el dirigente de AP considera de obligado cumplimiento para reanudar su diálogo con el jefe del Ejecutivo pertenecen al secreto del sumario. Sin embargo, el principal vehículo que González y Fraga deberían utilizar, por respeto a los valores democráticos, para discutir sus puntos de vista, sellar sus compromisos o mostrar sus diferencias son los debates, las preguntas y las interpelaciones desde la tribuna del Parlamento. Aunque AP haya criticado el progresivo deslizamiento hacia el presidencialismo de nuestro sistema político, encuentros en la cumbre como el de ayer no hacen sino reforzar esa tendencia.
Según se desprende de sus declaraciones, Fraga ha exigido al presidente el respeto a las reglas del juego establecidas por la Constitución de 1978. Esas reglas no son misteriosos pactos secretos sino pautas de conducta explícitamente definidas por nuestra norma fundamental. En el caso de la televisión, Fraga puede protestar por la burla que el actual equipo directivo sigue haciendo del mandato constitucional referido a los Medios de Comunicación Social del Estado. El monopolio televisivo no puede someter a nadie -incluido, por supuesto, el líder de Alianza Popular- al trato que la televisión del franquismo -en la que actuó como amo y señor Manuel Fraga entre 1962 y 1969- solía aplicar a los discrepantes del anterior régimen. Ni siquiera al que la televisión ucedista de Robles Piquer -señalado líder de AP- dispensó a los socialistas. Es falso, en cambio, que las reglas del juego de nuestra democracia prohíban, como norma general, dejando a un lado la neutralidad reglada a la que están obligados los medios de comunicación estatales, las alusiones al pasado de los políticos que aspiran a gobernarnos y que tuvieron ya ocasión de demostrar, desde el poder, su forma de servirse de la Administración.
Felipe González se metió en un jardín al pronunciarse sobre el programa dedicado por los servicios informativos de Televisión a Manuel Fraga el pasado 19 de junio. De un lado afirmó que el reportaje "no fue oportuno". De otro, se lamentó de que Televisión reflejase desequilibradamente en su programación "la sensibilidad media de la sociedad española", tal y como quedó reflejada en las urnas hace dos años y medio, y se dolió de algunos recordatorios televisivos sobre la campaña socialista en contra de la entrada de España en la OTAN. La doctrina sobre los medios de comunicación estatales subyacente a esos comentarios da pie para suponer que el presidente González considera insuficiente la presencia y la publicidad de su Gobierno en la pequeña pantalla. Vivir para ver.
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