Caridad, sexo, drogas y 'rocanrol'
De los exclusivos salones dorados de la aristocracia a las gradas multitudinarias de un estadio de fútbol, de los jardines del principado de Mónaco al césped de Wembley o Filadelfia, nada ha cambiado: los sentimientos autogratificantes de la caridad para con los negritos hambrientos de África siguen siendo los mismos, llámese Domund o Live Aid. Pero si los sentimientos no cambian, las formas sí lo hacen. La fiesta de la Cruz Roja que cada año auspiciaba la princesa Gracia ha quedado a la altura de una función benéfica de las damas de la caridad de cualquier ciudad de provincias comparada con el aluvión de dólares que han recolectado las estrellas del rock, la nueva aristocracia pujante alimentada por los incalculables beneficios de la industria de la música popular.Aupados en una tecnología que tan pronto puede servir para organizar la guerra de las galaxias como para distribuir vía satélite a 2.000 millones de espectadores las fastuosas imágenes de una cultura de masas que nació contra el sistema y que ha acabado sirviéndole fielmente, los gustos de Ias elites del fin del milenio se asemejan cada vez más a las del, imperio romano. Bien mirado, la combinación de caridad, sexo, drogas y rocanrol llega a producir un repeluzno posmoderno. Las nuevas clases se lanzan a la caridad de alta tecnología, reúnen a las masas para su ración de circo, y en el colosal marco de un estadio para 100.000 espectadores organizan su propia fiesta, puertas adentro, a 250 libras la entrada, para la que se agencian presurosamente un espléndido terno y una corbata de seda con tal de no desmerecer la presencia del príncipe de Gales y su esposa, que con su asistencia otorgan carta de, naturaleza al asunto. En el coso, la plebe paga fielmente su entrada a precio asequible y cobija con sus rugidos la fiesta de las estrellas del rocanrol.
Pero no seamos tan duros con esta plebe que se contenta con ver reunidos a sus dioses, oportunidad única de que Mick Jagger y Tina Turner canten a dúo o de que Dylan salga del frenopático a cantar Blowing in the wind sin estar muy seguro de si se trata de una recepción papal o de una reunión de rabinos de todo el mundo. Al fin y al cabo, estos nombres que les hacen soltar rugidos de gusto cuando son presentados sobre el escenario ya no existen como tales más que en su imaginación.
Sería curioso preguntarles a esos jipis reciclados si recuerdan lo que sentían cuando Jagger cantaba Street fighting man y la BBC prohibía la canción, o cuando la gran prensa titulaba: "Cientos de miles de pordioseros se dirigen a Woodstock". Cada gesto, entonces, tenía un significado, y el simple hecho de dejarse crecer el pelo podía acarrear funestas consecuencias. Probablemente alguno de los limpios y pulcros asistentes al concierto del estadio JFK de Filadelfia pudo recordarse a sí mismo con el barro entrándole por la fosas nasales, que aparecía a su vista como una especie de grumo polivalente de consistencia más bien espesa, y poniéndose en pie al oír las primeras notas de la desquiciada versión de Jimmi Hendrix del himno nacional norteamericano, para lanzar unos cuantos alaridos en favor de aquella magna fiesta de la que era protagonista, aunque sólo fuera uno más entre los cientos de miles que habían acudido llamados por sabe Dios qué extrañas y poderosas ondas telúricas. Digo lo del barro y su relación atípica con el sujeto porque, como casi todos en aquellos años, aquel peludo se había metido en el cuerpo toda clase de alquimias portadoras de nuevas sensaciones, buenas o malas, qué importa, si al fin y al cabo no se trataba, como ahora, de la ingestión de cualquier soma para aliviar el tedio del desempleo, sino de abrir las puertas de la percepción, en palabras de un ilustre profeta de aquellos tiempos.
Sin embargo, ya entonces, a finales de los felices sesenta, se empezaba a hablar de manipulación y prepotencia, como cuando se supo que, en Woodstock, Pete Townshend, el guitarra y líder de The Who, que acostumbraba a
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destrozar guitarras sobre el escenario, había hecho lo propio sobre la cabeza de Abbie Hoffman, uno de los líderes radicales, que intentaba hacerse con un micrófono para pedir la excarcelación de un estudiante detenido. Pero aún no se sabía lo que era un servicio de orden, aunque faltaba ya muy poco para que los Rolling Stones contrataran para este menester a los Ángeles del Infierno para hacer lo propio en su concierto de Altamont, y éstos cumplieran asesinando apuñaladas a un pobre espectador a escasos metros de los morritos de Mick Jagger. Dicen que la cultura rock murió cuando Elvis Presley se puso el uniforme y aterrizó en Alemania.
Aunque a la vista de la nueva juventud conservadora, atildada con los últimos trapitos con etiqueta bien visible, parece ridículo recordar estas nimiedades. De protestar por los matones que formaban los primeros servicios de orden, estos jóvenes han pasado a exigir la protección de las nuevas generaciones de atletas limpios y expertos en artes marciales para que cuiden de ellos. Desde Woodstock han pasado más de 15 años y puede que los servicios de orden sean imprescindibles, tal vez porque ya no existe diferencia alguna entre un partido de fútbol y un concierto de rock, y los jóvenes, ya que pagan, quieren que lo consumido tenga por lo menos la- apariencia de pulcritud, pero lo prefieren sin contenido, y si debe tenerlo, ¿qué mejor que una gala benéfica? De protestar por la guerra de Vietnam a hacer campaña en favor de Ronald Reagan parece que hay un buen trecho.
Mientras tanto, a los etíopes, a las masas hambrientas del Sahel, se les sigue dando peces de segunda mano pero no se les enseña a pescar: podrían estropear las fiestas benéficas. ¿Dónde quedarían pobres para que estos horteras convertidos en millonarios, con sangre recién desintoxicada en algún balneario suizo y un nuevo álbum en el mercado, pudieran hacerse la ilusión de que descienden de su improvisado pedestal, se reúnen con el mundo real que desconocen y duermen felices, aunque sólo sea por una noche, satisfechos de haber ejercido la caridad con su prójimo?
Y qué decir de quienes, por las razones que sea, tal vez porque su compañía discográfica quería castigarlos o rebajar el porcentaje de su nuevo contrato, no participaron en la gala benéfica. Muy sencillo: su cotización está ahora por los suelos, mientras que Bob Geldof, el futuro premio Nobel de la Paz, de cuya carrera artística nadie se acordaba, debe estar en estos momentos renegociando su contrato.
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