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Tribuna:Cortázar,entre nosotros / 1
Tribuna
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El aguila es calva porque no tiene un pelo de tonta

Sergio Ramírez

En los días de Rayuela la proposición de aquel ladrilla negro de propiedades mágicas iba más bien hacia la fijación, y la resolución consiguiente, de la contradicción Europa-América Latina; a uno se le ocurría entonces que Cortázar se quedaba de aquel lado gracias a ciertos temibles antecedentes: había nacido, aunque accidentalmente, en Bélgica; París era su patria de adopción, y para mayor desesperanza hablaba el español con erres gordas. Al fin y al cabo, el destino del intelectual latinoamericano amamantado en estas tierras donde no abunda la leche sólo necesitaba embarcarse un día, cruzar el Atlántico y bajar en Marsella o en Barcelona para que todo aquello llegara a convertirse nada menos que en un viaje sin retorno. El papel de América Latina era exportar postres -como bien decía Manlio Argueta en las pláticas de mediodía en el Siete Mares, de San Salvador-, cacao, banano, café y Chauteaubriand de regreso con unas pizcas de calor / color local pringándole el abrigo.Pero Rayuela no era una novela de París. Nuestros escritores latinoamericanos fijaban a finales del siglo XIX la acción de sus cuentos Y novelas en París, donde nunca habían estado; y no sólo eso, mandaban a imprimir sus libros en las imprentas francesas, en español, con todo lo cuál se demuestra que existía una irreprimible nostalgia artificiosa que era, por extensión, una impotencia o una imposibilidad.

Rayuela era ya una novela latinoamericana, de este lado; no la lejanía exquisita, sino la lejanía como contrapunto; Oliveira y Talita regresaban, volvían de este lado, y Europa quedaba de aquel lado. El asunto, para lo que importa en cuanto a sus consecuencias, es que Cortázar se quedó asimismo de este lado, y el Sena, como cualquier río San Juan verde y bravío, vino a desembocar en el gran lago de Nicaragua.

Si usted asume incorrectamente que el enfrentamiento dialéctico es entre dos viejos continentes, el de este lado y el de aquél, la pericia del gusto y el amor al refinamiento lo obligará, sin duda, a elegir aquél (la pátina es más antigua y menos republicana, los palacios son verdaderamente viejos y no copiados de los catálogos de arquitectura de fin de siglo y las ruinas son grecorromanas y no indígenas). Pero si más correctamente usted asume que la oposición dialéctica es entre lo viejo y lo nuevo, y como detonante de lo nuevo pone la posibilidad permanente de la revolución, del cambio, de la renovación, toda esa labor triptolérnica que decía Rubén deberá entonces reconocer que la escogencia verdadera se encuentra de este lado.

No pocos intelectuales latinoamericanos han sido incapaces de comprender el dilema, lo crucial que se vuelve esa escogencia, mucho más importante que aquella otra tan llevada y traída, la del Este-Oeste. Este, o éste, que, como se ve, trata de implicar una adopción fatal, la trampa armada por aquellos que con no tan sanas intenciones te ponen a escoger.

El enfrentamiento Este-Oeste es una categoría filosófica muy europea y una categoría política muy, norteamericana, con lo cual quiero decir que para el ser latinoamericano no es ninguna categoría.

Evidentemente, Europa occidental tiene una frontera con Europa oriental, y hay intereses concretos en contradicción a lo largo de esa frontera, a este lado de la cual se suelen situar una serie de valores que se han dado en llamar occidentales y que los latinoamericanos, por supuesto, no rechazamos. También estamos claros que los cohetes de medio alcance que Estados Unidos ha colocado a lo largo de esa frontera están allí para defender a los europeos en el escenario de una guerra nuclear limitada, que el presidente Reagan mismo ha dicho no tiene por qué poner en riesgo a las ciudades norteamericanas. Sospechemos que, de alguna manera, ese enjambre de cohetes también ha sido puesto para defender ese catálogo de valores occidentales, pluralismo, democracia parlamentaria, libertad de palabra, respeto al individuo, valores en los que proclaman estar interesados. los ideólogos de la nueva derecha que ahora encienden sus hogueras en las cavemas de la Casa Blanca.

Aunque no podamos dejar de tomar en cuenta que de ese conglomerado de valores en América Latina sólo hemos recibido las excrecencias, nuestra contradicción no es con Occidente, ni podría serlo, sino con su gran defensor militar, Reagan mismo, que se pone el escudo nuclear al brazo para pelear por Occidente y de paso trata de aplastamos en Nicaragua en nombre de los valores de Occidente.

Desde donde pasamos a la tercera de estas contradicciones, la de América Latina con Estados Unidos, que se da de manera renovada y descarnada, como choque verdaderamente frontal y sin tregua alguna, a partir del triunfo de la revolución sandinista en 1979.

Piense usted en la ironía que representa el hecho, de que una revolución popular que proclama la independencia nacional frente al coloso del Norte, se esté dando en un país pequeño, pobre, débil, sin recursos económicos, sin petróleo, sin desarrollo industrial, con una enorme masa campesina que apenas surge a una forma moderna de organización productiva, con un remedo de burguesía servilizada en su espúreo contacto carnal con el imperio, y al imperio en capacidad de acercarnos a su propia conveniencia y antojo sus fronteras estratégicas.

Irónico, he dicho, porque a lo mejor una revolución así, con esta voluntad y esta decisión y este coraje irreductible sería más cómoda para América Latina sucediendo en un país grande del Cono Sur, y allí andarían apurados los yanquies tratando de extender sus fronteras portátiles tan lejos.

Pero la revolución sandinista no es un accidente en la historia ni ironía del destino, ni mucho menos. No nos tocó en una rifa; la hicimos y la seguimos haciendo. Tamaña desproporción entre el coloso del Norte y nosotros, la traigo al caso porque conviene no olvidarse que esto no es la guerra de las galaxias ni se trata de dos superpotencias frente a frente.

El dilema es, por tanto, bastante complejo. No podemos remolcar a Nicaragua lejos de las costas de Centroamérica y anclar plácidamente frente al puerto de Odessa; tenemos que defendernos de Reagan siendo parte de Occidente y del traspatio del defensor de Occidente; tratar de establecer y consolidar de verdad, y no en la abstracción, lo que desde el Siglo de las Luces Occidente considera sus mejores valores. Lograr un tipo de democracia que se corresponda con nuestra tradición de lucha por ser independientes y por definir nuestro perfil histórico en una vecindad geográfica tan llena de riesgos y que nosotros no escogimos. Una democracia que funcione y devuelva a la palabra democracia su sentido original, práctico, sin tener que sonrpjarnos por el hecho de predicar la democracia según los cánonos clásicos y no practicar sino el totalitarismo, que nunca ha dejado de ser occidental, y ése sí existe en América Latina: Centroamérica es su gran reino; el reino de la violación constante de cuantos valores occidentales a alguien se le pueda pasar por la cabeza. Occidentales y cristianos, y sin que Estados Unidos jamás se inquiete. Por qué habría de inquietarse.

Sergio Ramírez es vicepresidente del Gobioerno de Nicaragua y escritor.

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