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Alfredo Mayo, los héroes también cambian

Alfredo Mayo, que murió el pasado domingo en Palma de Mallorca, fue enterrado ayer en el cementerio de La Almudena, de Madrid. Unas cien personas acudieron al sepelio. Entre los asistentes estaban Pilar Miró, directora del Instituto de la Cinernatografía; Lola Flores, Fernando Vizcaíno Casas, Alfredo Landa y Paquita Rico.

Alfredo Mayo, que con rigurosa continuidad fue teniente de la aviación franquista durante la guerra civil y actor emblemático del cine de la Cruzada desde 1941, tuvo la gran virtud de saber evolucionar. Desde Harka, de Carlos Arévalo, vino a ser en nuestro cine el héroe uniformado y fascista por excelencia, exponente de virilidad y de disciplina, el equivalente del Fosco Giachetti que cinceló el cine italiano en películas heroicas como El escuadrón blanco o Sin novedad en el Alcázar. Y en esa época tan interesante del star system de la autarquía, Alfredo Mayo era estrella indiscutible, instalado en el hotel Ritz de Barcelona y cobrando la fabulosa cifra de 100.000 pesetas por película, sueldo extraordinario que le permitió comprar el exótico Talbot del conde de París, con el que deslumbraba a sus muchas admiradoras.Alfredo Mayo tuvo la gran coherencia de no renegar jamás de ese pasado de héroe del cine franquista, ni cuando Carlos Saura lo recicló, con La caza y Pippermint frappé, en los nuevos rumbos de la modernidad y del inconformismo ideológico del cine español en los años sesenta. No sólo no negó tal pasado, sino que no tuvo inconveniente en colaborar con Gonzalo Herralde en su demoledora desmitificación de Raza, el monumento cinematográfico que Franco hizo elevar en exaltación de su cruzada y al que Alfredo Mayo le había dado el rostro del personaje José Churruca, alter ego encubierto del dictador.

Alfredo Mayo no fue nunca un gran actor, pero sí lo que suele llamarse, un actor eficaz, que aunaba presencia física, imagen y oficio. Fue un excelente ejemplo de profesionalismo cotidiano, de laboriosidad, de entrega, con el que se hace el cine de cada día. Sorprendía comprobar que ni en su trato ni en su trabajo surgía jamás el contencioso ideológico, el estigma político, pues su alto profesionalismo le hacía colocar cada cosa en su lugar y jamás hablaba con palabras de rencor o de infatuación ni del presente ni del pasado. Cambió con enorme dignidad el uniforme militar por el traje de paisano y burgués, pero nunca renunció, en cambio, a su vocación y a su legítima vanidad de estrella. Le gustaba sentirse estrella y ser reconocido por la calle, según me dijo en una ocasión, y lamentaba que en el cine contemporáneo la estrella fuese un artículo en franca decadencia. Era un hombre de otra época, que sirvió con fidelidad al cine español de todos los colores, empezando por el azul de nuestra posguerra.

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