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Tribuna:SAN ISIDRO
Tribuna
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La 'movida' inmóvil

Que Madrid se haya quedado quieta después de su febril ajetreo en los 10 últimos años es cosa comprensible, pues cuando la velocidad se entromete largo tiempo en las tripas de la historia, cansa. Pero que a esta quietud le bauticen ahora como movida no se sabe bien si es el último chiste del viejo verbo de la socarronería madrileña o una tomadura de pelo. Si se observa un poco en qué consiste tal movida -y es ofensivamente evidente que consiste en nada o, con un giro endurecedor, en la nada- no es difícil descubrir que es un delirante síntoma de aquella quietud.A la gente de por aquí que se dice obsesionada por estar a las últimas -que es la más infestada por la invasión de lo efímero en medio de una vieja ciudad curtida en la moral escéptica y experta, por tanto, en estar siempre a las primeras y duraderas, como el desgaste, la desilusión, el hambre y la supervivencia- le ha dado por imaginar que a estas alturas inventa y hace cosas nuevas. Aparte de que nada hay inédito en el comportamiento humano y de que es propio de insustanciales creer que son ellos quienes inventan cada diciembre la llegada de enero, cosa tan antigua como que los abuelos también nacieron pequeñitos, considerar cosa nueva a un palurdo sucursalismo de la ideología de la celeridad se las traería de puro gracioso si no ofreciera, como todo candor colectivo, rasgos alarmantes.

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Nada hay, en efecto, más alarmante que una multitud que cree tener ombligo, o peor aún, que cree ser ombligo ella misma. Si algo noble ha extraído esta ciudad de sus seculares desdichas es maña para el cultivo de la incredulidad y un almacén de carcajadas para abofetear con ellas los hocicos de quienes creen que por ser muchos significan algo. La experiencia envilecedora de la cercanía del poder político -y éste en España tiende a actuar con hosca autosuficiencia porcina- a la larga hiere, y Madrid, si en algo puede contribuir a la salud mental de sus contempladores, es precisamente con esa su herida de ciudad consciente de que no se basta a sí misma ni siquiera para beber agua, lo que hasta ahora la ha librado de tentaciones ingenuas, comenzando por la más ingenua -y por tanto la más peligrosa- de todas, la tentación nacionalista.

La llamada movida madrileña toma por días el aspecto inquietante de un brote de pequeño y autosuficiente nacionalismo, bien bajo especie invertida de provincianismo neocasticista a lo De Madrid al cielo, de cosmopolitismo aldeano, o peor aún de patriotería localista, que ha encontrado lugar en una ciudad que ha dado en su tortuosa vida emocionantes ejemplos de encontrarse fuera de la ¡lógica de esas ideologías balsámicas y contrahechas.

Si a este complaciente espejo privado le añadimos la cosmética de unos contenidos móviles que hacen de la nada original búsqueda de originalidad un penoso remedo de estrecho arrabal neoyorquino, a la inquietud sucede la risa, y con todo merecimiento. Y la tal movida, si es que se mueve, lo hace como una adherencia parasitaria sobre la dura e irónica piel del Madrid de siempre, una vieja ciudad hecha de barro y saliva, humillada, cansada.

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