Los veteranos James Stewart y June Allyson fueron los protagonistas en la gala de clausura
James Stewart y June Allyson, instalados en Cap d'Antibes, son las veteranísimas estrellas del festival de Cannes invitadas para asistir a la proyección de The Glenn-Miller story, el filme de Anthony Mann del que se acaba de recuperar la banda sonora original en estereofonía, en su día no utilizada debido a las características de las instalaciones acústicas de la práctica totalidad de los cines de la época. En realidad, a falta de grandes títulos o de la revelación de nuevos autores, nadie puede robarles a los dos actores norteamericanos el protagonismo de la gala de clausura, mientras se espera la lectura del palmarés, lectura que, sin duda, deparará algunas sorpresas.
Si el año anterior la unanimidad en torno a París, Texas privaba de misterio la ceremonia de proclamación de ganadores, esta edición no cuenta con una película mayoritariamente aplaudida. Ni Mishima ni Redi Ezredes ni Maskni, detective ni Birdy, por citar las que más veces aparecen repetidas en las quinielas de la Prensa, son candidatas claras, tal y como lo prueba que las apuestas se repartan entre cinco filmes. Las últimas proyecciones tampoco han aportado nada nuevo. Los canadienses presentaron a concurso una nulidad bien interpretada por James Wood y Gabrielle Lazure y dirigida rutinariamente por Ted Kotcheff, una historia de lucha de clases entre marido y mujer con vagas resonancias psicológicas. Su título, Joshua then and now. Los australianos, por su parte, suman, con Bliss, a la nulidad, la grosería.Los italianos han estado representados por dos viejos artesanos. De Monicelli y su Il fu Mattia Pascal, tan decepcionante como equivocada, ya hablamos en su momento. Ahora le toca el turno a Dino Risi y Scemo de guerra, basada en la novela El desierto de Libia, de Mario Tobino. La película es hija de un guión de Age, Scarpelli y el propio Risi. Se trata de una tragicomedia, un poco en la línea de Tutti a casa o de aquellas inolvidables obras de finales de los cincuenta, principios de los sesenta, pobladas de italianos que querían ser héroes. Tenían miedo, dudaban entre la épica mussoliniana y sus miserias personales, y en ellas reinaban Alberto Sordi, Mastroiani y unos secundarios excelentes. Pero los años no pasan en vano ni el caos que domina en el cine italiano podían dejar de sentirse en Scemo de guerra, que está rodada sin nervio, torpemente, sin conseguir crear nunca el clima agobiante y cada vez más enloquecido que precisaban las andanzas de Coluche, intérprete de un capitán poseído por un furor militarista ridículo pero que, llevado al extremo de ser suicida, cobra una cierta grandeza.
El festival de Cannes de 1985 ha sido bautizado como el del cine francés contra las multinacionales, una batalla amañada porque parte de una falsa evidencia: en el mundo no hay otras cinematografías importantes que la francesa y la estadounidense.
Más sintomático que el análisis de la selección es el futuro que se depara a la quincena de realizadores, una manifestación paralela surgida del mayo de 1968 y que ahora corre el peligro de morir asfixiada por problemas burocráticos y económicos.
Las deudas
El festival tiene deudas, fruto de la construcción del enorme Palacio de Congresos, y la única solución que encuentra para pagarlas pasa por la venta del antiguo palacio del festival, actual sede de la quincena. Los responsables de la misma no lo quieren, porque saben que eso significa volver a las catacumbas en un momento en que nadie presta una gran atención a lo que sucede en espacios marginales, pero la suerte se diría echada. Por ejemplo, la dirección del festival ha impedido que el antiguo palacio dispusiera este año de reclamos luminosos con los que hacer más atractiva su fachada. Bernardo Bertolucci, Marguerite Duras, Gutiérrez Aragón, Christ Petit, Andrej Wajda, entre otros, habían puesto su forma de neón en la fachada del edificio, orgullosos de haber sido elegidos por la quincena, una sección menos mediatizada por compromisos políticos que las oficiales y que, además, se beneficia de no poder proyectar filmes franceses, lo que evita toda tentación de amiguismo.
Babelia
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