La libertad regalada / 2
Todavía están sobre la mesa las fotos de las montañas de cadáveres. No, más aún: el enorme crimen, bajo la denominación común de Auschwitz, hoy, 40 años después, es más incomprensible todavía que en los primeros momentos del schock, cuando vi y no quise creer. Insuperable, superior a nuestras fuerzas, el genocidio planeado, ejecutado, soportado, negado, reprimido y, al mismo tiempo, totalmente evidente, pesa enormemente sobre nosotros y nuestros hijos.Es significativo que, al mismo tiempo que se discute sobre la posibilidad de una huida hacia la locura de un rearme espacial, se lleve a cabo un debate en el que se habla de prohibir por vía , legal la negación de un genocidio, que costó la vida a millones de personas. Esta enorme tensión -por un lado, la huida lucrativa al espacio, y, por el otro, el estar atado a una culpa y responsabilidad imposible de reprimir- sólo recapitula aquello que en los años cincuenta fue una contradicción que quedó sin discutir.
Ahora están de moda. Las mesas en forma de riñón son modernas. También se cultiva la esfera privada, el rincón apacible y el neo-neo Biedermeier, aunque aquella época lo fue todo menos apacible y sólo la necedad de la moda permite entusiasmarse -retrospectivamente- con los falsos años cincuenta.
La década de las falsificaciones La década de las falsificaciones y de las falsas ilusiones, la década de la reconstrucción sin fundamento. La era de los grandes falsificadores, entre ellos estadistas. Los años de los más duros hechos: el rearme y al mismo tiempo la huida de la realidad.
En los años cincuenta, el pueblo alemán fingía haber estado -en un pasado lejano- deslumbrado y seducido. Con demasiada buena fe -se decía- habíamos creído a los cazadores de ratas (*). Pero al final teníamos la certeza de haber aprobado, aunque con dificultades, un examen duro. Las películas de aquellos días mostraban claramente la mentira: ya sólo eran los médicos los que seguían en la encrucijada. Lo que había ocurrido a plena luz del día, con plena aprobación y acompañado de júbilo, ahora era el espanto, la barbaridad, la sombra infernal que se atribuyó a demonios uniformados de negro que parecían ángeles caídos. Por lo demás, uno ya había estado, en secreto, siempre en contra desde Stalingrado. Al final resultó que hubo una resistencia poderosa. Uno de cada dos aseguraba no haber estado nunca en contra de los judíos. En armonía se celebró la victoria como producto propio. ¡Discursos dominicales en masa!
Naturalmente, hubo oposición y votos en contra. Con urgencia, pero en vano, se dirigió Karl Jaspers a los alemanes. Al principio de esos años cincuenta tan falsos -antes de que se entregara al Ejército los cascos, que parecían cascos de victoria-, Gustav Heinemann abandonó el Gobierno de Adenauer. Los discursos de Schumacher y Ollenhauer, que entonces parecían anacrónicos, se leen hoy como textos proféticos. La expresión "canciller de los aliados" era más real de lo que Kurt Schumacher podía imaginarse entonces. Cuando, en las elecciones de 1957, Konrad Adenauer consiguió la mayoría absoluta, el 8 de mayo de 1945 estaba más lejano de la consciencia de los alemanes de lo que está hoy: la transformación de la capitulación sin condiciones en una victoria, magistralmente enmascarada, fue celebrada incluso en el campo de los vencedores de antaño.
¿Miedo o milagro?
Si volvemos a preguntar ¿cómo pudo suceder aquello?, bastan explicaciones como "milagro económico o miedo a los rusos". Explicaciones suplementarias pueden haber sido decisivas en las elecciones, pero la condición para una represión tan enorme del pasado se encontró en un ambiente intelectual que en su más alto nivel no sólo permitía la represión, sino que celebró la huida de la realidad como un principio de estilo. El caso era no hablar claro. Poner en clave incluso lo insignificante. Las metáforas iban más baratas por kilos. Imágenes que más tarde inspirarían a la industria de empapelado de paredes. Y se construía como si Speer, el arquitecto de Hitler, hubiese sido uno de los fundadores de la Bauhaus. Cuando, en enero de 1953, llegué como joven escultor a Berlín, el arte corría el peligro de derivar hacia el descompromiso. Si en la literatura "susurrarle a las hierbas" era digno de elogio, y autores como Árno Schmidt y Wolfgang Koeppen eran quitados de en medio, en las artes plásticas lo moderno estaba en primera fila, mientras permaneciera abstracto. A ser posible, no se debía de reconocer todo lo feo que se creía haber dejado atrás. Claves, sí; ornamentos, no. También materiales, estructuras, masas, la forma pura. Todo lo que resultaba demasiado claro, no. Ninguna imagen que hiciera daño.
La gran disputa, que alcanzó incluso a la confederación de artistas, entre el pintor Carl Hofer, representante del arte figurativo, y Will Grohmann, el apologista del arte abstracto, significó a principios de los años cincuenta más que la polémica usual en los círculos artísticos. Se trataba o de percibir o de pasar por alto la realidad en un país derrotado, dividido, cuyo peso era la responsabilidad de un genocidio, y que a pesar de ello -o precisamente por eso- estaba a punto de reprimir todo, de volver abstracto todo lo que podía recordar al pasado o que podía impedir la huida hacia adelante. Se formó una vanguardia extraña, la del progreso técnico aerodinámico, motivada por el crecimiento económico, y la de los grandes formatos que se ahorraban todo tipo de realidad. Pronto colgaron en los despachos de dirección, allí donde un tríptico de Beckmann habría hecho saltar la banca, todo tipo de cosas pomposas, exentas de compromiso, que iban al compás de la arquitectura de la reconstrucción y del espiritu de la época. A pesar de que, paralelamente, en la República Democrática Alemana (RDA) el realismo socialista era todo menos realista, se pudo llegar a un consenso válido para las dos Alemanias. A pesar de las teorías contrarias, "venció lo abstracto". Quien -tanto aquí como allá- reflejara situaciones en los cuadros, quien mostrara la realidad, quedaba descalificado. Ni Carl Hofer ni Will Grohmann tuvieron la última palabra. Lo que hoy parece curioso, entonces era normal: mientras que en política interior hacía progresos la restauración del poder del Gobierno, una vanguardia sin capacidad crítica, que como mucho se exponía a contradicciones formales, se presentó al exterior como testimonio de la modernidad neoalemana y apertura hacia el mundo.
Años apestosos
Hay que leer los libros de Arno Schmidt Das Steinerne Herz (El corazón de piedra) y de Wolfgang Koeppen Das Treibhaus (El invernadero), al igual que las novelas tempranas de Heinrich Böll, para darse cuenta de cómo apestaban los años cincuenta, de lo corruptos y mentirosos que fueron para ver con qué astucia se presentaban ante nosotros los asesinos y cómo pesaba la hipocresía cristiana sobre la sociedad. Algunos escritores y sólo pocos pintores -entre ellos, Harald Duwe- afrontaron estas realidades. No eran abstractos. Sé que con mi queja rompo un tabú.
Pero ¿dónde queda lo positivo? Esta pregunta -como leivmotiv- erraba como un fantasma por la historia de la posguerra de los dos Estados alemanes. Sólo a éstos me refiero aquí. Si encima me endosaran Austria, tendría que desesperar.
¿Dónde queda, pues, lo positivo? Libertad regalada; regalada significa que no hubo que luchar por ella. Y libertad sigue siendo aquella en la que pensamos. Naturalmente -según escucho-, al hablar de libertad, sólo nos podemos referir a la democracia occidental. Pero ¿por qué? La libertad tiene sus límites, al menos para aquellos que quedan en la parte de los débile y que han ido a parar como parados al fuera de juego social en cuanto entra en juego el capital.
A la RDA, en cambio, le fue regalada por sus vencedores otro tipo de libertad, con otros límites: sin las presiones del capitalismo, se pretendía fundar un Estado de obreros y campesinos, del que huyen, naturalmente, hasta hoy sus ciudadanos por falta de libertades cívicas. Si aquí nos explican que hay que pagar el empobrecimiento social con la benevolencia de la economía libre de mercado, allá la crítica se interpreta como un comportamiento antiestatal. Por tanto, la libertad es relativa, tanto aquí como allá. En ninguno de los dos Estados fue posible crear un equilibrio de derechos cívicos y sociales, a pesar de lo mucho -y con ciertos éxitos- que se luchó por ello en los dos sistemas de sociedad. El fanatismo ideológico, que en el respectivo campo contrario sólo veía el sistema de opresión comunista o la explotación capitalista, y que no permitía otras imágenes que las del enemigo, dificultó la comparación objetiva. Los alumnos modelo obedecieron aplicadamente a todo cambio de reglas gramaticales por parte de sus respectivas potencias protectoras y se esforzaron en superar a sus profesores y bienhechores.
* La expresión cazadores de ratas se refiere al cuento El flautista de Hamelin. (Nota del traductor.)
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