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Paralelismos

Fernando Savater

"Uno de los grandes problemas de la vida", escribió el poeta W. B. Yeats, "es que no podemos tener ninguna emoción pura. Siempre hay en nuestro enemigo algo que nos gusta y en nuestro amor algo que nos desagrada". Quizá esta observación sea atinada en psicología individual, pero desde luego no lo es respecto a la mentalidad partidista en política: aquí el mayor problema es precisamente que el faccioso jamás aprobará nada de su adversario ni reconocerá ninguna mácula en el campo en que milita, salvo como truco momentáneo para fingir demostar al otro con mayor imparcialidad. Aún peor, reprochará al enemigo comportamientos que le parecen perfectamente justificados cuando se emplean al servicio de su causa. Todo vale, con tal de ganar en la dialéctica justificatoria y serenar la máquina íntima de componendas que sustituye por lo común a la vendida conciencia. La imparcialidad no es una oblea tibia, como cree el Señor de los Ejércitos cuando se apresura a vomitarla de su boca, ni consiste en dar siempre una de cal a la derecha y una de arena a la izquierda para echarse fama de equilibrado, sino que señala el único método decente de aplicar principios netamente determinados. No todo da igual, pero lo que vale, vale para todos en iguales circunstancias, y lo que no vale, no debe valer para ninguno. A esto suelen negarse no los que toman partido, sino los que han sido tomados y poseídos del todo por un partido: los demás parecerán "cambiar de chaqueta" simplemente porque prefieren la fidelidad a lo esencial a la obediencia a la consigna del día. Supongo que habrá que decir en seguida que, a este respecto, los llamados intelectuales somos peores que casi todos los demás.Lo que es verdad aquí resulta mentira allende los Pirineos, solía decirse antaño. Ahora lo formularemos así: lo que en el vecino es violación de los derechos humanos, en casa es necesidad histórica para salvaguardar valores eternos; lo que merece en el otro el nombre de tortura, será en mi campo hábil interrogatorio o arresto revolucionario; los crímenes de ellos son nuestras ejecuciones, su agresividad imperialista es nuestra legítima defensa, su insolidaridad subversiva y egoísta resultará ser equivalente a nuestra lícita búsqueda de bienestar material, etcétera... Como todo cambia de color según el campo a que se mira, nunca se trazan auténticos paralelismos entre situaciones simétricas ni mucho menos se sacan las oportunas conclusiones de los efectuados. Y si alguna vez se proclama un paralelo, es siempre con la peor mendacidad partidista y casi nunca por efectivo deseo de establecer aquello en lo que todos los seres racionales, libres y honrados podrían reconocerse. Para quienes piensan siempre desde el "nosotros o ellos", lo efectivamente igual resulta diferente, y lo que se señala como semejante es pura arma arrojadiza, no universalidad del valor.

Consideremos, por ejemplo, el paralelismo entre el asesinato de Santi Brouard en Euskadi y el del padre Popieluzsko en Polonia como ejemplos de crímenes de Estado, es decir, crímenes cometidos contra personas de relevancia política y en cuya ejecución es razonable suponer implicados -aunque sea a título particular- a funcionarios gubernamentales. La investigación del caso polaco, seguido de la detención de los culpables y su proceso, ha sido,ejemplarmente rápida, pública y no ha retrocedido ante la revelación de altas implicaciones policiales en la fechoría. En cambio, el asesinato del político abertzale sigue envuelto en brumas -por decirlo suavemente-, con unos supuestos responsables detenidos en Francia y un fiscal destituido por haber intentado ir demasiado lejos y demasiado deprisa. Nuestro ministro del Interior -cuya principal utilidad es ser el más visible síntoma de cómo están las cosas todavía en este país- abre un proceso surrealista al periódico cuya información sobre el tema le molesta y sueña quizá con volarlo un día, como ya anteriores colegas suyos de mentalidad por lo visto no tan diferente hicieron con el diario Madrid. Por lo demás, este insigne funcionario sigue negando que haya tortura, aunque de cuando en cuando alguien muera de una paliza o pierda el bazo tras día y medio en una comisaría (¡imagínense lo que puede uno perder al cabo de 10!). Si contra alguno de los más altos cargos a su mando hay testimonios de que fue torturador en el franquismo, Barrionuevo descarta la noticia señalando que no consta tal cosa en los antecedentes del referido. Excelente argumento, que no se les ha ocurrido todavía a los militares argentinos, en cuya hoja de servicios tampoco figuran probablemente las desapariciones y torturas por las que se les está juzgando. Como no creo ser sospechoso de entusiasmo por los regímenes autoritarios de los países del Este, ni mucho menos en particular por el actual de Polonia, me permitirán que les diga que nuestro presente Ministerio del Interior es un débil argumento a favor de las democracias occidentales.

Claro que la negativa al paralelismo racional no es un defecto exclusivo de Barrionuevo, ni mucho menos. En Euskadi, por ejemplo, la renuencia bestial a la universalidad de ciertos valores funciona a tope. Animado por el justiciero interés que cundía entre los grupos radicales de identificar a los asesinos de Santi Brouard, interés que comparto por completo, se me ocurrió mencionar públicamente como uno de los próximos casos a esclarecer el de un vecino de Pasajes muerto de un tiro en la nuca mientras se tomaba el bocadillo a la puerta de un bar. Nunca lo hubiera hecho: se me repuso acremente que se trataba de un drogadicto y quizá algo peor. ¡Acabáramos! Entonces, bien

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Paralelismos

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muerto está. Con idéntico razonamiento, la organización de antiguos deportados franceses a campos de concentración nazis ha impedido que un grupo gay rindiera homenaje a los cientos de miles de homosexuales masacrados en esos campos en razón -mejor, en sinrazón- de su diferencia. El portavoz de los deportados ha proclamado que no es lo mismo un patriota que un homosexual (ni que un drogadicto, ni que...); y yo me he dicho para mi capote: "¡Menudo alivio!". A los intelectuales que, sobre los crímenes que ocurren en Euskadi o junto a ellos o pese a ellos, que tanto da, suelen hablar de la liberación de los pueblos oprimidos les recomiendo especialmente la última ejecución de Galdácano.

Es imposible no contemplar ese suceso con auténtica esperanza emancipadora: un padre que pasea de la mano de su hija de cinco años, acribillado a tiros y rematado sañudamente, no debe dejar de traer bienes a Euskadi, a su identidad nacional, a su autogestión política y a su cultura popular. Sólo un vendido al centralismo o un imbécil pueden negar evidencia semejante. Y ¡qué muestra de madurez política la de los comités de empresa y partidos políticos que han excusado formular su opinión sobre el asunto hasta recibir órdenes, digo información! Como es sabido, asesinar a padres que pasean con su hija pequeña por la calle es algo que puede estar bien, regular o mal según los casos y la circunstancia: más vale no pillarse los dedos con uria condena apresurada de este procedimiento, en sí mismo neutro. Hay muertos buenos y malos: ¿cómo saber quién es quién? El inquisidor cátaro recomendaba matarlos a todos: Dios reconocerá a los suyos.

Hay un procedimiento discriminatorio más sencillo: es malo aquel al que matan los buenos y bueno el que liquidan los malos. ¿Ven qué fácil? Si hay algún error, que se cargue a los daños inevitables de material...

Cuando se acepta cierto paralelismo entre las situaciones y las fechorías, suele ser casi siempre para excusar la barberie propia como medida de contrarrestar la ajena. Recuerda esto el chiste de las dos cocottes maduras que se cruzan por la calle: la una dice: "¿Cómo estás?", y la otra contesta: "¡Pues, anda que tú!". El "peor se portan ellos" es la coartada del 90% de las canalladas por razón de Estado.

Pero en ocasiones las apariencias de imparcialidad funcionan para encubrir el peor partidismo, el que de pronto aplica con maximalismo el principio que considera favorable a su grupo con tal desprecio de las circunstancias históricas que éste tiene necesariamente que volverse de hecho en contra del ideal postulado. Uno de los casos recientes más flagrantes de hipocresia, cinismo o memez -táchese lo que no interese- en este campo es la carta de diversos intelectuales europeos, algunos de ellos españoles o al menos de lo que queda de España (¡y de qué España, señores!), rogando a Reagan que tuviera la amabilidad de apoyar aún más a los contras antisandinistas en nombre de la democracia liberal y llevando la desfachatez hasta el punto de invocar como precedente la intervención de las brigadas internacionales en la guerra civil española. Reagan, que según parece ha dicho quela brigada Lincoln luchó en el bando equivocado (¿no creerá Reagan que el propio Lincoln tampoco era demasiado de fiar?), ha debido quedar más bien perplejo. Mucho me temo que si Franco viviera hoy y se dispusiera a dar su golpe militar, invocaría la libertad democrática amenazada por la horda marxista republicana y no el camino del imperio hacia Dios: esto lo sabe mucho mejor Reagan que sus espontáneos ayudas de cámara abajo y bien abajo firmantes. No cabe duda de que las esperanzas de una efectiva democracia en Nicaragua están amenazadas y quizá dentro de poco se pierdan definitivamente: la culpa habrá que echársela a quienes han intervenido militarmente en este siglo varias veces contra el pueblo nicaragüense en defensa de sus derechos de explotación, los mismos que apoyaron durante decenios a los dictadores Somoza sin acordarse para nada de la democracia ni la libertad, los mismos que hoy aplican una política de auténtico salvajismo prepotente en Centroamérica y quieren identificar el respeto necesario a las libertades políticas -que ellos mismos han hecho casi imposible- con la protección de los intereses bursátiles americanos.

Nada más mendaz que decir "estamos contra la junta sandinista lo mismo que estamos contra la dictadura de Pinochet" al solicitar ayuda a Reagan contra la primera, cuando todo el mundo sabe que es el mejor apoyo de la segunda.

Aquí el paralelismo finge una imparcialidad elevada para mejor traicionar con su legitimación ideológica el universal ideal político que reclama y al que de este modo mancha. Discierna él lector del mismo modo casos semejantes, que ejemplos no faltan.

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