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Chocolate para todos

Dos discursos dispares, dos argumentos opuestos se disputan el hecho diferencial humano, el fenómeno de la innegable diversidad entre los hombres. Uno de ellos se contenta con subrayar el hecho, con desarrollar su dúplica verbal, en una reiteración descriptiva, una y otra vez, que, por virtud de la machaconería de quien martillea en el clavo de la realidad de las diferencias humanas, de la obviedad pretende hacer necesidad y legitimidad. A fuerza de mostrar y de recitar que "siempre hubo diferencias y siempre las habrá", todas las diferencias, indistintamente confundidas en el mismo paquete, parecen quedar canonizadas y no sólo absueltas: son naturales, son ineluctables, ¡qué le vamos a hacer! Lo único que cabe, eso sí, pero no más, es paliar, corregir, evitar algunos de los más escandalosos daños derivados de las naturales diferencias; y se hace lo que se puede -algo menos de lo que se puede- para ese paliativo y para dejar tranquila la conciencia en el equívoco que mezcla diferencias y discriminación.La impugnación tradicional de ese discurso, desde Locke y Rousseau, o, mejor aún, desde la egalité de la Revolución Francesa, ha procedido de un cierto igualitarismo, hecho a medias de racionalismo y de romántica nostalgia de un paraíso primitivo que con no poca ingenuidad postula que la naturaleza hizo a los hombres iguales, al menos en lo tocante a dotes humanas básicas, y que carga sobre la sociedad el peso de la entera responsabilidad de haber creado las más gruesas diferencias, aquí entendidas, pues, todas ellas como discriminaciones.

La otra línea de argumentación, a partir del dato de las humanas diferencias, de éstas hace señales de identidad, plataforma de reivindicación, banderín de enganche de movilizaciones sociales a veces marginales y, de todas formas, transversales a la política de los Gobiernos y de los partidos. En los movimientos feministas, en los de minorías y grupos étnicos, en los de homosexuales, incluso en los nacionalismos, hay de común el rescate del fenómeno diferencial y la voluntad de no anularlo en una homogeneización niveladora, sin distorsionarlo tampoco en una discriminación humillante. El hombre negro proclama ser tan hombre como el blanco, pero sin ser blanco, antes bien reivindicando el color de su piel y los demás signos de su etnia. El homosexual afirma su humanidad y su sexualidad, pero bajo un modo radicalmente distinto al de los heterosexuales. La diferencia, así entendida y asumida, resulta ser revolucionaria; o, si el adjetivo suena ya obsoleto, resulta ser uno de los pocos activadores que en la actualidad contribuyen a que todavía continúe la historia humana, sin caer en un irreversible proceso de entropía donde finalmente todos los hombres sean pardos, réplicas exactas de algún prototipo diseñado por ingenieros genéticos y sociales. El Manifiesto diferencialista, de H. Lefebvre, ha desarrollado la lógica de esta posición: no ya el "hombre proletario", como en el Manifiesto comunista, sino el "hombre diferente" es, aquí y ahora, el motor de la historia.

El asunto se enreda mucho cuando hay -como efectivamente hay- no sólo diferencias, sino desigualdades más o menos "naturales". Ser blanco o ser negro, ser varón o mujer, heterohomo o bisexual, esto es diferencia, doblada ciertamente, casi siempre, de discriminación social; pero de suyo no es desigualdad. Por el contrario, ser vidente o invidente, la integridad y la minusvalía fisica, la inteligencia y la deficiencia mental comportan no sólo diferencias, alteridad, sino también desigualdades, según un más y un menos difícilmente soluble en un discurso sobre la humana igualdad.

Algunos componentes de la desigualdad pueden ser imputados a determinantes socioculturales, conceptuados como discriminación o como producto resultante de prácticas discriminatorias, mas no todo en ella está socialmente engendrado. La naturaleza -si esta denominación tiene algún sentido, pero desde

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luego en todas las acepciones que tiene, sea frente a cultura, a sociedad o a aprendizaje- es también responsable de desigualdades. Remedando y contradiciendo el roussoniano Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, algunos biólogos, como T. H. Huxley o J. B. Haldane, y algunos psicólogos, como H. J. Eysenck, han disertado también, en dirección contraria, sobre la desigualdad natural de los hombres, y han puesto de manifiesto (con mayor o menor fundamento, eso está muy discutido, pero seguramente con algún fundamento) las disparidades, supuestamente naturales, entre las personas respecto a una dimensión tan típica del ser humano como la inteligencia o capacidad intelectual. Aun sin entrar en eso, en las desigualdades intelectuales, imposibles de negar, y a menudo naturales en su origen, permanecen las desigualdades físicas: el ciego, el sordo o el paralítico cerebral no sólo son diferentes; han sido peor tratados, netamente desfavorecidos por una naturaleza a la que, si queremos personificar, más que de madre, habrá que calificarla de madrastra.

La sociedad, por cierto, ha ahondado las naturales desigualdades de la naturaleza. De ellas y de las meras diferencias ha sacado partido e intentado extraer legitimación para la discriminación. Frente a este: uso o, más bien, abuso de las naturales desigualdades y diferencias, un proyecto político valioso es aquel que para empezar, y por de pronto, pone término a la discriminación. No basta para ello la proclamación formal de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley. La igualdad jurídica, aun cuando se cumpla, no garantiza la abolición de otras prácticas discriminatorias. Iguales acaso ante la ley, el hombre de color, el de raza gitana, el homosexual siguen discriminados en las experiencias y en las interacciones sociales cotidianas, desde la obtención de un puesto de trabajo hasta la sospecha de delincuencia, que, mientras no demuestren muy bien lo contrario, suele recaer sobre sus pasos. Pero la no discriminación no equivale tampoco al igualitarismo chato y nivelador del chocolate para todos. La teoría y la práctica reivindicadoras de las peculiaridades diferenciales de los individuos desautorizan la nivelación igualitaria. No todos están por, el chocolate; y si un proyecto político o un programa social se empeña en servir éste al gusto de la mayoría, bajo pretexto de igualación, se sigue perpetrando otra forma refinada -o quizá tosca, de apisonadora- de la discriminación.

La pedagogía -de la que tomando en préstamo una célebre frase, de otro contexto, podría predicarse que es la prolongación de la política por otros medios-, al hacerse cargo de las diferencias entre las personas, se ha,visto en la necesidad de desarrollar una pedagogía diferencial, ordenada a una práctica educativa diferenciada, que no discriminatoria, de los distintos grupos de educandos. No estaría de más introducir la idea y, sobre todo, la práctica de una política diferencial, de profunda equidad y no de privilegios, que combatiera las discriminaciones no con una gobernación more geométrico, legislando y ejecutando con compás y tiralíneas, como a menudo es el estilo del Gobierno actual, sino más flexible y adaptable a las diversas circunstancias y demandas, más respetuosa de los grupos minoritarios y de las legítimas preferencias idiosincrásicas. El lema de "pan para todos" está bien mientras el pan sirve de metáfora de las necesidades elementales. En cuanto pasamos al "pan y circo", o al pan con chocolate, se requiere, en cambio, mucha cautela en la generalización, y hace falta atemperar la política general con fuertes contrapesos de política diferencial. No todos los ciudadanos quieren circo, y en la nutrición de muchas personas el cacao está terminantemente contraindicado.

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