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Tribuna
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¿Quién teme a Charles Darwin?

Fernando Savater

Admiro a todo ser humano que, sin masoquismo materialista ni triunfalismo de primate parvenu, es decir, con humor y precisión, se considera heredero de una tradición zoológica: a fin de cuentas, la mayor parte de las evidencias están en contra suya. No entiendo, en cambio, a quien se subleva con histerismo de ángel mal reciclado contra las noticias que periódicamente nos llegan -desde el barón D'Holbach y La Mettrie hasta el sociobiólogo Wilson, pasando por Charles Darwin- acerca de las determinaciones estrictamente biológicas que sellan nuestros comportamientos y condicionan nuestros valores. Cualquier ángel mínimamente seguro de sí mismo hallaría gran fuente de contento, a no dudar, en fábular sobre su pasado bestial. Ser a la vez espiritual y quisquilloso con la materia, eso sí que resulta verdaderamente degradante... Hay que aceptar la contrapartida del justamente célebre dictamen de Cassirer: el hombre-no sólo es un animal simbólico, sino que también es simbólicamente un animal. Y con nuestra animalidad (hoy, con nuestra condición biológica) simbolizamos muchas cosas inseparables de nuestro equilibrio psíquico: lo no elegido de tantos datos que nos configuran, la ferocidad vital que hace enérgicas nuestras inclinaciones más espirituales, los meandros que afilian inextricablemente la sociabilidad al egoísmo, la espontánea urgencia del amor y el odio -que son los fundamentos íntimos de todo conocimiento... Pascal nos advirtió que quien se empeña demasiado en hacerse el ángel termina haciendo el animal sin querer; el problema moderno es más bien convencer a los entusiastas aficionados a la animalidad -o al genetismo como nuevo cretinismo- de que su opción no les dispensa de nuestra común obligación angélica. No vaya a ser que reivindicando cierta cínica inocencia animal desemboquen en ángeles exterminadores.Lo anterior viene a propósito de las querellas sociobiológicas que últimamente alarman a éticos anglosajones y que también preocupan -aunque mesuradamente- a estudiosos de nuestras tierras. Mi colega Camilo J. Cela Conde ha dedicado a la cuestión un interesante libro, rumbosamente titulado De genes, dioses y tiranos, cuyo subtítulo anuncia que, versa sobre La determinación biológica de la moral. Es un estudio completo y sensato, que ayudará, sin duda, valiosamente a quien desee estar al loro -perdonen este folclorismo, pero la ocasión no lo repele- en el litigio aludido. Por lo visto, algunos sociobiálogos -E. O. Wilson es, sin duda, su portavoz más acreditado- han llegado a la conclusión de que diferentes comportamientos que suelen ser elogiados como morales responden a mecanismos biológicos destinados a proteger y perpetuar la carga genética cuya custodia es el auténtico fin último de la vida de cada individuo. El sentido de la existencia de cada ser vivo no es otro que el de resguardar y propagar los genes, a partir de los cuales se fabricarán otros individuos sometidos a la misma obligación reproductora. El altruismo, que los psicólogos anglosajones siempre han considerado antonomasia del comportamiento moral (Nietzsche, en su Genealogía, les asesta alguna maldad al respecto), viene a ser, a fin de cuentas, otra manifestación defensiva más de ese egoísmo específico: ya Charles Darwin, en The descent of man, cuenta la saga de babuinos que dan su vida luchando contra el leopardo en defensa de su grupo; yo recuerdo haber visto en algún documental científico cómo las termitas-soldados salían a defender el termitero atacado por hormigas hostiles, en tanto que las obreras reparaban a toda prisa las fortificaciones accidentalmente derribadas: las pequeñas termitas se colgaban a racimos de sus enormes enemigas para dificultar su avance, mientras las entradas a su fortaleza iban cerrándose, y las dejaban abandonadas a su suerte fatal. Los babuinos, las termitas, el noble Héctor y el bombero que se arriesga entre las llamas para salvar al niño que llora en la cuna, todos son épicas presas del imperio de los genes. Tampoco hay motivo para desesperarse por esta constatación, que no habría dejado de parecer muy verosímil al sereno Spinoza. Quizá sólo Schopenhauer -cuya visión global de mundo, por otra parte, es tan sociobiológica- se hubiera sentido molesto ante esta complicidad del altruismo con la voluntad de la especie, activa en cada aparente individuo. ¡Qué notable descubrimiento y a qué conclusiones aún más desencantadas hubiera llevado a don Arturo, al saber que nuestro egoísmo biológico es tan, profundo que por él debemos sacrificar en ocasiones incluso nuestra ilusión más acendrada, la individualidad!

La reducción de la ética a urgencias biológicas para mejor conservación de la especie (o del grupo de individuos, o de los genes de tal o cual individuo) es vista hoy como una iniciativa más bien reaccionaria. Algún severo objetivista me señalará que, en cualquier caso, tal supuesto reaccionarismo no puede alterar su verdad fáctica -caso de que ésta se diera-. Nada menos obvio: la objetividad de la ciencia es el dogma teológico más fácilmente cuestionable de todos, y algunos puntos de vista parcialmente razonables pueden ser sin ,escrúpulo denunciados por los usos perversos que posibilitan. De todas formas, nada hay de intrínsecamente derechista en considerar ciertas prácticas morales como biológicamente condicionadas. Al contrario, el más ilustre progresismo cientificista de comienzos de siglo se atrincheró belicosamente en tal planteamiento. Hace unos 80 años, la Biología de la ética, de Max Nordau, formaba parte inevitable de todas las bibliotecas avanzadas y honradamente progresistas del día. Nordau era sano y tonifican-

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te como el airecillo de una mañana campestre, pero además de izquierdas. Nuestros mejores-impulsos éticos son dispositivos biológico-culturales destinados a inhibir cierta ferocidad natural y la tendencia a la rapiña en pro de una sociabilidad sin la que, a fin de cuentas, no sabríamos valernos. La decencia social -eso que, en nuestra época, se ha llamado ser de izquierdas- tiene básico arraigo en la difícil pero a fin de cuentas sabia Madre Naturaleza. A la cual, por cierto, Spinoza, al que tanto trajinan hoy quien es quieren hacer de él una especie de proto-brigadista arrepentido, llamaba Dios o también sustancia. La sabiduría popular mexicana dice de aquel capaz de cualquier felonía que "no tiene madre"; correspondientemente, Max Nordau recordaba more biológico que ser digno y deudor de civilizada compañía es permanecer fiel a lo mejor de nuestro linaje. Ni que decir tiene que eran otros tiempos. Los genes, en la actualidad, recomiendan más bien el despedazamiento del adversario, la batalla irrestricta de todos contra todos, la superioridad indiscutible de quienes triunfan por la fuerza, el expolio económico de los que son tan ineptos o tan débiles que no pueden evitarlo, la amenaza al vecino como única autodefensa eficaz. Por lo que constatamos, la biología antaño se acercaba a la ética como un reforzamiento zoológico de lo humano, mientras que hoy se nos impone como una deshumanización zoológica de lo social.

Lo que está en juego, como siempre que se habla de ética medianamente en serio, es el punto de vista desde el que enjuiciar y valorar la acción humana. Vistos desde fuera, los comportamientos llamados morales son probablemente reductibles a condicionamientos biológicos, sociales, económicos, psicológicos, culturales, etcétera. Y la reducción a la genética no es más escandalosa ni degradante -es decir, no es más antiética- que la reducción sociológica o historicista, por no hablar de la psicológica. ¿Cuándo nos convenceremos de que los valores no se deshumanizan por ser referidos a la biología o a la economía, sino por ser vistos tan sólo desde el exterior? Cuando se la considera desde dentro, en cambio, la opción moral se convierte en una exigencia total de sentido para la acción, que ningún código -ni penal ni genético- puede obviar. En cuanto perdemos el punto de vista interior para enjuiciar los gestos de la libertad (en cuanto abandonamos el terreno del alma, al que pertenecen los ideales, para someternos al espíritu, fundador de instituciones) nos salimos de la única especificidad a que puede aspirar la reflexión ética. Con permiso de nuestro común padre Kant, la búsqueda de la excelencia se inspira ante todo en las categorías de la imaginación y no en las de la razón. Pero el espíritu se ha acostumbrado a vivir fuera de sí, y eso se nota: lo que corresponde al alma, a la vivencia interior, es patológico, ilusorio, irreal. Todo debe poder reducirse a exterioridad: cada sueño tendrá su interpretación, cada comportamiento se explicará por su determinación sociobiológica. No es caso pretender desautorizar globalmente este procedimiento a menudo útil, sino señalar lo en él demasiado sumariamente sacrificado. Y habrá que intentar recuperarlo, cuando nos decidimos, zarandeados por unas cuantas oportunas crisis -¿consistirá en esto lo menos vacuo de la posmodernidad?-, a entender sin tapujos. Un excelente antropólogo, Marshall Sahlins, en su visión crítica de la sociobiología, hace notar como de pasada que nuestra cultura es la única que se ha proclamado derivada de la animalidad y la barbarie: todas las demás se han tenido por divinas. Somos tan espiritualmente ingenuos que consideramos esa pretensión del alma primitiva como una ingenuidad. Y, sin embargo, sentimos un dolor inexplicable y una sublevación íntima cuando alguien, con regodeo darwinista, explica el sacrificio de Héctor a partir del comportamiento de algún babuino. Presentimos que la demasía razonante de lo exterior nos engaña: pues es la chispa del héroe la que ilumina y rescata el coraje automático del simio, no al revés.

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